Eran las 7:00 de la noche. Carolina estaba acostada en su cama y encendió el televisor justo en el momento en que una reportera de uno de los noticieros nacionales estaba anunciando: “Llegó deportado de Estados Unidos uno de los más sanguinarios jefes paramilitares de la Sierra Nevada de Santa Marta. Acabó de cumplir una pena de 12 años de prisión por narcotráfico”. 

Paramilitarismo y violencia sexual en la costa caribe de Colombia

*Esta es la primera parte de una serie de tres capítulos sobre los actos de violencia sexual perpetrados por Hernán Giraldo, jefe paramilitar que operó en el norte de Colombia. Mientras estuvo preso en Estados Unidos, Giraldo comenzó a declarar sobre los cientos de violaciones que cometió en la región de la Sierra Nevada de Santa Marta. Por otro lado, dos víctimas de sus abusos, Carolina y Karen, intentan reconstruir sus vidas. Se ha tenido máxima precaución para proteger a las protagonistas de las historias que aquí relatamos, lo que incluyó el cambio de nombres, fechas y detalles personales. Puede descargar el PDF completo aquí.

Carolina se paralizó. Su corazón se aceleró, quería gritar pero no podía. Se puso las manos en la boca para contener el llanto. No podía expresar su rabia porque a unos pocos metros de ella, en la habitación del lado, separada únicamente por una cortina que sirve de puerta, estaba su hija poniéndose la pijama.  

No quería asustarla. No sabría cómo explicarle por qué estaba aterrorizada. 

Mientras se cubría la boca, veía la imagen en el televisor de un hombre flaco y viejo con abundantes canas. Su figura se perdía bajo un chaleco antibalas y un casco de protección. Estaba ojeroso y mientras miraba a las cámaras, dos oficiales de Migración Colombia lo escoltaban desde la salida del avión.  

Carolina lo reconoció de inmediato, era el hombre que había abusado sexualmente de ella varios años atrás. Hernán Giraldo Serna, el excomandante paramilitar, alias “El Patrón” de la Sierra Nevada, había regresado a Colombia. 

Aunque el hombre estaba en Bogotá y ella estaba a cientos de kilómetros en Santa Marta, una ciudad costera del norte de Colombia, el miedo se apoderó de ella. 

Fuente: Associated Press

En ese momento se arrepintió de haber prendido el televisor. Las noticias le detonan recuerdos y la ansiedad que le generan la ha llevado a perder el sueño, por lo que a veces recurre a tomar pastillas para descansar.  

A unos cuantos kilómetros de la casa de Carolina estaba Karen, preparando la cena para su familia. Uno de sus hijos estaba buscando su programa favorito de dibujos animados. Mientras pasaba canales, Karen le pidió a su hijo detenerse cuando vio la misma imagen que había aterrorizado a Carolina. Quería asegurarse de que lo que estaba viendo era real. 

Las emociones fueron las mismas: miedo, terror, dolor. Ambas estaban viviendo su peor pesadilla. Esa imagen revivió en Carolina y Karen no solo los recuerdos dolorosos de la violencia sobre sus cuerpos, sino que les despertó la rabia, la impotencia y la frustración que estaban escondidas en alguna parte de sus memorias.  

A Carolina y Karen la vida las unió, ambas fueron víctimas del conflicto armado en el departamento de Magdalena, al norte de Colombia, y fueron abusadas sexualmente por el mismo hombre. Las dos comparten historias, dolores y victimarios. 

Esa noche ambas apagaron los televisores pero ninguna pudo dormir.  

Una sierra paradisiaca y ensangrentada 

En el norte de Colombia, a las orillas del mar Caribe, se encuentra la Sierra Nevada de Santa Marta, la montaña litoral más alta del mundo. Sus playas de arena blanca, los ríos de agua fría que bajan de las cumbres, y una gran biodiversidad, son características que por años han atraído a personas de diferentes partes del mundo. 

Estas características naturales, desafortunadamente, no solo han fascinado a turistas sino también a grupos criminales. 

Sus escarpadas montañas resguardan cultivos de marihuana y coca, y conectan enclaves cocaleros, como a la subregión del Catatumbo, en el departamento de Norte de Santander, con el mar Caribe. Desde sus playas, en botes y buques se envían grandes cantidades de cocaína con destino a Centroamérica y Estados Unidos. Mientras tanto, en gran parte de los municipios que la conforman, el Estado ha brillado por su ausencia y su coexistencia y colusión con grupos criminales ha llamado la atención. 

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Hernán Giraldo llegó a la ciudad de Santa Marta a finales de los años 60, acompañado de sus padres y hermanos, proveniente del departamento de Caldas, en el centro occidente del país. Como muchos otros, venían huyendo de los coletazos de la violencia política generada por los enfrentamientos entre los seguidores de los dos partidos tradicionales colombianos, conservadores y liberales, la cual venía azotando al país desde hacía dos décadas.  

Para ese momento Colombia se encontraba viviendo un escenario político convulso. Las facciones políticas minoritarias de izquierda habían quedado relegadas en el escenario democrático. Su descontento se vio transformado en el surgimiento de movimientos guerrilleros: Las Fuerzas Armadas Revolucionarias de Colombia (FARC) y el Ejército de Liberación Nacional (ELN)

En ese contexto y a diferencia de otros lugares, la Sierra Nevada de Santa Marta todavía era considerada un lugar con buenas condiciones para vivir. La violencia política no se vivía con tanta fuerza y los precios de la tierra eran bajos, lo que atraía la migración del interior del país. 

Giraldo, de 23 años, se vinculó a la recolección de café y más tarde a la siembra de árboles para la venta de madera, mientras su padre montó un negocio en el mercado público de Santa Marta. Allí Giraldo pasaba su tiempo libre, observando lo que sucedía.  

El mercado público era un importante punto de encuentro de la época. Campesinos,  obreros, comerciantes, y cultivadores de marihuana se encontraban allí para vender, abastecerse de alimentos y hacer negocios. Si se quería saber qué estaba pasando en alguno de los territorios de la Sierra, ese era el lugar para encontrar respuestas. 

Padre e hijo siguieron trabajando, conociendo su entorno y buscando formas de hacer dinero.  

Mientras tanto, en 1975, ciudadanos estadounidenses comenzaron a llegar a los territorios de la Sierra Nevada mediante los Cuerpos de Paz, un proyecto diseñado por el presidente estadounidense John F. Kennedy que consistía en enviar voluntarios para asistir a comunidades rurales con proyectos de desarrollo agrícola, construcción, educación y salud. 

Irónicamente, fueron los estadounidenses que llegaron a Colombia a ayudar, quienes vieron una oportunidad económica en los cultivos de marihuana que, desde mediados de los años 50, estaban sembrados en diferentes lugares de la Sierra. Algunos voluntarios que participaron en el proyecto descubrieron las propiedades de la marihuana y  comenzaron a traficarla desde norte de Colombia hacia Estados Unidos. 

Los dólares empezaron a entrar al Magdalena y los cultivadores, los transportadores y funcionarios públicos de la región empezaron a recibir su paga.  

Para ese entonces, Hernán Giraldo ya había comprado un pedazo de tierra en la Sierra y, atraído por la gran cantidad de dinero que se estaba moviendo, comenzó a sembrar marihuana y a transportarla hacia las costas del Caribe colombiano, donde los norteamericanos se encargaban de enviarla hacia Estados Unidos. 

Con el auge de la marihuana también aumentó la violencia en la zona. En 1977,  delincuentes comunes asesinaron a uno de los hermanos de Giraldo en inmediaciones del mercado público de Santa Marta. Cansado de las amenazas contra su familia y sus negocios, Giraldo creó un grupo de protección.  

Así pues, surgieron “Los Chamizos”, un grupo de protección para políticos, comerciantes y marimberos–como eran conocidos los cultivadores de marihuana de la zona–. Y fue tan efectivo que además de salvaguardar los negocios empezó a eliminar a cualquier banda existente. En tan solo dos años, Giraldo se convirtió en la única persona que compraba marihuana en toda esa región, afirmó un ex miembro del Bloque Resistencia Tayrona, comandado por Hernán Giraldo, que habló con InSight Crime bajo condición de anonimato. 

“Giraldo se vendió como una persona que podía darles inicialmente un mecanismo de cuidado y seguridad a unos cultivos [de marihuana] que tenían algunos políticos, pero también empresarios que tenían los negocios ahí en el mercado público. Entonces ellos lo patrocinaron”, aseguró el ex miembro del Bloque. 

El poder de Giraldo empezó a consolidarse, reclutó más hombres y se apropió del negocio casi por completo. Pero, otros actores armados empezaron a llegar al territorio a disputarle el control.  

A inicio de los años 80,  en el marco de la Séptima Conferencia de las FARC, se planteó la expansión de esta guerrilla al Caribe colombiano. Los Frentes 19 y 59 de este grupo se instalaron en la Sierra Nevada de Santa Marta. Esto le trajo problemas a Giraldo y a sus negocios.  

A mediados de los años 80, las FARC intentaron asesinar a Giraldo en varias ocasiones. En respuesta, Giraldo expandió el alcance de Los Chamizos y formó una especie de grupo paramilitar para defenderse de la guerrilla. Los bautizó como ‘Las Autodefensas del Mamey’, por una de las veredas de Magdalena en donde Giraldo tenía más influencia. 

Giraldo quería expandir sus redes criminales más allá del departamento de Magdalena y la violencia se convirtió en su principal herramienta para lograrlo. Mientras tanto, las FARC se mantuvieron en el territorio pero no lograron arrebatarle la influencia a ‘El Patrón’.  

Fuente: RCN Radio 

Para finales de los 80, cuando ya tenía más territorio y poder, Giraldo rebautizó su grupo como las Autodefensas Campesinas del Magdalena y La Guajira (ACMG). Ya para comienzos de los años 90, Giraldo y sus autodefensas habían logrado establecer una presencia en Magdalena y la Guajira, departamento fronterizo con Venezuela, a través de una expansión territorial violenta y alianzas con clanes locales. 

Fue en esos territorios conflictivos de Magdalena donde las historias de Carolina, Karen y sus familias se entrecruzaron con Hernán Giraldo y su grupo paramilitar. Todos coincidieron en ese mismo lugar, al mismo tiempo donde la lucha contra la guerrilla justificaba las peores barbaridades.  

Historias cruzadas 

Carolina y Karen se conocieron hace casi diez años en una fundación que acompaña a mujeres sobrevivientes del conflicto armado en el norte de Colombia. Desde entonces han permanecido cercanas.  

Carolina ronda los cuarenta años de edad. Habla despacio, pero fuerte. La fuerza de su relato moviliza y ha sido una voz de apoyo para que otras mujeres sientan confianza para narrar sus historias. Desde hace varios años acompaña a decenas de mujeres víctimas de violencia sexual y otros hechos como  homicidio, desaparición y desplazamiento forzado, con el fin de apoyarlas en sus procesos de búsqueda de justicia. Cada día intenta transformar las cicatrices que la violencia le dejó en su cuerpo y alma, ayudando a su grupo de mujeres. 

Karen tiene 35 años, es risueña y conversadora. Habla de forma suave y pausada y mientras lo hace, sus palabras reflejan la valentía de una mujer que ha asumido diferentes roles en su familia a pesar de los retos de su propia historia. Disfruta contar sus memorias, pero evita revisitar los momentos difíciles que marcaron su vida. Al hablar de la guerra su voz tiembla y refleja las heridas que todavía no han cicatrizado. 

Las dos nacieron en la ciudad de Santa Marta, la capital del departamento de Magdalena en la década de los 80. 

Aún sin conocerse, sus familias vivían situaciones similares. La vida en la ciudad era compleja y sus padres ganaban poco. Los padres de Karen vendían boletos de lotería en las calles de Santa Marta y lo que les quedaba no era suficiente para sostener a sus hijos. El padre de Carolina vendía bebidas pero el ingreso no alcanzaba para pagar la renta y solventar los gastos de la alimentación de su familia.  

Tanto a la familia de Carolina como a la de Karen, amigos cercanos o conocidos, les ofrecieron trabajar en municipios aledaños a la Sierra Nevada de Santa Marta, y sin dudarlo dos veces, decidieron mudarse.  

Carolina no recuerda muy bien el momento específico de su llegada a un pequeño pueblo de la Sierra, pero fue durante la década de los 90, cuando ella era una adolescente.  

Al momento de su llegada todo parecía tranquilo. Ella y su familia esperaban encontrarse con un lugar más habitado, pero se encontraron con un pueblo chico, poco urbanizado y más bien silencioso. Carolina recuerda que sintió desilusión. Ella esperaba un lugar con oportunidades, pero se acogió a lo que sus padres consideraban que era mejor. 

La casa a la que llegaron era pequeña pero les daba la posibilidad de trabajar desde allí, por lo que decidieron poner un restaurante. El padre de Carolina había acordado con su amigo pagar la casa con los excedentes que generara el restaurante. Tener una casa propia era un sueño realizado para la familia. 

A unos 70 kilómetros de donde estaba Carolina, Karen llegó, a mediados de los noventa, cuando tenía ocho años a un pueblo enclavado en las estribaciones de la Sierra Nevada y perdido entre la frondosa vegetación. La naturaleza era espesa, tenía diferentes tonos de verde que afloraban de los árboles con la luz del sol. Los ríos que bajaban de la Sierra dejaban piscinas naturales a su paso por el lugar mientras seguían su camino hacia el mar Caribe. 

Karen recuerda con una sonrisa nostálgica esa tierra. Su mamá y su papá habían acordado vivir en esa casa, sembrar y cuidar de los animales que tenían los dueños. La casa era  humilde, de barro y tabla, al igual que las de sus vecinos, pero ella no recuerda la escasez sino la abundancia de animales y diversión. 

La familia tenía a su cargo perros, vacas y gallinas, y a Karen le encantaba jugar con los más pequeños, con los pollitos. Todas las mañanas antes de ir a estudiar Karen y sus hermanos ayudaban a su madre a alimentar a los animales, a recoger los huevos de las gallinas mientras su padre recogía la leña para encender el fogón. 

Cuando llegaban de la escuela, los niños de las casas de alrededor se juntaban para jugar al fútbol y a la checa, un juego local similar al béisbol en el que debían golpear tapas de bebidas con palos de escobas. 

Los fines de semana iban al río. Ella, sus hermanos y otros niños del pueblo disfrutaban jugando en el agua fría que bajaba de la Sierra mientras las madres lavaban la ropa en la orilla y los padres conversaban sobre lo que había acontecido durante la semana. 

Pasaron cinco años y la familia logró adaptarse al campo y vivir una vida tranquila. Sin embargo, comenzaron a percibir cambios en el entorno.  

«Se escuchaba que por ahí llegó el ejército, que llegaron los paracos, que por ahí estaban ”, recordó Karen, haciendo referencia al sobrenombre que se utiliza en Colombia para referirse a los paramilitares. 

“A las seis ya uno estaba recogido [encerrado], uno estaba encamado, acostado, pero despierto”, nos contó Karen. 

La guerra entra al vecindario 

Al igual que Karen, Carolina comenzó a notar que la tranquilidad que existía cuando se mudó al pueblo estaba desvaneciéndose rápidamente. El pueblo que ella describe como solitario y “lleno de monte” empezó a llenarse de hombres armados en los años 90, cuando Giraldo empezó a consolidar su control territorial a lo largo de las Sierra Nevada. 

Un día, los hombres de Hernán Giraldo llegaron a cobrar extorsiones al restaurante de su padre. Carolina recuerda que a ellos les cobraban COP 50.000 ($25) y a las casas COP 20.000 ($10) para la época. Cada persona que recibiera algún tipo de ingreso, ya fuera por una tienda, un comercio, ganado o cultivo debía pagar un porcentaje de lo recibido a cambio de “protección” de la guerrilla y otras amenazas.  

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Pero las extorsiones, que Carolina recuerda agriamente, fueron solo el inicio de otras formas de control social. 

En las calles y casas comenzaron a aparecer panfletos. Los nombres de las personas que aparecían en el panfleto debían abandonar el territorio. Carolina recuerda que en su casa se despertaban con esos papeles blancos pegados en las puerta.  

“Allí decían cuál era la restricción para la salida y a quién estaban buscando. Decían que los que no se encerraran iban a ser amarrados, masacrados o algo así, y que buscaban a las personas sapas [soplonas], chismosas, que vivían sapeando [hablando de más], que las iban a recoger”, recuerda Carolina.  

Esas restricciones aplicaban para hombres, mujeres, niños y niñas. Quienes incumplieran las ordenes impuestas en estos papeles corrían el riesgo de ser amenazados, castigados e incluso asesinados.  

Había castigos ejemplificadores únicamente para las mujeres. Karen recuerda haber visto unas tres veces a mujeres barriendo la cancha o el parque del pueblo. 

“Ya la gente sabía que esas estaban peleando o estaban haciendo algo porque las mandaron a barrer”, relató.  

Otras personas, que también habitaron municipios de la Sierra en ese entonces, corroboran las versiones de Carolina y Karen. Las brujas, como eran conocidas en el territorio las mujeres que hacían rituales esotéricos, las prostitutas y las mujeres infieles no eran del agrado de Giraldo y fueron castigadas.   

También lo fueron los delincuentes comunes, las personas de izquierda y los homosexuales. Ellos tuvieron que sufrir de manera desproporcionada aberraciones y maltratos. Para Hernán Giraldo, toda persona que tuviera comportamientos contrarios al orden que él imponía, de lo que él consideraba buenas costumbres y de ‘moral’, eran una amenaza. 

Pero para Carolina y su familia, el verdadero terror se anunció con las desapariciones. Cada vez que regresaba del mercado público, el papá de Carolina le contaba sobre lo que se escuchaba en la plaza, que llegaron los grupos a medianoche a las casas, que tumbaron puertas para llevarse a los más jóvenes a la guerra y que las mamás quedaban desconsoladas llorando sus pérdidas.  

“Ahí siempre mataban, siempre desaparecían, siempre. Y no había un día que nadie desapareciera”, recordó Carolina. 

Historias similares escuchaban Karen y sus hermanos, mientras se escondían detrás de las paredes o debajo de la cama. Sus papás, bajaban el tono y los mandaban a jugar pero ellos podían ver el terror en sus caras. La inocencia y la curiosidad los hacía escabullirse para lograr escuchar esas historias, que aunque parecían de terror, ocurrían a pocos metros de su casas. 

“Hubo uno que fue torturado y que los brazos y la cabeza se la mocharon [cortaron]”, nos contó Karen, con los ojos bien abiertos como si estuviera viviéndolo de nuevo. “Primero le dieron un tiro, yo escuché a mi mamá que decía que le dieron un tiro de fusil y la cabeza le quedó como un balón espichado y que la cabeza también se la torturaron. Sí, y los brazos, así como cuando uno despresa un pollo, le quedaron así desgonzados”. 

Todo había cambiado para Carolina y Karen, la guerra se había adentrado en sus territorios. 

El abuso sexual como arma de guerra 

Para finales de los años 90, a sus 20 años, Carolina se había convertido en mamá de su primera hija. Sus días pasaban al cuidado de la bebé y ayudando a su papá con las labores del restaurante. 

Para ella era importante sentir que ayudaba en el negocio y contribuía económicamente, pese a que su papá le insistía que no era necesario. “Mi papá decía: ‘si las mujeres no trabajan, ¿por qué vas a trabajar?’. Yo decía que sí, que teníamos que trabajar porque todos éramos una familia y todos teníamos que estar ahí. Y sobre todo que yo tenía una bebé recién nacida y necesitaba ayuda. Pero él me insistía que no, porque ahí llegaban unos hombres, llegaban los paramilitares y me miraban con ojos como si me quisieran devorar”, recuerda desconcertada. 

En el fondo Carolina tenía miedo. Temía por lo que pudiera significar para ella y su hija estar expuestas en el restaurante, en un tiempo donde parecía que la violencia aumentaba a cada segundo.  

Y no era para menos, en el pueblo se empezaba a hablar de las mujeres y niñas que empezaron a ser abusadas sexualmente por parte de Giraldo y sus hombres.  

En algunos casos, Giraldo sacaba a niñas de sus casas, arrebatadas de los brazos de sus familiares. En otros casos, enviaba a sus subordinados para que las recogieran y las llevaran a las fincas de su propiedad. En todos los casos una negativa significaba la muerte. 

Muchas de esas niñas fueron forzadas a convivir con él, incluso por años. Giraldo buscaba legitimar su accionar con regalos a ellas y sus familias. Pero también era una estrategia para ejercer dominio sobre ellas. Él les regalaba cadenas de oro, joyas y celulares. Las personas evitaban siquiera mirarlas, pues estos regalos significaban que «El Patrón» ejercía control sobre ellas, aseguró un ex miembro del grupo de Giraldo.

“Hubo mucha violación, maltrato físico, secuestros. Todas las violaciones que sufrieron las niñas, fue algo muy triste”, comentó una mujer cuyo hermano fue asesinado por Hernán Giraldo, y a quien se le protege su identidad por razones de seguridad. 

Y esta realidad pronto llegó al vecindario de Carolina. Ella recuerda un día que vio a su vecina llorando desconsoladamente en la entrada de su casa. Le preguntó a su mamá qué le había pasado. “Se le acaban de llevar a la hija, le dijo su mamá.  

“Después las traían todas maltratadas, pegadas, moreteadas, golpeadas”, comentó Carolina. 

Carolina no quería caer en las manos de Giraldo y sus hombres. Ella pasaba sus días intentando no llamar la atención de nadie. Para ese entonces, ya se sabía lo que pasaba cuando alguna niña o mujer llamaban la atención de “El Patrón”.  

Lastimosamente, Carolina ya estaba en el radar de Giraldo. 

La sentencia de ser mujer 

Una noche, Carolina, y su familia estaban en el restaurante preparándose para cerrarlo. Ella y su papá estaban haciendo cuentas y organizando las mesas, cuando Hernán Giraldo llegó, acompañado de dos de sus hombres.  

Horas antes, habían pasado a cobrarle la extorsión al papá de Carolina, pero ese día no había tenido el dinero para pagarla y él había prometido recolectar el dinero para dárselo después.  

Al parecer Giraldo no había quedado contento con esa promesa. Cuando se dieron cuenta de que Carolina y su papá estaban a punto de cerrar el restaurante, uno de ellos grito: “Aquí no van a cerrar nada porque aquí quienes mandamos somos nosotros y esto se cierra cuando nosotros digamos”. 

Carolina y su padre se miraron el uno al otro y quedaron paralizados. Ninguno sabía qué hacer. 

Entonces, uno de los hombres se dirigió a Carolina y le ordenó: “Usted se queda conmigo”.  

Carolina estaba inmóvil, ella se sentía fuera de sí, no podía hablar, no podía moverse. Su papá en medio de súplicas les preguntaba: “Pero ¿por qué mi hija se tiene que quedar?”, repetía una y otra vez el papá de Carolina, intuyendo que iban a violentar a su hija y aun así no pudo hacer nada. Cada súplica del hombre parecía aumentar la rabia de Giraldo y sus cómplices. 

Los hombres de Giraldo amarraron al papá de Carolina y a los trabajadores del restaurante. También golpearon y encerraron a su mamá, que había salido a ver qué estaba pasando. A Carolina la metieron a su casa, la golpearon y tres hombres abusaron sexualmente de ella, entre ellos Giraldo. Carolina tenía 21 años.  

Antes de irse, les advirtieron que si ella o cualquiera de ellos contaba lo que había pasado los mataban.  

Apenas se fueron los hombres, Carolina, su papá y el resto de su familia se fueron del pueblo con lo que llevaban puesto. Ni ropa, ni enseres, ni siquiera alcanzaron a ponerse los zapatos, por el temor de que los hombres de Giraldo regresaran. 

Carolina tomó a su hija en sus brazos y todos empezaron a bajar la montaña hacia la vía que comunica a Santa Marta. Corrieron y corrieron, por horas, en medio de la noche y entre la espesa vegetación de la montaña. Con ampollas en sus pies y heridas en sus cuerpos, llegaron a Santa Marta a pedir posada a un amigo de la familia. 

Tres años después, en el año 2003, también en la Sierra Nevada, Karen sufrió el mismo destino que Carolina.

Los paramilitares iban de vez en cuando a la finca donde ella y su familia vivían. “Ellos llegaban y le decían a mi mamá:  ‘Cucha lávenos la ropa o cocínenos algo’. A ella, por temor de que le hicieran daño, le tocaba lavarles, le tocaba matarles un animal, hacerles sopas, cocinarles. Mi papá le buscaba el bastimento para que ella cocinara. Le correteaba la gallina, le correteaba lo que fuera”, recordó Karen. 

Karen nunca los había visto, sabía que eran hombres camuflados con botas de caucho negras por lo que decían sus familiares y vecinos. “Llegaban allá y mi mamá nos decía que nos metiéramos a la casa y que de allá no saliéramos”, y por supuesto ellos hacían caso. 

Una tarde Karen se encontraba en la entrada de su casa hablando con sus hermanos cuando vio unos hombres acercarse. Ese día ella los vio por primera vez, y ellos no le pidieron a su mamá que les cocinara, ni al papá que les matara una gallina. Ese día fue diferente. 

Ese día metieron a Karen a su casa y sacaron al resto. Su mamá gritaba y se oponía a dejar a su hija, mientras los hombres la empujaban fuera. Dentro de la casa, abusaron sexualmente de Karen. Ella tenía 15 años. 

Cuando salieron le dijeron a la familia que miraran hacia otro lado, que no se atrevieran a seguirlos porque los mataban. 

La familia desconsolada no sabía que hacer, su mamá la abrazaba y su papá se movía de un lado a otro como pensando en su próximo paso. Querían huir pero ya se había oscurecido, así que como por inercia se acostaron, esperando a que fuera de día, pero ninguno pudo dormir.  

A la mañana siguiente, pusieron en una maleta lo que les cabía y salieron caminando con lo que llevaban puesto hacia donde pasaba el bus para Santa Marta. 

Se fueron para nunca volver.  

*Mark Wilson, Olivia de Gaudemar, Camila Montoya y Alicia Florez contribuyeron a la investigación documental.