Resumen ejecutivo

En América Latina, la participación de las mujeres en el crimen organizado ha estado en la sombra de los análisis académicos y el debate público, dado el dominio masculino en las distintas economías ilegales y la tendencia a ver la actividad criminal como “cosa de hombres”. Sin embargo, un examen más detallado del narcotráfico, la trata de personas y el tráfico de migrantes, basado en el lente de género, permite apreciar los distintos roles que desempeñan las mujeres.

Tras examinar diferentes documentos, datos e información obtenida en campo, esta investigación, realizada por el Observatorio Colombiano de Crimen Organizado de InSight Crime y la Universidad del Rosario, complejiza los papeles femeninos al interior del crimen organizado y cuestiona la tendencia a representar a las mujeres únicamente como víctimas, o en algunos casos como victimarias.

Desde cocineras y raspadoras hasta dueñas de imperios de la droga o redes de tráfico y trata de personas, las mujeres operan de una manera versátil y se mueven en un espectro amplio de roles, desafiando la división existente del trabajo basada en género, al tiempo que conviven con organizaciones criminales que siguen imponiendo un modelo patriarcal.

*Esta investigación del Observatorio Colombiano de Crimen Organizado de la Universidad del Rosario y de InSight Crime revela la complejidad de los roles femeninos dentro del crimen organizado y cuestiona la tendencia a presentar a las mujeres exclusivamente como víctimas o, en algunos casos, victimarias. Descargue el informe “Mujeres y crimen organizado en Latinoamérica: más que víctimas o victimarias” aquí.

Mediante la descripción de estos roles, la elaboración de dos casos de estudio sobre mujeres y pandillas en El Salvador y trata de personas y tráfico de migrantes en la frontera colombo-venezolana en Cúcuta, y la construcción de perfiles de algunas de las más grandes protagonistas del crimen organizado en los últimos tiempos, la investigación adquiere rostro de mujer.

El documento también analiza el uso de la violencia por parte de las mujeres, una característica comúnmente atribuida a los hombres y el comportamiento masculino, pero que también es una herramienta utilizada por las mujeres en algunas estructuras de crimen organizado.

Con base en lo anterior, así como en el examen de los principales factores que llevan a las mujeres a entrar al crimen organizado, se desarrolla una serie de recomendaciones a los gobiernos y autoridades locales y nacionales, orientadas a atender a un fenómeno que, además de subanalizado, está en pleno crecimiento.

Introducción

El crimen organizado es, sin lugar a duda, uno de los principales desafíos que azota a América Latina. Entre sus efectos disruptivos, los altos niveles de violencia que caracterizan a la región son particularmente alarmantes. El incremento de los indicadores de violencia en la mayoría de los países latinoamericanos, entre ellos homicidios, casos de abuso sexual y robos, está estrechamente relacionado con el aumento de las actividades de grupos criminales. Desde los años noventa, la apertura de las economías, en combinación con la debilidad institucional de los Estados y factores sociales como la pobreza y la desigualdad, favorecieron el crecimiento de actividades transnacionales como el narcotráfico, el tráfico de armas, la trata de personas y el tráfico de migrantes, y convirtieron a América Latina en la región donde las dinámicas criminales han visto un mayor crecimiento a nivel mundial.

Si bien la participación de las mujeres en el crimen organizado ha sido comparativamente menor que la de los varones, en tiempos recientes se ha acrecentado y diversificado. Una breve mirada al panorama carcelario latinoamericano permite apreciar un aumento de la población de mujeres por delitos asociados al crimen organizado, en especial el narcotráfico, actividad por la cual estas ingresan más frecuentemente al sistema penitenciario. En la última década (2009-2019), la población carcelaria de mujeres aumentó un 52 por ciento, más del doble de lo que creció el total de esta población en América Latina.

Lógicamente, el número de mujeres encarceladas varía considerablemente según el país y sigue siendo una minoría de la población penitenciaria total, oscilando entre 4.5 y 10 por ciento según la nación en cuestión. Sin embargo, en algunos contextos de actividad criminal intensiva, como Colombia y México, el incremento en el número de mujeres en prisión ha sido exponencial. Mientras que en Colombia la población carcelaria femenina ha crecido un 484 por ciento durante los últimos 30 años, según datos del Instituto Nacional Penitenciario y Carcelario (INPEC), en México, solo entre 2010 y 2015, esta población aumentó un 56 por ciento, según datos del Instituto Nacional de Estadística y Geografía.

Pese a lo anterior, el papel de las mujeres en las actividades criminales continúa en la sombra de los estudios y de las políticas públicas sobre violencia y crimen organizado en América Latina. Debido a la escasez de información y cifras, las investigaciones sobre el tema son limitadas, aunque han aumentado considerablemente en la última década.

La relativa invisibilidad de las mujeres en los debates acerca del crimen organizado también es producto de la percepción generalizada de estas como apéndices de sus compañeros varones dentro de las estructuras criminales, en particular, como amantes u objetos sexuales. Los estereotipos de las mujeres como dependientes y débiles refuerzan a su vez la noción de que son incapaces de tomar decisiones independientes en relación con los negocios ilegales.

Ignorar los roles diferenciados desempeñados por las mujeres al interior de los grupos y las economías criminales limita una comprensión íntegra del crimen organizado al no brindar un panorama completo sobre este fenómeno. Para llenar este vacío, el presente documento ofrece una caracterización de la participación de las mujeres en tres de las principales economías criminales que se observan en América Latina: narcotráfico, trata de personas y tráfico de migrantes.

Una revisión exhaustiva de la literatura existente sobre crimen organizado y mujeres en la región permite apreciar que, en las tres economías ilícitas señaladas, las mujeres no solo ejercen una multiplicidad de roles, sino que oscilan fluidamente entre la condición de víctimas y objetos y la de protagonistas y sujetos activos de las acciones criminales.

El género constituye un lente analítico particularmente útil para evidenciar los distintos papeles que ejercen las mujeres en los grupos de crimen organizado. Especialmente cuando se consideran los significados y comportamientos construidos socialmente, que se imponen a hombres y mujeres por igual, que se utilizan para dividir sus posiciones sociales y establecer una jerarquía basada en el dominio masculino y la inferioridad y sumisión femenina.

Esto será indispensable para el desarrollo de políticas públicas más sensibles a la presencia creciente, pero diferenciada, de estas en el quehacer criminal. En lugar de ser exclusivamente víctimas o subordinadas a hombres —roles que no hay que minimizar, ya que resultan precisamente de una división del trabajo criminal basada en el género— el documento pretende mostrar que las mujeres también ejercen distintos papeles por voluntad propia, que estos pueden ser protagónicos y que a veces son de liderazgo. Algunos de ellos implican también el uso regular de la violencia, otra conducta disonante con las ideas dominantes acerca de lo supuestamente femenino.

El documento explora los roles de las mujeres en el crimen organizado en América Latina en cuatro secciones. Para su elaboración se consolidó una extensa base bibliográfica consistente en textos académicos, informes oficiales, reportes de entidades multilaterales y de organismos no gubernamentales e informes de prensa.

A su vez, se revisaron bases de datos institucionales en varios países de la región, pudiendo constatar con dicho ejercicio que Colombia y México presentan un avance estadístico significativo en relación con el resto en lo concerniente al crimen organizado. Para la construcción de los casos de estudio incluidos en el documento, fueron realizadas visitas a terreno y entrevistas en El Salvador y Colombia.

En la primera sección se introduce la perspectiva de género como lente analítico y se discute su importancia para el estudio del crimen organizado y la comprensión de la participación de las mujeres en él. Además de ilustrar el impacto del género en las formas en las que hombres y mujeres se involucran, de manera diferente, en las actividades criminales, se muestra que los estereotipos de género asociados al crimen organizado actúan para invisibilizar la variada participación de ellas.

En la segunda sección se caracterizan los roles desempeñados por las mujeres en las tres economías criminales seleccionadas —narcotráfico, tráfico de migrantes y trata de personas—, con el fin de destacar su nivel de participación en cada una. Un estudio de caso sobre la trata de personas en Colombia permite poner en contexto el espectro de roles descritos en esta sección.

En la tercera sección, se construye una serie de perfiles de mujeres latinoamericanas cuyo protagonismo en diversas economías ilícitas permite evidenciar aquella parte del espectro criminal que las involucra y que ha pasado desapercibida en la mayoría de los análisis existentes, así como el uso variado de la violencia en el contexto de estos liderazgos.

El segundo caso de estudio, que examina el involucramiento de las mujeres en las pandillas juveniles en El Salvador, complementa el análisis al enfocarse en las conductas violentas de estas jóvenes. El ejercicio descrito busca desnaturalizar dos suposiciones dominantes acerca de la incidencia de las mujeres en el crimen organizado: que estas solo ejercen roles subordinados y por obligación, y que si cometen actos violentos no es por decisión autónoma sino por manipulación, control por parte de los varones, o alguna desviación emocional.

Finalmente, en la última sección, se ofrecen algunas conclusiones y se formula un conjunto de recomendaciones de políticas públicas a partir de los análisis realizados.

Género y crimen organizado

Como se afirmó anteriormente, desde la perspectiva de género, los atributos y comportamientos que se asocian con hombres y mujeres no son naturales ni biológicos sino construidos socialmente. Además de establecer las características que cada uno debe poseer y los roles que debe desempeñar, el género ordena estos jerárquicamente en función de la presunta superioridad de los varones y la inferioridad de las mujeres. Ello redunda en la constitución de arreglos de género, es decir, en “reglas de juego, algunas formales —constituciones, leyes, decretos, resoluciones—, otras informales —convenciones culturales, costumbres y prácticas cotidianas—, que regulan las relaciones entre hombres y mujeres”.

Los arreglos de género se manifiestan en todas las actividades sociales, y el crimen organizado no es la excepción, pues las relaciones diferenciales entre hombres y mujeres conllevan una amplia diversidad en sus formas de involucramiento en dicha empresa. Esto quiere decir que, tal y como pasa en las esferas legales, en la ilegalidad también actúa el género para determinar la manera en la que las mujeres se involucran, actúan y se relacionan con otros actores en contextos delincuenciales específicos. Con frecuencia, ello implica la subordinación de las mujeres en los espacios en donde predomina el control de los varones.

Al respecto, Ovalle y Giacomello señalan —refiriéndose al narcotráfico— que “se construyen las relaciones de género a partir de un conjunto de actitudes y comportamientos que discriminan y marginan a la mujer por su sexo. Esto se observa empíricamente en los limitados papeles y funciones que son asignados a las mujeres al interior de sus redes”.

Los estudios sobre crimen organizado en América Latina y el mundo han centrado la atención principalmente en los modos de actuación y las victimizaciones ocasionadas por los grupos criminales, liderados por hombres. Esto ha implicado que “los trabajos sobre criminalidad presentan el problema como ‘cosa de varones′”, con lo cual tienden a ignorar o minimizar las perspectivas y participación de las mujeres. Una segunda consecuencia es que los análisis sobre los roles que desempeñan las mujeres en el crimen organizado se concentran en su identidad como víctimas, colaboradoras pasivas o en sus relaciones —sentimentales o familiares— con los hombres que hacen parte de alguna organización.

Lo anterior se evidencia en los factores que se han identificado en la literatura especializada para explicar la vinculación de las mujeres a diversas actividades de crimen organizado. Estos incluyen primariamente las motivaciones socioeconómicas derivadas de contextos vitales precarios, la existencia de relaciones familiares al interior de las empresas criminales y, por último, las relaciones sentimentales o sexuales con hombres líderes de organizaciones criminales originadas en la “narcocultura”.

Necesidades socioeconómicas

Las necesidades socioeconómicas en América Latina constituyen un motor que genera el involucramiento de las mujeres —y también de los hombres— en las actividades criminales. Como ocurre en otras regiones del mundo en desarrollo, un alto porcentaje de la población latinoamericana en situación de pobreza o indigencia son mujeres.

La feminización de la pobreza está correlacionada con la falta de educación y el desempleo, factores que en su conjunto pueden explicar la vinculación de las mujeres en el crimen organizado como posibilidad de aumentar su capacidad adquisitiva. En efecto, la mayoría de las mujeres en prisión en Latinoamérica no solo son pobres, sino que se encuentran económicamente marginadas al tener pocas calificaciones profesionales o experiencia laboral que les permita acceder a mejores oportunidades de trabajo.

En línea con este problema, en muchos hogares son las mujeres quienes tienen que asumir la responsabilidad económica, pero con salarios que suelen ser menores a los que reciben en promedio los hombres. Además de provenir de estratos socioeconómicos bajos, la mayoría de las mujeres en situación carcelaria son madres y gran parte son cabeza de familias monoparentales.

Un estudio realizado en 2018 por el Banco Interamericano de Desarrollo en ocho países latinoamericanos confirma que el 87 por ciento de las reclusas tiene hijos, porcentaje levemente mayor al que se registra en el caso de los hombres.

En resumidas cuentas, en sociedades caracterizadas por la pobreza, la desigualdad y la falta de oportunidades, no es de extrañar que la necesidad se torne un factor decisivo de participación en la ilegalidad. Aunque no se trata del objeto de este documento, es importante notar que la vulnerabilidad a cometer actos ilícitos por razones socioeconómicas también se traduce en el caso de muchas mujeres encarceladas, quienes generalmente enfrentan dificultades para acceder a una defensa legal adecuada al enfrentarse al sistema judicial.

Lazos familiares

Los lazos familiares constituyen una segunda explicación recurrente de la vinculación de las mujeres en actividades de crimen organizado. En estos, también son evidentes las asimetrías de género, ya que en muchos casos son las parejas sentimentales —principalmente hombres— quienes reclutan a las mujeres para empezar a delinquir, generando así una motivación atada a una relación emocional.

A manera de ilustración, un informe reciente de la Oficina de las Naciones Unidas contra la Droga y el Delito (ONUDD) y el Ministerio de Justicia de Colombia indica que el 53,4 por ciento de las mujeres entrevistadas en prisiones colombianas entre 2018 y 2019 tuvo por lo menos un familiar condenado por algún delito, usualmente sus parejas sentimentales (38 por ciento), hermanos (20 por ciento) u otros familiares (42 por ciento). Dichas cifras indican que un número importante de las mujeres que participan en actividades de crimen organizado son compañeras, madres, hijas y hermanas capacitadas por hombres, lo cual reitera y refuerza un rol subordinado en el mundo criminal.

Riquelme y Barriga señalan que el ingreso de las mujeres a las organizaciones se produce a partir de la apropiación de un conocimiento previo de las diferentes actividades criminales en su entorno social, particularmente en el sentimental y familiar, lo cual genera lazos de confianza y lealtad que son altamente valorados por los integrantes de las organizaciones criminales.

Por su parte, Hübschle y Allum y Marchi coinciden en señalar que la ocupación de posiciones de liderazgo o de toma de decisión por parte de las mujeres en la criminalidad suele ocurrir cuando alguno de los familiares —especialmente sus cónyuges, quienes son líderes de una estructura criminal— dejan un vacío de poder. Este escenario, que será explorado en la sección tres, es uno de los más complejos en términos de los arreglos de género al interior del crimen organizado, ya que el ascenso y la consolidación de las mujeres en posiciones de protagonismo choca con una estructura predominantemente patriarcal.

Narcocultura y relaciones sentimentales-sexuales

La “narcocultura” consiste en un conjunto de significados, pautas de conducta y patrones de interacción social, especialmente entre hombres y mujeres, que se ha construido alrededor del tráfico de drogas y que actúa para reproducir un orden social que revindica los estereotipos de la superioridad de los varones y la inferioridad y objetivización de las mujeres. Las representaciones estéticas y culturales del “narco” exaltan una forma de ser del narcotraficante que combina el ejercicio de la violencia y la ostentación abierta de las ganancias que genera el negocio criminal.

El contexto descrito también produce estándares de belleza femenina que son altamente apetecidos entre los líderes de estas organizaciones. A través de la narcoestética, que implica usualmente la “transformación corporal como garantía de los procesos de ajuste y pertenencia grupal”, las mujeres pueden ser vinculadas al mundo del narcotráfico como “objetos” o “trofeos” que los hombres utilizan para exhibir el poder y el éxito obtenidos en función de sus actividades criminales.

Así, en aquellas comunidades en las que la criminalidad organizada tiene cierto nivel de aceptación social y el “dinero fácil” se constituye en un estilo de vida al que se aspira como sociedad, los criterios estéticos supuestamente femeninos derivados de la narcocultura se tornan fundamentales para explicar la participación y permanencia de las mujeres en las actividades criminales.

Si bien la posición de subordinación de las mujeres que resulta de este arreglo particular de género implica potencialmente su victimización, no se debe subestimar la decisión que toman algunas de ingresar al narcotráfico por medio de la adopción consciente y racional de la narcoestética por considerarla una oportunidad de ascenso social. Como se discutirá en la tercera sección del documento, hay casos documentados en los que las mujeres han hecho uso de las reglas sociales y los estándares de belleza impuestos por esta misma cultura para alcanzar posiciones importantes dentro de las organizaciones criminales.

En consecuencia, con los años la imagen de la mujer “de mostrar” que acompaña al narcotraficante varón ha evolucionado hacia la de las “jefas”. Se tratan de mujeres que logran imponerse en un mundo predominantemente de hombres, sin perder los atributos “femeninos” estereotipados que les permitieron, en un primer momento, vincularse como acompañantes o esposas. Con frecuencia, este tránsito se hace a partir de la adquisición de habilidades técnicas, financieras o administrativas, así como de la conformación de relaciones familiares con hombres líderes de las organizaciones.

La diversidad de los factores explicativos de la vinculación, así como los numerosos roles que desempeñan las mujeres en actividades de crimen organizado, ha derivado en que la criminología ha comenzado a estudiar a la mujer como un agente que decide cometer actos criminales —a veces violentos— por voluntad propia, conducta que es vista como una desviación de los estándares socialmente aceptados y reconocidos que reproducen una imagen estereotipada de la mujer como maternal, pura, pasiva y pacífica.

Como se discutirá en las secciones siguientes, la existencia de numerosos casos de mujeres con agencia y protagonismo delincuencial complejiza justamente el funcionamiento de los arreglos de género en estos escenarios, pues subvierte la asignación tradicional de roles entre mujeres y hombres.

En últimas, lo que se pretende evidenciar es que la participación de las mujeres en estructuras de crimen organizado no responde única ni exclusivamente a su supuesta sumisión frente a los hombres.

Por el contrario, es el resultado de necesidades socioeconómicas que resultan de las relaciones patriarcales de poder, aspiraciones sociales, habilidades y experiencias adquiridas, entre otras. Por tanto, de insistir en una lectura tradicional de la subordinación de las mujeres, los esfuerzos institucionales por menguar el fenómeno del crimen organizado solo lo abordarán parcialmente.