Bienvenidos a los GameChangers del crimen 2019 de InSight Crime, donde destacamos las tendencias más importantes del crimen organizado en el continente americano a lo largo del año. Este 2019 fue una especie de retrospectiva larga. El año vio un resurgimiento de grupos criminales de épocas que parecían haber quedado atrás, la llegada de nuevos presidentes que intentaron enfrentar los viejos problemas con políticas trilladas pero fallidas, el final de un experimento judicial que duró una década en Centroamérica, y dos juicios de alto perfil por drogas en Estados Unidos.
Pocos episodios ilustraron esta desconcertante sensación de déjà vu mejor que el operativo realizado en el mes de octubre en Culiacán, Sinaloa, el histórico centro del narcotráfico en México. Con diez meses en la presidencia, Andrés Manuel López Obrador finalmente parecía preparado para enviar un mensaje a las organizaciones criminales del país. Pero después de que la Guardia Nacional de México arrestara a Ovidio Guzmán López —el hijo del legendario narco, Joaquín “El Chapo” Guzmán— sus tropas se movilizaron, doblegaron a las fuerzas de seguridad y forzaron su liberación.

En el proceso, los hijos de El Chapo hicieron su más fuerte reclamo por el trono de su padre, aún vacío tras la condena de El Chapo en un juzgado estadounidense a comienzos del año. El abrumador despliegue de fuerza neutralizó la iniciativa anticrimen de López Obrador y pareció poner un signo de exclamación a la narrativa central del juicio de El Chapo: las victorias en la guerra antinarcóticos son efímeras, pero el narcotráfico es interminable.
Tras la protesta por lo que muchos consideraron una claudicación, AMLO, como se lo conoce popularmente, se vio obligado a repensar su promesa de campaña de usar “abrazos, no balazos” para combatir el crimen organizado. Mientras, los homicidios alcanzaron los índices más altos en la historia de México. Entre las víctimas se cuentan nueve miembros de una familia mormona —seis de ellos niños— que fue interceptada cerca de la frontera estadounidense por personas sospechosas de pertenecer a La Línea, otro vestigio de carteles del pasado y, posiblemente, del futuro. A menos que AMLO se afiance en su posición, es seguro que habrá más déjà vu.
Entretanto, en Colombia, varios líderes de la desmovilizada organización guerrillera —las Fuerzas Armadas Revolucionarias de Colombia (FARC), que en 2016 firmaron un acuerdo de paz con el gobierno— anunciaron en agosto que se estaban reagrupando, rearmando y retomando su cincuentenaria guerra con el gobierno. El anuncio ocurrió después de tres años de acusaciones en ambas direcciones relacionadas con el mal manejo dado por el gobierno a los programas de desmovilización en el posconflicto y con las presuntas conexiones de algunos exjefes guerrilleros con el narcotráfico internacional.
La nueva federación criminal no tiene nombre oficial, y el acrónimo FARC lo están usando otros exjefes guerrilleros que siguen comprometidos con el proceso de paz y han empleado el nombre para su partido político emergente (Fuerza Alternativa Revolucionaria del Común). Para completar la confusión, y la posible amalgama entre los grupos, hay docenas de otras empresas criminales disidentes combatiendo, extorsionando y desplazando a la población en todo el país. A ellos se les suman los remanentes de otras guerras de hace mucho tiempo para crear un mosaico criminal de una complejidad sin precedentes.
En un intento por mantener las cosas relativamente simples, InSight Crime ha optado por designar las disidencias guerrilleras con el nombre de ex-FARC Mafia, una denominación que se ajusta a la falta de matices aplicada por el gobierno de Iván Duque. La administración de Duque parece ansiosa, aunque mal preparada, para iniciar esta nueva guerra, siguiendo viejas estrategias fallidas, como las campañas de aspersión aérea generalizadas para reducir la producción de coca.
Sin embargo, el conflicto parece cada vez más inminente con la aparición simultánea de la otra facción guerrillera importante que sigue en pie de lucha, el Ejército de Liberación Nacional (ELN). La facción insurgente otrora moribunda se ha propagado en los último años al centro y este de Colombia, así como a algunas regiones de Venezuela. Allí, en suelo venezolano, el ELN y las ex-FARC Mafia han hallado un terreno fértil.
VEA TAMBIÉN: Investigación – Ex-FARC Mafia: crónica de una amenaza anunciada
Aunque Venezuela se mantiene en un estado de crisis económica, la administración de Nicolás Maduro ha logrado posponer los intentos de derrocar su régimen, entre ellos un fallido golpe militar en abril, dirigido por el diputado de la oposición Juan Guaidó y respaldado por Washington. El gobierno de Estados Unidos ha hecho ingentes esfuerzos por hallar la fórmula correcta para sacar a Maduro del poder, con lo que surgen amenazadores los fantasmas de invasiones anteriores.
El fallido golpe envalentonó a Maduro y a sus aliados criminales, tanto dentro como fuera del gobierno, quienes ahora parecen estar institucionalizando su alianza para mantenerlo políticamente solvente. De hecho, la coalición de gobierno en Venezuela cada vez se parece más a una selecta lista de empresas criminales, que incluye organizaciones narcotraficantes, grupos de milicianos, megabandas y mafias criminales carcelarias.
Si alguna salida hay en Venezuela, pueden ser las elecciones. En otros países de la región, las elecciones de 2019, produjeron algunos resultados inesperados. Por largo tiempo presidente de Bolivia, Evo Morales —el arquitecto de su propia democracia al estilo de Venezuela— fue derrocado después de anunciar su victoria en su intento por afianzar un cuarto periodo presidencial en octubre pasado. La oposición clamó que había habido fraude, y posteriormente los observadores de la Organización de Estados Americanos (OEA) confirmaron sus sospechas de manipulación generalizada de votos. Hubo protestas, y, ante un ultimátum del ejército, Morales huyó al exilio. La nueva presidente interina autoproclamada, Jeanine Áñez, milita en el espectro político opuesto a Morales, y las cosas pueden complicársele con el repunte de la producción de coca y con el país dividido.
En Argentina, Alberto Fernández, exjefe de gabinete de Cristina Fernández de Kirchner, volvió a unirse con su antigua jefa y puso de cabeza la aspiración de Mauricio Macri para un segundo periodo en las elecciones de octubre. El equipo de seguridad de Macri profesionalizó la recolección de información y la transparencia, ayudó a depurar la policía y redujo los homicidios, pero también aumentó el encarcelamiento por delitos menores de drogas. El macrismo también padeció por corrupción de alto nivel en algunas de las instituciones más importantes de la lucha contra el crimen en el país, aparte de la policía. Fernández, quien se posesionó en diciembre, parece dispuesto a adoptar una estrategia más blanda, pero antes tendrá que buscar un arreglo para compartir el poder con la vicepresidenta Fernández de Kirchner.
La política del presidente de El Salvador Nayib Bukele desde que asumió el poder en junio, tras ganar las elecciones de manera convincente en febrero, no ha sido blanda. Bukele —elocuente exalcalde de San Salvador que alguna vez negoció con las pandillas para renovar el centro de la ciudad— ha mantenido en gran medida la estrategia de seguridad de mano dura de su predecesor con mejores resultados. Los homicidios tocaron su punto más bajo en dos décadas, aun después de tener en cuenta algunos cambios en la forma en que el gobierno lleva las estadísticas. Bukele se presenta como un presidente alternativo, más moderno —prefiere gobernar vía Twitter— que los mandatarios de los dos partidos tradicionales que dirigieron el país durante los últimos treinta años. Al final, sin embargo, Bukele puede estar más cerca de la política salvadoreña tradicional de lo que él quisiera admitir.
El vecino de El Salvador, Guatemala, también parece de regreso a su statu quo. A comienzos de siglo, las élites tradicionales apoyaron la candidatura de Oscar Berger, quien desde la presidencia inició un periodo de limpieza social por parte de las fuerzas de seguridad y los ministerios por igual. Esta vez, su candidato fue Alejandro Giammattei, quien se vio implicado en ejecuciones extrajudiciales, durante su servicio como jefe del sistema penitenciario, en el mandato de Berger.
En enero, Giammattei recibirá el cargo de Jimmy Morales, el asediado y beligerante mandatario que acabó con un experimento judicial que se había iniciado en el periodo de Berger. La Comisión Internacional contra la Impunidad en Guatemala (CICIG) —un organismo conformado por fiscales extranjeros, avalado por las Naciones Unidas y financiado en gran parte por Estados Unidos— obtuvo a duras penas aprobación del congreso en 2007, y procedió a voltear cabeza abajo a las élites políticas y empresariales, abriendo procesos contra algunas de las mismas figuras que habían respaldado su formación.
La pugna entre la CICIG y Morales fue especialmente infame. La comisión, trabajando con el Ministerio Público, acusó formalmente al presidente de financiación ilegal de su campaña presidencial en 2015, y acusó de corrupción a su hijo y su hermano. Morales contraatacó: logró hacer lobby entre sus aliados en la administración de Donald Trump para que recortaran la ayuda financiera y el respaldo político a la CICIG, ignorando la constitución de Guatemala. En septiembre, la comisión hizo sus maletas y dejó el país.
VEA TAMBIÉN: 5 lecciones del experimento contra la corrupción en Guatemala
Una ola antifiscales semejante parece lista para caer también sobre Honduras. Tras apoyar en un inicio la creación de la Misión de Apoyo contra la Corrupción y la Impunidad en Honduras (MACCIH) —la versión de la CICIG avalada por la OEA en Honduras— el presidente Juan Orlando Hernández se ha visto acorralado por investigaciones dentro y fuera de las fronteras de su país. En Honduras, la MACCIH, en conjunto con la Fiscalía General de la República, colaboró en la condena de la ex primera dama, Rosa Elena Bonilla de Lobo, por cargos de corrupción. Su esposo, Porfirio “Pepe” Lobo, quien fuera el padrino político de Hernández en su Partido Nacional, también enfrentó acusaciones de robo de por lo menos US$1 millón en fondos del gobierno durante su mandato (2010-2013).
En Estados Unidos, las cosas se pusieron peores para Hernández, pues su hermano, Antonio “Tony” Hernández, fue sometido a un juicio por narcotráfico que acaparó titulares y terminó con su condena. Durante el juicio, varios testigos declararon que primero como candidato y luego como presidente, Juan Orlando Hernández les ayudó o prometió ayudarles a cambio de apoyo político y financiero. El presidente negó todas estas acusaciones, pero el nudo puede estar cerrándose, lo que lo llevaría a no renovar el mandato de la MACCIH en las próximas semanas.
Entre todos estos países, Brasil es quizás el que más refleja un retorno al pasado. El exoficial del ejército ahora convertido en presidente Jair Bolsonaro envalentonó a las fuerzas de seguridad de una forma que no se veía desde que los militares estuvieron en el poder, hace treinta años. Desde el inicio, ha habido números récord de ejecuciones policiales de delincuentes sospechosos y denuncias de torturas en las prisiones. Pese a eso, la amenaza criminal más poderosa del país, el Primer Comando de la Capital (Primeiro Comando da Capital, PCC), sigue extendiéndose en Paraguay, donde está consolidando su control sobre el sistema carcelario guaraní.
En ese proceso, Bolsonaro ignora las lecciones del pasado —en particular que los esfuerzos del gobierno militar por llenar las prisiones del país con grupos criminales y disidentes políticos fue lo que llevó a la formación de grupos como el PCC en primer lugar— y propone leyes más liberales sobre la tenencia de armas y la intersección con milicias de derecha. Bolsonaro, como muchos de sus homólogos, sigue como si nada, presto a a hacer un movimiento de retroceso de cara al futuro, donde el crimen organizado no demorará en sacar provecho. Otra vez.
Imagen superior: Fotografía de Associated Press de la captura de Ovidio Guzmán López