En agosto de 2002, la guerrilla de las Fuerzas Armadas Revolucionarias de Colombia (FARC) recibieron al nuevo presidente de Colombia con un ataque de mortero que mató a 14 personas durante su toma de posesión el 7 de agosto. El ataque fue pensado como una advertencia para el recién llegado, enemigo acérrimo de las FARC. Pero se convirtió en la primera salva de una guerra que acabaría con las esperanzas de una victoria militar por los guerrilleros.

Este artículo es la primera parte de un reportaje en cuatro entregas sobre la historia y el futuro de las Fuerzas Armadas Revolucionarias de Colombia (FARC), ahora que parece posible el final de casi 50 años de conflicto con el Estado colombiano. Lea los otros capítulos aquí.

La elección de Álvaro Uribe como presidente era un mensaje a las FARC: el pueblo colombiano no estaba con ellos. El fallido proceso de paz del predecesor de Uribe, Andrés Pastrana, tomó a una población ya alienada por las tácticas de terror y secuestro, y la llenó de escepticismo acerca de si algún día las FARC estarían de acuerdo con la paz. Su respuesta fue elegir a un presidente guerrerista, dejándole claro a los guerrilleros que si pensaban tomarse el poder, tendría que ser en la batalla.

Militarmente, el nuevo presidente tuvo dos ventajas principales en su guerra frontal contra las FARC. La primera fue un conjunto de dos planes militares: el paquete de ayuda de Estados Unidos al Plan Colombia —establecido durante la presidencia de Pastrana— que incluía cientos de millones de dólares, y la orientación de asesores y militares que ayudaron a convertir al ejército colombiano en uno de los más fuertes y más avanzados de la región, junto con el Plan 10.000, una estrategia para profesionalizar al ejército, mediante la sustitución de conscriptos con reclutas voluntarios. La segunda fue un movimiento paramilitar cuya brutalidad y tácticas ofensivas resultaron devastadoras para la insurgencia.

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Pero Uribe no sólo estaba luchando una guerra militar: también puso en marcha una guerra retórica. Negó que Colombia tuviera un conflicto civil, situando a la violencia en el paradigma global de la “guerra contra el terrorismo”, posterior al 11 de septiembre. Bajo esta nueva conceptualización, las FARC no eran más que bandidos y terroristas. Cualquier persona considerada como simpatizante ideológico, o que se interpusiera en el camino de Uribe, también se convirtió en un terrorista. La campaña de Uribe se vio favorecida por una serie de actores mundialmente poderosos que incluyeron a las FARC en sus listas de terroristas, como Estados Unidos en 1997 y la Unión Europea en 2002. A raíz de esto, los sueños de legitimidad internacional de los guerrilleros se desvanecieron.

La ofensiva militar se desplegó desde Bogotá, con el objetivo de expulsar a la guerrilla fuera del centro del país. Las fuerzas de seguridad sacaron a la guerrilla de las regiones de importancia comercial e industrial; aseguraron la infraestructura ligada a la producción de energía e industrias extractivas; y volvieron a tomar el control de las principales carreteras del país.

El ejército invirtió grandes recursos en el fortalecimiento de su capacidad aérea y debilitó severamente a la guerrilla por medio de ataques aéreos implacables. La estrategia incluyó el uso de elevadas capacidades de inteligencia para atacar a los líderes y, con la ayuda de un programa secreto de la CIA, llevar a cabo una devastadora política de “decapitación”, la cual eliminó a por lo menos dos docenas de comandantes de las FARC.

En muchas regiones, el ejército no estaba actuando solo, en donde trabajó en estrecha colaboración con los paramilitares de las Autodefensas Unidas de Colombia (AUC). Desde 1997, las fuerzas del Estado los habían utilizado como fuerza de choque y un brazo clandestino, capaz de hacer el trabajo sucio que el ejército no podía admitir. La colaboración con las AUC también llegó hasta los más altos niveles del gobierno, con alianzas entre los paramilitares y los principales asesores políticos de Uribe, funcionarios de altos cargos, e incluso el mismo presidente, según los testimonios de los comandantes de las AUC desmovilizados, afirmaciones que Uribe niega ferozmente.

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La ofensiva replegó de nuevo a las FARC hacia la periferia del país. Las regiones fronterizas se tornaron críticas; las FARC emplazaron campamentos en Venezuela y Ecuador para retirarse, recuperarse y lanzar ataques contra la fuerza pública. Las unidades guerrilleras se hicieron más pequeñas y móviles, pero también más aisladas y fragmentadas. La nueva capacidad de recolección de inteligencia de las fuerzas de seguridad dificultó las comunicaciones, afectando la unidad y la capacidad de mando de la guerrilla para coordinar la estrategia. Hubo niveles récord de deserción —unos 20.000 miembros se desmovilizaron después de 2002— según cifras oficiales. El número de combatientes a los que las FARC pudo recurrir cayó a un estimado de 8.000 hombres.

La campaña del gobierno de Uribe contra las FARC alcanzó su punto máximo en 2008. Un polémico ataque aéreo contra un campamento de las FARC en Ecuador dio de baja al segundo al mando de la guerrilla, Luis Edgar Devia Silva, alias “Raúl Reyes”. Poco después, Manuel de Jesús Muñoz Ortiz, alias “Iván Ríos”, el jefe del Bloque Central de las FARC y el miembro más joven del Secretariado, fue asesinado por su propio jefe de seguridad, quien entonces reclamó la recompensa ofrecida por el gobierno mediante el envío de la mano cortada de Ríos. Apenas unas semanas más tarde, Manuel Marulanda murió por causas naturales. Luego, con las FARC todavía tambaleándose, el gobierno colombiano dio un fuerte golpe mediático al rescatar al rehén de más alto perfil en poder de la guerrilla, la excandidata presidencial Ingrid Betancourt.

Un nuevo resurgimiento

Luego de ser derrotadas una y otra vez en el campo de batalla, de haber perdido a su líder emblemático y a varios de sus comandantes más calificados y con mayor experiencia, de las deserciones a gran escala, y de alcanzar los niveles más bajos en el apoyo popular, las FARC habían perdido gran parte de su poder en tan sólo seis años.

Sin embargo, conservaron una formidable fuerza de combate, así como los fondos para reconstruir y continuar su lucha. Lo que necesitaban era una nueva estrategia. A raíz de la muerte de Marulanda y Reyes, el liderazgo de las FARC se redujo a Guillermo León Sáenz Vargas, alias “Alfonso Cano“. Dentro de la insurgencia, Cano era mejor conocido por su teorización política que por sus habilidades militares, pero la estrategia de contraataque que ideó —El Plan Renacer— pondría fin a las esperanzas de que el gobierno colombiano lograría derrotar militarmente a la insurgencia.

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El plan de Cano hizo un llamado a volver a la guerra de guerrillas. Unidades más pequeñas y móviles podrían frenar el avance del ejército por medio del uso de minas y francotiradores, y pasar a la ofensiva con el aumento gradual de las emboscadas y atentados. Las FARC también invertirían fuertemente en más milicias rurales, para recuperar su influencia y redoblar su capacidad ofensiva.

La estrategia también llamó a una ofensiva política, al aumento de los esfuerzos para infiltrar y manipular a los movimientos sociales, a fomentar el brazo político de los guerrilleros, el Movimiento Bolivariano, y a tratar de fortalecer el apoyo internacional y ganarse a la opinión pública.

El impacto del Plan Renacer fue notorio. Según el centro de pensamiento Nuevo Arco Iris, en 2007 las FARC lanzaron 1.057 ataques, poco más de la mitad de los 2.063 cometidos en 2002. Cuatro años después fueron 2.148 —un nuevo récord—. Entre 2008 y 2012, los guerrilleros incrementaron su presencia territorial en un 30 por ciento, y perpetraron ataques en 50 nuevos municipios, según el grupo de monitoreo Centro Seguridad y Democracia (pdf).

El enfoque de la ofensiva de las FARC también cambió. Los sectores de la minería, el petróleo y el gas se convirtieron en sus objetivos principales, con asaltos selectivos para renovar e impulsar sus credenciales ideológicas –enfrentando lo que algunos colombianos ven como empresas extranjeras explotadoras–, al tiempo que aumentaron sus ingresos de la extorsión, a través de la amenaza a estas mismas empresas. La guerrilla también comenzó una campaña para asesinar miembros de las fuerzas de seguridad —el Plan Pistola—.

En las comunidades rurales, las milicias proliferaron rápidamente y, según algunas estimaciones, las FARC contaban con hasta 30.000 miembros de estas milicias, superando en número a los combatientes en el campo por más de tres a uno. Las milicias —que por lo general están asociadas con un frente de las FARC o con su brazo político, el Movimiento Bolivariano— no están tan bien entrenadas ni tan bien armadas como sus contrapartes en el campo, y en su mayor parte son insurgentes de medio tiempo. Sin embargo, están camuflados entre la población civil y constituyen objetivos mucho más difíciles que las columnas guerrilleras, además, también han estado recibiendo cada vez más formación militar y entrenamiento en explosivos. Esta combinación de elementos los ha convertido en el arma principal de las FARC.

Las milicias no sólo atacan a través de asaltos urbanos y asesinatos, sino que también operan redes criminales rentables centradas principalmente en la extorsión. El hecho de que las milicias estén involucradas en el crimen las ha llevado a estrechar lazos con grupos criminales, con las FARC subcontratando el trabajo de especialistas tanto para ataques políticos como criminales.

El renacimiento de las FARC también estuvo favorecido por el final del movimiento de contrainsurgencia en Colombia, cuando las AUC completaron su desmovilización en 2006. Aunque muchos grupos neoparamilitares surgieron de esta ruptura, no tenían ni la capacidad ni la motivación para enfrentarse a un ejército guerrillero. En su lugar, buscaron alianzas con los guerrilleros, convirtiéndose en socios de negocios en el tráfico de drogas y, en algunos casos, en el comercio de armas e incluso en el intercambio de inteligencia.

Aunque las FARC, una vez más, estaban compitiendo con éxito en el campo de batalla, los militares continuaron derribando a los comandantes guerrilleros clave. En 2010, uno de los comandantes más notorios y militarmente expertos de la guerrilla, Víctor Julio Suárez Rojas, alias “Mono Jojoy”, fue dado de baja en una ofensiva militar. Un año más tarde, Alfonso Cano fue abatido en un ataque aéreo. Cinco miembros, de los otrora siete intocables del Secretariado de las FARC, murieron en tan sólo tres años.

¿Rompiendo el punto muerto?

En febrero de 2012, las FARC, ahora bajo el mando de Rodrigo Londoño Echeverri, alias “Timochenko”, anunciaron que iban a acabar con el secuestro. La noticia fue recibida con un escepticismo generalizado, con una opinión pública renuente a creer que fuera algo más que una estrategia de relaciones públicas. En lugar de ello, resultó que estaban cumpliendo con un prerrequisito para las conversaciones de paz con el gobierno.

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En agosto de ese año, el viejo enemigo de las FARC, el expresidente Álvaro Uribe, denunció a su sucesor Juan Manuel Santos por haber negociado en secreto con las FARC. Santos calificó sus comentarios de “puros rumores”. Una semana más tarde, confirmó que era cierto.

Las conversaciones oficiales han estado en curso en La Habana, Cuba, desde octubre de 2012. Sin embargo, el gobierno, cuidadoso de no crear otra Farclandia, se ha negado rotundamente a los llamados de las FARC de decretar un alto al fuego, y el combate continúa.

Desde 2002, el gobierno colombiano ha atacado con todas sus fuerzas a las FARC, logrando grandes éxitos. Sin embargo, la guerrilla todavía cuenta con cerca de 40.000 miembros, y una presencia en 28 de los 32 departamentos de Colombia y en 262 de sus 1.119 municipios, según Indepaz. Aún siguen siendo uno de los mayores grupos insurgentes marxistas, mejor armados y financiados de la era moderna. Hay mucho en juego en La Habana.