Después de haber corrido por varias horas, Carolina, de 21 años, y su familia llegaron a la ciudad de Santa Marta en el año 2000. Tenían los pies llenos de ampollas y no tenían nada más que la ropa que traían puesta. 

Paramilitarismo y violencia sexual en la costa caribe de Colombia

*Esta es la primera parte de una serie de tres capítulos sobre los actos de violencia sexual perpetrados por Hernán Giraldo, jefe paramilitar que operó en el norte de Colombia. Mientras estuvo preso en Estados Unidos, Giraldo comenzó a declarar sobre los cientos de violaciones que cometió en la región de la Sierra Nevada de Santa Marta. Por otro lado, dos víctimas de sus abusos, Carolina y Karen, intentan reconstruir sus vidas. Se ha tenido máxima precaución para proteger a las protagonistas de las historias que aquí relatamos, lo que incluyó el cambio de nombres, fechas y detalles personales. Puede descargar el PDF completo aquí.

Una noche, Hernán Giraldo, un comandante paramilitar del norte de Colombia, acompañado de hombres armados, había llegado al restaurante de la familia a cobrar la extorsión. El papá de Carolina no tenía dinero para pagar, por lo que, después de golpear y separar a la familia, abusaron sexualmente de Carolina.  

Años más tarde, Karen también llegaría desplazada a Santa Marta, después de que los paramilitares irrumpieran en su casa. Ese día no pidieron comida ni que su mamá les lavara la ropa, como solían hacerlo. Esa tarde sacaron a todos de la casa y abusaron sexualmente de Karen, sin importarles que ella tuviera tan solo 15 años. 

Ambas familias llegaron desplazadas a Santa Marta sin nada de dinero y debían comenzar sus vidas de cero. Sin embargo, llegaron a una ciudad donde Giraldo también tenía el poder.  

De la marihuana a la cocaína: persiguiendo el dinero  

Mientras Carolina y su familia rehacían su vida en la ciudad, a principios de los años 2000, Hernán Giraldo estaba en la cúspide de su poder criminal.  

Giraldo se había movido del negocio de la marihuana a la cocaína, donde, para entonces, estaba el dinero. Tenía alrededor de 300 personas bajo su mando, manejaba la extorsión en Santa Marta, y controlaba los cultivos de coca de la Sierra.  

La guerra no era un impedimento para el negocio, la guerra era el negocio. Sus hombres protegían la región, los cultivos y la salida de las drogas por Magdalena y La Guajira, un departamento vecino. Giraldo había logrado apropiarse del tráfico de cocaína gracias a las redes logísticas y la infraestructura heredada de la  bonanza de la marihuana.  

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Lo que para él significaba dinero, para los habitantes significaba violencia y coerción. Las niñas y mujeres corrían peligro, y los abusos sexuales llegarían a sus máximos durante la década de los 2000.  

Carolina y su familia sabían el poder que tenía ese hombre, y solo rezaban y pedían que la violencia no los alcanzara en la ciudad. En Santa Marta se ubicaron en una pequeña y modesta casa. Ver a su papá y a sus hermanos, quienes fueron testigos de su violación, era difícil para ella. Sentía una mezcla de vergüenza y culpa. No podía sacarse de la cabeza la idea de que ella era la culpable de que su familia hubiera tenido que dejar todo lo que habían construido por años, para empezar de cero. 

Ella no era la única. Su papá pasaba los días en silencio intentando esconder sus propias frustraciones. Fue él quien no pudo pagar la vacuna ese día. Se preguntaba si era el culpable de lo que le había sucedido a su hija. 

Como consecuencia de la violación, Carolina entró en crisis.  

“Quedé con la mente perdida, como sin salida, sin saber qué hacer con mi vida después de lo que pasó», compartió Carolina con InSight Crime.

Ese primer año no lograba dormir bien, lloraba día y noche. Ver a un hombre en la calle le generaba terror, sentía que viviría de nuevo el abuso. Decidió ir al médico. Sin embargo, ser examinada por un hombre fue traumático para ella.  

Por el estado en que se encontraba, Carolina no se sentía en capacidad de cuidar de otros. Por esto tomó la decisión más difícil de su vida: entregar a su primera hija, la misma con la que había corrido en brazos la noche que tuvo que salir desplazada. 

“Yo se la entregué al papá. Ella toda la vida me dice que no soy una buena mamá porque la entregué. Pero yo la entregué porque no podía, no podía criar a alguien. Yo en ese momento era una persona enferma mentalmente y psicológicamente”, recordó afligida Carolina. “Pero yo la llamo, hablamos por video llamada y le digo que me perdone”, aseguró. 

Hasta el día de hoy, Carolina no ha tenido las fuerzas para decirle a su hija mayor, tampoco a su antigua pareja, lo que vivió esa noche en el pueblo.  

El poder de Giraldo tiembla 

En el 2001, Hernán Giraldo era reconocido como uno de los mayores narcotraficantes del país.  

Giraldo es el jefe de un sindicato de drogas floreciente que representa $1.2 mil millones en envíos anuales a los Estados Unidos y Europa. Eso lo coloca entre los cinco principales traficantes de cocaína del país”, afirmó en el año 2001 el medio Newsweek. “Funcionarios de inteligencia colombianos creen que Giraldo, hijo de un pobre ganadero, podría algún día compararse al difunto capo del cartel de Medellín, Pablo Escobar, tanto en riqueza como en poder”. 

“No tengo la suerte, la plata, los bienes, ni la gente que tuvo Escobar. Mi lucha es distinta», comentó Giraldo en mayo de 2001 a un medio local.  

Quisiera o no, Giraldo era el mandamás del narcotráfico en la Sierra. El 40 por ciento de la droga de Colombia salía por territorio de Giraldo, según fuentes de inteligencia colombianas. Y él no estaba solo en el negocio. Jairo Musso Torres, un conocido capo, era su socio y mano derecha. 

«Pacho Musso», como era llamado, se encargaba de la coordinación y el envío de grandes cantidades de droga que salían hacia Estados Unidos y Centroamérica en lanchas rápidas por las desembocaduras de los ríos que bajaban de la Sierra Nevada. Pacho controlaba parte del negocio y a cientos de hombres, por lo que recibía cientos de millones de pesos cada mes, según las autoridades colombianas. 

El gobierno colombiano le seguía la pista a ambos hombres y ya se encontraban bajo el radar de Estados Unidos. Pero Musso, al igual que otros grandes capos narcotraficantes, prefería una tumba en Colombia que pagar cárcel en Estados Unidos.  

El 9 de octubre de 2001, un grupo de policías antinarcóticos colombianos que cooperaban con la Administración para el Control de Drogas (DEA), estaban en la ciudad de Santa Marta haciendo labores de investigación del esquema de narcotráfico de Hernán Giraldo.  

Eran las 7 de la noche. Los agentes entraron al restaurante ‘El Pechiche’, ubicado en la troncal del Caribe. Se dirigieron a una mesa y ordenaron algo de tomar. Mientras estaban esperando que llegaran sus bebidas, aproximadamente doce hombres de Jairo Musso llegaron al restaurante y asesinaron a dos de los agentes. Dos turistas y un empleado del hotel que se encontraban en el restaurante también fueron asesinados. 

Un tercer agente quedó vivo. Fue llevado ante Musso para ser interrogado y posteriormente asesinado. 

En respuesta a este atentado, las autoridades colombianas enviaron más de 200 agentes a la Sierra Nevada de Santa Marta y confiscaron 16 toneladas de cocaína, propiedad de los hermanos Castaño, los cuales usaban las rutas del Caribe de Hernán Giraldo para sacar la droga. 

Los hermanos Carlos y Vicente Castaño eran los principales comandantes de las Autodefensas Unidas de Colombia (AUC), un proyecto paramilitar que, para ese entonces, libraba una sangrienta guerra contra las guerrillas, mientras se financiaban a través del narcotráfico.  

Los Castaño habían cultivado relaciones fuertes con las autoridades colombianas y buscaban limpiar su imagen ante los estadounidenses, por lo que la muerte de los agentes no les convenía. Estaban furiosos. 

Carlos Castaño, el máximo líder de las Autodefensas Unidas de Colombia, o AUC, se para frente a algunos de sus hombres. Están en el norte de Colombia, en febrero de 2001. Grupos de derechos humanos acusan a elementos del Ejército colombiano de trabajar mano a mano con grupos paramilitares liderados por Castaño, responsables de numerosas masacres. Fuente: Associated Press

En un comunicado, Carlos Castaño, principal líder de las AUC, le pidió a Giraldo la cabeza de Musso. Giraldo le respondió: “Un padre no entrega a sus hijos”. Esta respuesta selló el inicio de la guerra entre los Castaño y Hernán Giraldo. 

A finales de 2001, los Castaño enviaron unos 1.200 hombres a través de Rodrigo Tovar, alias “Jorge 40”, el dirigente del Bloque Norte de las AUC, para enfrentar a los aproximadamente 300 hombres que tenía Giraldo a lo largo de la Sierra.  

La violencia llegó a niveles nunca antes vistos y los Castaño no eran un enemigo cualquiera. 

A los hermanos paramilitares se les conocía porque a comienzos de los años 90 habían creado un grupo de seguridad privada, compuesto por algunos de los antiguos socios de Pablo Escobar, conocidos como Perseguidos por Pablo Escobar (PEPES). Los PEPES asesinaron abogados, mensajeros, conductores, contadores, y cualquier persona que de algún modo u otro estuviera relacionada con Escobar. Ellos querían presionar al capo y acorralarlo.  

Esta misma táctica fue implementada con Giraldo, pero ‘El Patrón’ no era un objetivo fácil. Tras el asesinato de cuatro de sus hombres y una masacre en un corregimiento cerca de Santa Marta, Giraldo declaró un paro armado en la región. Desde el 18 de enero hasta el 8 de febrero de 2002 nadie pudo salir. Los comercios estaban cerrados, el transporte paralizado y los hombres de Giraldo patrullaban en Santa Marta. 

La población civil quedó en el medio de las confrontaciones. El desplazamiento forzado interno llegó a su pico en la región. Las autoridades colombianas registraron 8.000 personas desplazadas en el departamento de Magdalena entre diciembre de 2001 y febrero de 2002, pero en otros registros las cifras llegaron a 14.000.  

Después de unos cuatro meses de enfrentamientos, los hombres de Castaño llegaron a la vereda Quebrada del Sol, el bastión de Giraldo, y lo combatieron por 72 horas. Giraldo supo en ese momento que debía rendirse y negociar.  

Como resultado de la negociación, Giraldo ya no sería el comandante de la zona, sino que estaría bajo el mando de Rodrigo Tovar, alias “Jorge 40”. Con ese cambio, los paramilitares de Giraldo pasaron a llamarse Frente Resistencia Tayrona del Bloque Norte de las AUC. 

Oficialmente, Giraldo ya no era el comandante de la Sierra, pero todos sabían que él era el que mandaba allí. 

Las mujeres pelean sus propias batallas 

Carolina escuchaba de la violencia que se estaba viviendo en algunas zonas de Santa Marta, pero ella estaba librando sus propias batallas internas.  

Sentía culpa de lo sucedido. Sufría al ver a su familia pasando necesidades materiales y emocionales a raíz del desplazamiento.  

«Yo siento que las mujeres nos cogen como si fuéramos únicamente carne. Es como si las mujeres estuviéramos para ser violentadas y maltratadas. A veces desearía no haber sido mujer para que no me sucediera lo que me sucedió», aseguró Carolina.  

En las noches, cerraba los ojos y sentía el peso de los hombres encima. Veía el techo, las ventanas, y pensaba por dónde podrían entrar de nuevo para abusar de ella. 

En cada hombre que se acercaba a Carolina, ella veía a sus abusadores.  

“Él acabó con la vida de toda mi familia», dijo Carolina años después a InSight Crime. «Pero sobre todo con la mía”. 

Pese a estos constantes pensamientos y esa tristeza, poco a poco fue recuperando las fuerzas para continuar. Se inscribió a un colegio nocturno para terminar su bachillerato, mientras en el día trabajaba en un supermercado. En 2001, finalmente terminó sus estudios.  

Pero Carolina no era la misma. Solo interactuaba con su familia y no hablaba con nadie. En su colegio, sus compañeros la recriminaban por ser callada, pero ella no quería atraer la atención. Temía que alguien descubriera lo que le había ocurrido. 

“Aquí he encontrado un poco de paz, nos hemos alejado de todo. Aquí ningún vecino y nadie sabe lo que nos sucedió”, comentó Carolina.  

Deseaba ir a la universidad y estudiar para ser fisioterapeuta. Pero la única oferta universitaria para esa carrera estaba en Barranquilla, una ciudad costera a dos horas de donde ella se encontraba. El temor de estar sola en un lugar desconocido y volver a ser abusada la desanimó. 

“Yo siento que, si eso no me hubiese sucedido, si estas cosas no me hubiesen pasado, hubiera sido alguien en la vida”, reflexionó Carolina. “Hubiera sido una mujer feliz». 

El trauma también afectó a sus dos hermanos menores. Eran unos niños cuando Giraldo y los paramilitares abusaron de su hermana y nunca volvieron a estudiar por temor a ser víctimas de reclutamiento forzado, una problemática aún vigente en Colombia.  

La mamá de Carolina pasaba el día en silencio, pero el peso de lo que callaba comenzó a enfermarla. La noche en que los paramilitares habían entrado a la casa, la golpearon de forma tan violenta que empezó a sangrar por un oído. Cuando ya estaban instalados en Santa Marta, Carolina y su papá insistieron en llevarla al médico, pero ella no aceptó. No quería tener que decirle a un doctor la razón de sus males.  

Cuando la mamá de Carolina encontró las fuerzas para ir al médico era demasiado tarde. El dolor que había comenzado la noche del abuso de Carolina se había convertido en una condición permanente, y había quedado parcialmente sorda. 

Para superar el dolor y la crisis económica, el papá de Carolina decidió alquilar un local y abrir un negocio en la ciudad. Por varios años al negocio le fue bien, le daba a la familia para sostenerse y ayudaba a su papá a distraer la mente.  

Sin embargo, los temores de esa noche lo alcanzaron. Pese a que el negocio estaba dejando una que otra ganancia, el papá de Carolina decidió cerrarlo por el temor de que alguna de sus nietas viviera algo similar a lo que vivió su hija. Desde entonces no trabaja y es Carolina quien se encarga de él y el resto de la familia.  

Carolina y su papá, aunque cercanos, han tenido una relación compleja. Ella siente que su papá la culpa por el abuso. “Yo siento que mi papá me culpa diciendo que, ¿Por qué yo salí? ¿Por qué salí al restaurante? ¿Por qué me fui donde él estaba?”, contó afligida. 

Ella se defiende frente a los reproches de su papá respondiéndole que cuando ella decidió trabajar no buscaba que le hicieran daño.  

¿Vientos de paz? 

Después de llegar a un acuerdo, Hernán Giraldo quedó sometido al control de los hermanos Castaño de las AUC. 

Para ese entonces, en 2002, el grupo paramilitar buscaba una salida negociada con el gobierno colombiano, lo que ellos veían como una oportunidad para evitar la extradición y blanquear sus capitales provenientes del narcotráfico. En julio de ese año, Carlos Castaño renunció como jefe político de las AUC y poco tiempo después iniciaron los diálogos y negociaciones entre el grupo y el gobierno.  

Algunos de los puntos discutidos incluían rebajas de penas a cambio de aportes a la verdad y a la reparación de las víctimas. Mientras estaban negociando, Estados Unidos solicitó en extradición a Carlos Castaño y Salvatore Mancuso, el antiguo líder de las AUC y su reemplazo, por narcotráfico. Esto generó tensiones, y despertó los nervios en los demás jefes paramilitares, entre ellos Giraldo, quien, aunque ya tenía una orden de extradición en su contra, no tenía planes de dejar el país y sus negocios. 

En 2003, Giraldo se reunió con Diego Fernando Murillo, alias “Don Berna”, un curtido narcotraficante del Cartel de Medellín, para formar un modelo criminal similar a lo que manejaba Berna en Medellín: la Oficina de Envigado.  

La Oficina era como un árbitro en el hampa. Don Berna mediaba conflictos entre líderes y bandas y participaba en los negocios del narcotráfico cuando le daba la gana. La Oficina había sido creada en los años 80 por Pablo Escobar, y tras la baja del máximo capo, Berna tomó el control de una de las redes criminales más temidas del país. 

Giraldo quería hacer lo mismo en su área de influencia. Con la asesoría de Don Berna, “El Patrón” creó la Oficina Caribe para administrar el territorio y las rentas criminales, y así controlarlas una vez él hiciera su proceso de desarme con el Bloque Resistencia Tayrona. 

Tras meses de negociación, en julio de 2003, los paramilitares y el gobierno firmaron un pacto para su desarme y reintegración. A finales de ese año se dio la primera desmovilización paramilitar, con la entrega de armas del Bloque Cacique Nutibara, en cabeza de Don Berna.  

Unas semanas después y como parte de este proceso, el gobierno empezó a diseñar penas alternativas para los jefes que se unieran al pacto. El resultado fue la Ley de Justicia y Paz de 2005, que buscaba que los líderes paramilitares contaran la verdad sobre todos sus crímenes, incluyendo la violencia sexual, a cambio de penas máximas de ocho años en la cárcel. 

El 3 de febrero del 2006, Hernán Giraldo Serna, con sombrero, poncho y reloj en mano, se reunió con representantes del gobierno colombiano en un corregimiento de la Sierra Nevada para entregar las armas del Bloque Resistencia Tayrona.  

El Comisionado de Paz de Colombia, Luis Carlos Restrepo (derecha), recibe una pistola de Hernán Giraldo (izquierda), comandante del Bloque de Resistencia Tayrona en Quebrada del Sol, cerca de Santa Marta, Viernes, Feb. 3, 2006. Más de 1.200 combatientes de la facción del Bloque de Resistencia Tayrona de las Autodefensas Unidas paramilitares, o AUC, se reunieron en esa zona para deponer las armas como parte de un proceso de desarme en curso. Fuente: Associated Press 

En medio de canciones escritas en su honor y conjuntos vallenatos que cantando elogiaban sus hazañas criminales, Hernán Giraldo se desmovilizó, por lo menos ante las cámaras, con más de 1.100 combatientes. Más de 500 armas fueron entregadas. 

Después de la desmovilización, Giraldo fue recluido en la cárcel de máxima seguridad de Itagüí, Antioquia, mientras los procesos judiciales de los tribunales de Justicia y Paz continuaban.  

Pero antes de ser encarcelado, según publicó El Tiempo en la época, Giraldo había vendido a los hermanos Mejía Múnera, unos curtidos narcotraficantes cercanos a las AUC, el acceso a un porcentaje de las rentas criminales por la suma de cinco millones de dólares. Los Mejía Múnera llegaron a la Sierra Nevada y fundaron el grupo Los Nevados para ejercer el control de una parte del territorio de Giraldo. Uno de los hijos de Giraldo, Hernán Giraldo Ochoa, comenzó a ser parte del grupo junto con otros 400 hombres no desmovilizados.  

Fuente: El País.  

Los Mellizos, como se conocía a los hermanos Mejía, pronto se convirtieron en un dolor de cabeza para el gobierno. En el departamento de Magdalena asesinaron a una investigadora de la Fiscalía colombiana. Como resultado, la Fiscalía y la policía aumentaron las operaciones secretas para darles captura y desbaratar su emporio militar y económico.  

A finales de abril de 2008, Víctor Manuel Mejía Múnera, uno de los jefes de Los Nevados, fue dado de baja por las autoridades colombianas. Menos de 72 horas después, su hermano, Miguel Ángel Mejía Múnera, fue capturado.  

Parecía que el emporio criminal que había montado Giraldo, ahora en manos de otros, estaba en peligro. Mientras tanto, en la cárcel él tendría que empezar a hablar y aceptar responsabilidades sobre los crímenes que cometió.  

El precio de los silencios  

Para principios de 2006, justo cuando Giraldo se desmovilizó, Karen estaba recibiendo con gran alegría la llegada de su primer hijo.  

Toda la familia de Karen y de su pareja no podían contener la emoción ni la dicha. “Siempre quise un hijo varón, y gracias a dios es el primer hijo varón que tuve. Fue un momento muy feliz para mí y mis padres. Mi mamá lo llamó el rey de la casa”, recordó Karen sonriendo. 

Desde que llegó a Santa Marta, en 2003, había decidido voltear la página. Tres años más tarde, ya había terminado el bachillerato con la esperanza de ir a la universidad. Soñaba con trabajar en obras de infraestructura vial, en temas de salud ocupacional. Se imaginaba a sí misma ejerciendo un liderazgo para proteger la vida de las personas en sus trabajos. Sin embargo, su familia no contó con los recursos económicos para apoyarla.  

Ella se dedicó por completo a su familia, al cuidado de sus hijos mientras su esposo trabajaba en construcción.  

Se sentía feliz de la familia que había formado, pero el peso de sus silencios la perseguía. A pesar de los años que llevaba con su esposo, no se sentía capaz de contarle lo que había vivido en el pueblo. Él sabía que era desplazada por la violencia, al igual que él, pero no sabía por qué se había tenido que desplazar. Cuando él indagaba por el tema, ella cambiaba la conversación. 

Su cuerpo también le recordaba lo sucedido. Empezó a sufrir de la matriz. Su sistema reproductivo no estaba saludable, y aunque no hay una prueba médica que indique que eso es resultado del abuso, Karen a veces cree que fue así.  

En casa de sus padres nadie hablaba sobre lo que vivieron en el pueblo. El padre de Karen comenzó a trabajar en las calles vendiendo billetes de lotería buscando alguna ganancia para llevar a la mesa. Pero la situación no era fácil y cayó en el alcoholismo. 

Su hermano menor, quien para ese entonces tenía 13 años, cayó en las drogas, adicción de la que no ha podido recuperarse.  

La madre de Karen vivía en constante tristeza al observar la situación de su familia. Si bien Karen no era su única hija, tenía un especial afecto por ella. Sentía profundo dolor cuando pensaba en su abuso sexual, el desplazamiento y las difíciles condiciones de vida que tenían en la ciudad. No había dinero para pagar el arriendo, no había para la comida.  

Pero, aun así, cuando Karen y su madre se reunían, y siempre que no estuvieran en presencia de alguien más, hablaban de lo vivido. Esos momentos les servían a las dos mujeres para soltar sus cargas. 

Al poco tiempo su madre enfermó, comenzó a sufrir del hígado y de la sangre, y estos espacios de conversación fueron cada vez menos frecuentes. 

Para ese entonces, en el 2007, el gobierno estaba exigiendo a los comandantes paramilitares desmovilizados que testificaran en audiencias públicas sobre sus crímenes de guerra.  

Carolina y Karen eran dos de miles de mujeres que habían sido víctimas de abuso sexual en el marco del conflicto armado. En Colombia hay más de 31.000 personas víctimas de delitos contra la libertad e integridad sexual de las cuales más del 90 por ciento son mujeres, según datos de la Unidad para las Víctimas

Magdalena, donde dominaba Giraldo y su grupo paramilitar, ha sido el segundo departamento más afectado con más del 10 por ciento del total de las víctimas del país. Entre 2002 y 2003, las cifras de este departamento del Caribe fueron las más altas de toda Colombia.  

Una omisión reveladora 

El martes 5 de junio de 2007, Hernán Giraldo, vistiendo una camisa negra y su tradicional sombrero, se sentó en un salón del Edificio Lara Bonilla, de la ciudad de Barranquilla, para dar testimonio en su primera audiencia libre ante los tribunales de Justicia y Paz. 

Personas de diferentes lugares de la Sierra estaban a las afueras del edificio. Con una mezcla de miedo y curiosidad, algunos sujetaban pancartas, expresando su incondicional apoyo a “El Patrón”.  

Un poco después de las 10:30 de la mañana, Giraldo se acomodó en su silla, junto a su abogado, y dirigió su atención al juez.  Este le explicó que primero debería hablar sobre la estructura de su grupo paramilitar y los delitos cometidos. 

Giraldo en el Juzgado en su primera versión libre. Fuente: Semana 

Las víctimas querían darle un cierre al sufrimiento poniéndose de cara a su victimario. 

“Vine a tratar decir la verdad de todo lo que sé y a las víctimas les digo que no tengan miedo, pues estoy aquí para aclarar todo y lo que ellos sepan ayudará”, contestó Giraldo ante el tribunal. 

Era todo casi teatral. Giraldo se dirigía a las víctimas, no con culpa, sino como quien va a otorgarles la tan anhelada ayuda.  

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Entre 2007 y mayo de 2008, Giraldo asistió a 16 versiones libres donde debió responder por homicidios, masacres, desplazamientos forzados y desapariciones forzadas. Pero, igual que otros comandantes paramilitares enjuiciados, no habló sobre la violencia sexual que ejerció por décadas. Hasta ese momento no había denuncias hechas por las víctimas y solo hasta 2009 la Fiscalía General de la Nación abrió una investigación tras percatarse de que las mamás de un gran porcentaje de los hijos reconocidos por Giraldo eran menores de edad al momento del parto. 

Y esto no es sorprendente ya que la violencia sexual ha sido uno de los crímenes más silenciados y estigmatizados en el conflicto armado. Las victimas rara vez denuncian y cuando lo hacen los crímenes no son investigados de forma completa e imparcial, aseguró Amnistía Internacional. Además, ningún actor armado admite con franqueza haber violado por el profundo sentido moral del crimen que demuestra la inhumanidad de los victimarios. 

Giraldo no solo excluyó la verdad sobre la violencia sexual perpetrada por él y sus hombres en la Sierra Nevada, como lo fue el caso de Karen y Carolina, sino que, además, seguiría abusando de menores de edad mientras estaba en la cárcel, a la par que daba las declaraciones ante la Fiscalía. 

Para las mujeres víctimas de Giraldo no había verdad, justicia, reparación ni garantías de no repetición. 

El abuso no se detiene  

Mientras Giraldo rendía declaraciones en Barranquilla, Ana Milena, una joven de 15 años se mudó a la ciudad en los primeros días de enero del 2008. 

Ella tomó la difícil decisión de separarse de su familia porque quería estudiar una carrera mientras trabajaba como niñera. Pero cuando llegó a la enorme ciudad, se enteró que la oferta de trabajo por la que había viajado por largas horas ya no estaba en pie. Sin embargo, decidió quedarse, según relató al medio El Espectador. 

Ahí fue cuando su camino se cruzó con una mujer quien le ofreció que se quedara en su casa y le ayudara con las tareas del hogar. Ana no lo sabía, pero la mujer trabajaba para Hernán Giraldo. 

Un día cualquiera, mientras Ana realizaba las tareas domésticas, contestó el teléfono y al otro lado de la línea estaba Hernán Giraldo. “Empezó a preguntarme sobre mí, que cuántos años tenía, cómo era físicamente”, recordó Ana. 

Desde ese día, cada vez que llamaba a esa casa, Giraldo le enviaba saludos. Pero a ella no le interesaba recibir ningún mensaje de él, ni tener nada que ver con él, dijo en su declaración

Un domingo, la mujer le dijo a Ana Milena: “Hoy no va a ir María, te toca a ti”. Ella quedó fría, pero inmediatamente entendió que tenía que ir a la cárcel de Barranquilla, a donde había sido trasladado Giraldo. Ella sabía que había una niña visitándolo de vez en cuando. Y no tenía ninguna opción, afuera de la casa siempre estaban unos hombres en una camioneta vigilándolas. 

Ana llegó ese día más tarde a la cárcel y la mujer le pasó un fajo de dinero que había camuflado en una toalla higiénica y que ella debía entregar cuando entrara. Cuando ingresó la llevaron a una celda con comodidades y privilegios: una nevera, televisor, cama y baño privado. Ahí llegó Giraldo. 

Ana Milena fue abusada sexualmente ese día por Hernán Giraldo. Su nombre se sumó a la larga lista de mujeres que habían sufrido violencia y abusos por parte de este hombre.  

A diferencia de los abusos ocurridos en la Sierra Nevada de Santa Marta, su violación ocurrió en una cárcel, con complicidad del personal del Instituto Nacional Penitenciario y Carcelario (INPEC).  

Ana Milena no fue la única. Giraldo habría abusado de otras cuatro menores mientras estaba en las cárceles de La Ceja e Itagüí en Antioquia, y La Modelo de Barranquilla, según investigaciones de la Fiscalía, que se conocerían años más tarde.  

El martirio de Ana Milena no terminó ese domingo. Ana volvió a la casa a seguir trabajando para la mujer y tuvo que volver por segunda vez. Cuando le tocaba ir por tercera vez, llamaron a la mujer y le dijeron que Hernán Giraldo había sido extraditado. 

Una verdad extraditada 

El 13 de mayo de 2008, en las horas de la madrugada y mientras Colombia dormía, la Policía Nacional, en varias tanquetas, sacaron de tres importantes centros penitenciarios a 13 comandantes paramilitares y los escoltaron hasta la base aérea de la Policía Nacional en Bogotá. Entre esos criminales se encontraba Hernán Giraldo Serna. 

Vestido con chaqueta de cuero, pantalón negro y con una expresión seria, Giraldo fue escoltado por policías de la Dirección de Investigación Criminal (DIJIN) hasta que subió el último escalón del avión que lo llevaría a los Estados Unidos. Su peor miedo se había hecho realidad. 

Hernán Giraldo acompañado de la policía nacional de Colombia en 2008. Fuente: Presidencia de Colombia 

Ese día Carolina prendió su televisor en las horas de la tarde. Recuerda haber visto a un hombre de pelo negro, bigote negro, esposado y acompañado por agentes, esta vez de la DEA. Era Giraldo y ya había llegado a los Estados Unidos. 

Sintió una tranquilidad que hasta el día de hoy no puede explicar con palabras.  

Esa noche en la televisión apareció el entonces presidente Álvaro Uribe Vélez anunciando que esa decisión se había tomado porque el grupo de paramilitares habían reincidido en el delito después de su sometimiento a la Ley de Justicia y Paz, otros no estaban cooperando con la justicia y todos incumplían con la reparación de las víctimas al ocultar bienes o demorar su entrega.  

En ese momento Carolina no pensó lo que eso podía significar para su caso, que eso podría alejar la verdad que ella y otros cientos de víctimas estaban esperando; porque al salir del país las declaraciones de Giraldo quedarían suspendidas. 

Ella solo pensaba que ahora, estando lejos, él nunca más podría hacerle daño a ella ni a su familia.  

Sin embargo, Giraldo ya había dejado todo arreglado para que su emporio criminal continuara: algunos de sus hijos, sobrinos y hermanos se posicionaron como los herederos de sus negocios.  

Giraldo estaba fuera de Colombia, pero su legado criminal no había llegado a su fin.  

*Mark Wilson, Olivia de Gaudemar, Camila Montoya y Alicia Flórez contribuyeron a este artículo con investigación documental. 

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