Cuando el presidente venezolano Hugo Chávez sucumbió al cáncer en 2013, ya se avistaba en el horizonte una tormenta perfecta de diferentes crisis para su vicepresidente y sucesor.

Muerto el líder y fundador de la Revolución Bolivariana, el reclamo de legitimidad democrática de Maduro se materializó en unas elecciones especiales que ganó por un estrechísimo margen.

Es más, la economía venezolana estaba al pie de un despeñadero que devastaría la población y dejaría al Estado casi en bancarrota. Eso agravaría la inseguridad y la delincuencia, además de la pobreza y el malestar social, que, a su vez, reforzarían el respaldo popular e internacional hacia la oposición política.

Para completar, Maduro no tenía ni el carisma popular ni el respaldo al interior del movimiento político chavista o del Ejército venezolano, que Chávez había aprovechado para mantener la unidad y su comodidad en el poder.

*Este artículo hace parte de una serie de cinco partes que describen la creación del Estado híbrido en Venezuela. Lea los demás capítulos de la investigación, el informe completo y la cobertura relacionada sobre Venezuela.

La respuesta de Maduro fue construir uno de los legados más turbios de la era Chávez: la convergencia del Estado venezolano con grupos armados y con el crimen organizado. Lo que siguió llevó a Venezuela por una vía inexplorada de evolución criminal.

En la actualidad, grupos criminales y actores estatales corruptos se unieron para formar un Estado híbrido que combina la gobernanza con la criminalidad, y donde los grupos armados ilegales actúan al servicio del Estado, mientras que en su interior se conforman redes criminales.

Grupos armados híbridos: a apuntalar la revolución

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Los grupos armados no estatales adversarios se enfrentan o compiten directamente con el Estado debido a que tienen objetivos criminales o políticos divergentes. Pueden atacar o enfrentarse al Estado, el Estado puede perseguir activamente al grupo, o el grupo puede tratar de evitar por completo los enfrentamientos con el Estado.

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Los grupos armados no estatales cooperativos mantienen relaciones mutuamente beneficiosas con elementos del Estado que son de alcance limitado, con objetivos específicos y suelen ser de naturaleza transaccional. A través de acuerdos ad-hoc o convenios recíprocos, los grupos y elementos del Estado practican intercambios de recursos económicos, en forma de dinero o acceso a economías criminales; así como prestan servicios, tales como protección e impunidad, suministro de armas o equipos militares, acceso y control de territorios, y violencia por encargo.

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Los grupos armados híbridos son organizaciones cuya cooperación y coordinación con elementos del Estado es sistemática y constituye una característica esencial de sus operaciones. Sus intereses y objetivos, ya sean políticos, económicos o estratégicos, se han entrelazado con una o varias ramas del Estado a nivel local, regional y/o nacional. Estos grupos coordinan habitualmente acciones y estrategias con sus aliados estatales, y se puede presentar cierto nivel de integración de personal, recursos y operaciones.

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Los grupos incrustados en el Estado son redes delictivas cuyos principales líderes y miembros principales ocupan cargos dentro del Estado. Pueden aprovechar esta posición para obtener beneficios ilícitos, o pueden actuar ilegalmente para promover los fines y objetivos de sus posiciones estatales. En sus funciones delictivas paralelas se organizan para llevar a cabo, controlar, o explotar de manera sistemática actividades ilegales, bien sea de forma independiente o en cooperación con actores no estatales o híbridos.

Los primeros grupos definidamente híbridos de Venezuela se conformaron a comienzos de la década del 2000 con un fin primordial: mantener a Chávez en el poder.

Empezó con los colectivos, término aplicado a las organizaciones políticas de base que abarcaban el espectro desde militantes armados y subversivos hasta organizaciones sociales y culturales que atendían comunidades desprotegidas.

En un inicio, Chávez había tomado medidas para integrar estas organizaciones en su movimiento político, por medio de la red de los “Círculos Bolivarianos”, que ofrecía recursos estatales para reunir estos grupos entre ellos mismos y con el Estado. Después de que demostraran ser esenciales en la movilización de las protestas populares que reinstauró a Chávez en el poder después de un golpe militar de 48 horas en 2002, el gobierno llevó las cosas mucho más lejos, con la entrega de armas, financiamiento y entrenamiento.

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“Estos grupos pasaron de ser ideológicos a recibir entrenamiento militar”, comentó un exgeneral del Ejército, quien habló con InSight Crime bajo reserva de su identidad. “Cuando uno ve que la amenaza interna para el gobierno venía de la oposición política, entonces uno entiende que los estaban entrenando para combatir a la oposición”.

Un cambio similar se observó en la frontera de Venezuela, donde se estaban acumulando tensiones con Colombia, a la que Chávez calificó de “peón” de su principal adversario político en el escenario mundial: Estados Unidos.

Aun antes de subir al poder, Chávez había cultivado lazos políticos con las insurgencias izquierdistas de Colombia, las Fuerzas Armadas Revolucionarias de Colombia (FARC) y el Ejército de Liberación Nacional (ELN), así como con el grupo guerrillero de Venezuela, denominado Fuerzas Bolivarianas de Liberación (FBL). Pero cuando se distorsionaron las relaciones con Colombia y Estados Unidos, Chávez tomó medidas para integrar estos grupos a sus planes geopolíticos.

Lo que comenzó como apoyo ideológico a su lucha evolucionó en una coordinación sistemática y en intercambios de recursos y servicios como armas, suministros y lavado de dinero, todos dirigidos al logro de objetivos estratégicos comunes.

“Era evidente que el Estado estaba financiando o apoyando los movimientos subversivos guerrilleros con el fin de que si en algún momento ocurría una intervención, una invasión, contaran con un elemento armado adicional que pudiera participar” en la lucha, comentó Liborio Guarulla, quien fungió como gobernador del estado fronterizo de Amazonas entre 2001 y 2017.

“Instalaron campamentos en la región fronteriza y yo temía hacer una denuncia oficial como gobernador, ya que cuando hablaba con funcionarios de alto rango del gobierno, todos me decían lo mismo: que esa era la orden de arriba”, añadió Guarulla.

El ascenso de estos grupos armados híbridos en Venezuela se vio igualado por la proliferación de redes criminales insertadas en el Estado, una tendencia motivada por la misma lógica: proteger el poder de Chávez.

Chávez se aseguraba el respaldo de las fuerzas de seguridad y de poderosos actores políticos otorgándoles cargos a los partidarios del régimen, quienes, a su vez, usaron esos cargos para montar redes de corrupción dedicadas a malversar los recursos públicos. Al mismo tiempo, mostró connivencia hacia la creciente participación de actores del gobierno en economías criminales, como el narcotráfico transnacional.

Este proceso llevó al surgimiento de las redes criminales insertadas en el Estado más importantes y poderosas de la era Chávez, las células narcotraficantes conocidas en conjunto como el Cartel de los Soles, en referencia a la insignia solar en los uniformes de los generales del Ejército.

Economías híbridas y gobernanza: Chávez pone las bases

En 2006, Chávez ganó la reelección con una victoria aplastante. Era popular entre los votantes en el país y gozaba del respaldo de aliados regionales en el exterior por la llegada al poder de varios gobiernos de izquierda en América Latina. Además, había reconfigurado el Estado de manera que se premiara la lealtad y se marginara el disenso.

Los enemigos de Chávez planteaban una amenaza cada vez menor a su poder, pero en su segundo mandato comenzó a enfrentar enemigos mucho más insidiosos: el deterioro económico y la descomposición social.

Una vez más, las soluciones que implementó acelerarían el desarrollo del Estado híbrido, que llevarían al surgimiento de nuevas formas de economías híbridas para captar recursos y a la gobernanza híbrida para controlar espacios ingobernables.

Después del derrumbe de los precios del petróleo tras la crisis económica global de 2008, Chávez quiso explotar la riqueza mineral del estado de Bolívar para compensar los ingresos perdidos. Sus esfuerzos por nacionalizar el sector minero fallaron estrepitosamente, pero el sector minero informal, controlado por las bandas, llenó el vacío dejado por el colapso de la industria y ofreció nuevas oportunidades criminales.

Las bandas mineras, conocidas como sindicatos, estaban presuntamente bajo la protección y el patrocinio del general retirado Francisco Rangel Gómez, antiguo camarada de Hugo Chávez en el Ejército, quien fue gobernador de Bolívar entre 2004 y 2017.

“Hay un grupo en el gobierno regional que está armando criminales y asignándoles responsabilidades sobre ciertas zonas”, relató el exoficial de inteligencia José Lezama Gómez en una declaración juramentada presentada a la Asamblea Nacional en 2016.

Esta combinación de bandas delincuenciales y oro convirtió la minería en una economía híbrida: controlada en parte por la delincuencia y en parte por el Estado.

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Al mismo tiempo se vivía una escalada de las tasas de homicidios y los delitos predatorios, que le valieron a Venezuela la deshonrosa distinción como uno de los países más violentos del mundo. La violencia afectó especialmente las zonas urbanas desfavorecidas, y, de manera más espectacular, los centros penitenciarios, donde las denuncias de bandas carcelarias armadas con armas semiautomáticas enfrentándose entre ellas, y con los guardias, sacudieron el mundo.

Esta vez, la solución que buscó el gobierno fue una forma de gobernanza híbrida, que usaba el crimen organizado para imponer orden en el caos.

Este fenómeno comenzó en las prisiones, donde el gobierno cedió el control del interior de las mismas a los jefes de bandas conocidos como pranes. A cambio de mantener la paz, no solo se permitió a los pranes elegidos que gobernaran la vida en prisión, sino que también se les otorgó control —y se les permitió lucrarse— de todos los movimientos dentro y fuera de las prisiones, desde las visitas, hasta productos de primera necesidad como víveres, e incluso contrabando, como drogas y licor.

“Ellos reconocieron la importancia de los pranes negociando y llegando a acuerdos con ellos: el pran es una autoridad. Esto ofrece una perspectiva interesante de la política, porque con ellos las cosas funcionan bien”, como le dijó a InSight Crime la exdirectora nacional del sistema de prisiones, dependiente del Ministerio de Justicia, Mónica Fernández.

La cesión del poder a los pranes sentó un precedente: la gobernanza negociada entre grupos armados y el Estado para beneficio mutuo.

Pronto se aplicó la misma lógica por fuera de los muros de las prisiones con los acuerdos de las “Zonas de Paz”, en el marco de los cuales se retiraron las fuerzas de seguridad de territorios controlados por las bandas a cambio de que estas se comprometieran a reducir la violencia y, eventualmente, a desarmarse. Pero aunque hubo un repliegue de las fuerzas de seguridad, las bandas incumplieron su parte del acuerdo, y dieron inicio a una nueva era de gobernanza criminal para muchas comunidades.

Maduro y el nuevo Estado híbrido

Bajo el régimen de Nicolás Maduro, el rol de los grupos armados híbridos existentes comenzó a evolucionar y extenderse, mientras que se presentaron nuevas oportunidades a grupos que antes fueron antagonistas o cooperadores de asegurar ventajas convirtiéndose en híbridos.

Cuando creció la oposición al nuevo gobierno, los colectivos se transformaron en grupos de choque chavistas desplegados para reprimir con violencia las protestas populares masivas que se extendían por todo el país.

Las amenazas al régimen de Maduro también alteraron su relación con los grupos guerrilleros. La insurgencia de Colombia evolucionó para convertirse en grupos paramilitares a favor del Estado venezolano y se autoproclamaron defensores de la Revolución Bolivariana.

InSight Crime ha recopilado evidencia que muestra que tanto los colectivos como las guerrillas se han coordinado directamente con las fuerzas de seguridad para atacar a enemigos y rivales comunes, incluso llevando a cabo operativos conjuntos lado a lado.

“[Durante las protestas contra Maduro] era difícil saber quién hacía estas cosas, quién asesinaba, porque las fuerzas de seguridad y los colectivos trabajaban hombro a hombro, y los colectivos tenían uniformes del Ejército”, comentó un funcionario municipal del estado de Lara, quien pidió que se mantuviera su anonimato por temor a represalias.

En épocas de elecciones, también había despliegues de colectivos y guerrillas, que en ocasiones usaban una combinación de coerción violenta y sobornos para movilizar, controlar, o suprimir a los votantes en las zonas donde ellos tenían presencia, siempre a favor del gobierno de Maduro.

Aunque los observadores internacionales regresaron al país para las elecciones locales y regionales de 2021, la interferencia de los híbridos era evidente, en especial en rincones alejados, donde llegaban pocos observadores, como las zonas rurales del estado de Táchira, plagado de guerrillas.

“[El ELN] llegaba a los centros de votación y se estacionaban en las puertas y no dejaban pasar a nadie que dijera que no iba a votar por los candidatos del gobierno”, comentó un funcionario local del municipio del Táchira, Seboruco. “Y en el caso de Los Ríos, que es su epicentro, retiraron a los testigos electorales y encerraron a los trabajadores de los puestos en los centros [durante la votación]”.

Pero las funciones de los grupos armados híbridos no se han limitado a la represión política. Y la nueva generación de híbridos no son apenas simpatizantes en el plano ideológico, también hay grupos criminales sin interés en la política más allá del provecho particular.

En el nuevo Estado híbrido de Maduro, cualquier cosa es posible: narcotraficantes financian obras públicas, colectivos administran servicios públicos, pranes coordinan traslados de presos, y hay bandas que han creado fundaciones de beneficencia, las cuales reciben financiación estatal para cualquier cosa, desde programas deportivos hasta clínicas.

Esta delegación de las funciones del Estado también ha permitido al régimen de Maduro canalizar recursos y oportunidades económicas hacia los grupos armados, creando así una relación clientelista.

Esto es más evidente con el programa subsidiado de alimentos que manejan los Comités Locales de Abastecimiento y Producción (CLAP), cuyas cajas de productos básicos son distribuidas y, en muchos casos, vendidas a precios inflados por colectivos, guerrilleros y bandas. Y el caso es más extremo con los colectivos, que se lucran no solo de las cajas de los CLAP, sino también del control que ejercen con la venia del Estado sobre estaciones de combustible subsidiado, vivienda, transporte público, gas para uso doméstico y hasta el suministro de agua.

“[Los colectivos] han perdido la ideología que tenían al comienzo y han adoptado un carácter clientelista”, comentó un exjefe de policía del estado Lara, quien habló con InSight Crime bajo la condición de que se mantuviera su anonimato.

Pero las oportunidades económicas no solo fluyen del Estado hacia los grupos armados.

El gobierno de Maduro, al borde de la bancarrota, solo puede pagar salarios de hambre a las fuerzas de seguridad cuya lealtad es necesaria para mantenerlo en el poder. Y las ganancias de la corrupción, que se usaron para comprar la lealtad de aliados políticos y de la cúpula de la seguridad, se han agotado.

El Estado híbrido ofreció soluciones al permitir que las redes criminales insertadas en el Estado trabajaran con los grupos armados en las economías criminales, y al dar vía libre al surgimiento de nuevas formas de economías híbridas, donde bienes y recursos legales controlados por el Estado se solapan con las cadenas de suministro de la delincuencia.

Las economías criminales tradicionales, como el narcotráfico, son controladas mediante modelos cooperativos por redes criminales insertadas en el Estado y sus cómplices criminales. Las ganancias se dividen con los actores estatales, o se les entrega una parte, para garantizar la protección y facilitar las operaciones.

Actores estatales y grupos criminales se lucran de estas nuevas economías híbridas, como el tráfico de chatarra, los mercados negros, el contrabando de mercancía y el de gasolina.

“No queda ningún oficial [del Ejército], porque los que tenían una pizca de dignidad se fueron, y los que quedan solo están esperando su turno para golpear la piñata”, comentó un oficial retirado del Ejército, que habló con InSight Crime bajo la condición de anonimato. “Todas las fuerzas de seguridad son mercenarios actualmente”.

La economía híbrida original —el tráfico de oro— mantiene su importancia, y el estado Bolívar, rico en este mineral, se ha convertido en un microcosmos de las nuevas economías híbridas.

Bajo el régimen de Maduro, el estado Bolívar se ve acorralado por actores políticos y fuerzas de seguridad de todo tipo de jerarquía, algunos locales y otros de afuera de la región, todos ávidos de ganancias del oro y alineándose con los distintos grupos armados que participan en minería. Cada quien trabaja para su propio beneficio, y aunque en ocasiones cooperan, otras veces sus intereses chocan. La única norma es que el gobierno central tiene su tajada.

“En las minas, los sindicatos están a cargo”, le declaró a InSight Crime un minero en Tumeremo, quien solicitó que se mantuviera su anonimato por razones de seguridad. “Pero el sindicato debe hacer pagos mensuales a las fuerzas de seguridad y también se manda una tajada grande a la gente del gobierno”.

Los nexos cada vez más estrechos entre el Estado y los grupos armados también han llevado a un solapamiento cada vez mayor de personal y líderes, pues ambas partes comenzaron a pasarse hacia el lado de los otros.

Algunos grupos armados incursionaron en política, postulando a sus parientes y cómplices como candidatos o patrocinando a políticos escogidos por ellos mismos.

Algunos lanzaron sus propios partidos políticos, como la guerrilla de las FBL, cuya Corriente Revolucionaria Bolívar y Zamora (CRBZ) ganó el control de los municipios del estado de Apure y se hizo a varios escaños en la Asamblea Nacional.

El colectivo Tupamaro llevó esta evolución un paso más adelante al convertirse en partido político en propiedad, pero respaldado por la amenaza latente de la acción armada.

“Si no se nos da un espacio para expresarnos políticamente, entonces [el rearme] sería una opción. No se ha descartado”, afirmó el líder de los Tupamaros, William Benavides, en conversación con InSight Crime.

Por otro lado, los actores estatales comenzaron a tomar control directo de los grupos armados. InSight Crime ha investigado casos de jefes de policía y alcaldes locales o cómplices suyos que asumen control directo sobre las bandas, o que las usan como brazo armado clandestino para hacer el trabajo sucio.

“El control social [de la banda] les permitió ejecutar acciones ‘soterradas’, y el alcalde tenía interés en mantenerlos como brazo armado para hacer el trabajo sucio por él”, comentó un exjefe de policía en un municipio del estado Miranda donde se selló dicho acuerdo, hablando con InSight Crime bajo la condición de anonimato.

“De hecho, el alcalde no tiene guardaespaldas de la policía. Sus guardaespaldas pertenecen a la banda”, añadió.

En los ejemplos más extremos, el mismo gobierno se ha convertido en una empresa criminal.

Esto llegó a un culmen en la administración del gobernador Omar Prieto, del estado Zulia. Prieto y sus secuaces dentro y fuera del gobierno extorsionaban y confiscaban negocios. Empezaron a disputar el contrabando de gasolina, mercancías y chatarra, usando la autoridad del cargo para expulsar a otros actores. Y usaron a la policía para eliminar a sus rivales.

“El proyecto político de Omar Prieto como gobernador era un proyecto criminal en el poder político”, comentó un antiguo líder político chavista del estado Zulia, hablando con InSight Crime bajo anonimato.

Sin embargo, Prieto perdió su aspiración a la reelección en 2021, lo que indica que aun en el Estado híbrido de Maduro, hay límites para los extremos a los que pueden llegar en la criminalidad los actores políticos.

Ahora, celebrando 10 años en el poder, Maduro parece haber superado lo peor de la tormenta. La economía, aunque sigue en recesión, al menos se ha estabilizado. La oposición política es débil y está dividida. Maduro ha acumulado cargos claves en el gobierno nacional y regional, con aliados y partidarios del régimen. Y Venezuela está reintegrándose poco a poco en la comunidad internacional.

Pero para salvaguardar su posición, Maduro precisa de legitimidad en su país y en el exterior. La criminalidad descontrolada que ayudó a mantenerlo en el poder puede representar un obstáculo para lograr esa meta. Se enfrenta con un nuevo desafío: imponer orden en el Estado híbrido que creó. Y la pregunta que enfrenta ahora es si puede devolver este singular genio a la botella.