El Salvador es el país más violento del mundo sin guerra declarada, atrapado al parecer en un perpetuo ciclo de hostilidades pandilleriles y truculentas acciones policiales. Una nueva estrategia de seguridad podría mitigar las tensiones inflamadas, y podría rebajar la elevada tasa de homicidios del país… esta vez para siempre.

El oscilar del péndulo

“Estamos en guerra”. La contundente declaración lanzada por el jefe de asuntos internos de la policía de El Salvador en febrero de 2015 fue, técnicamente hablando, inexacta. El Salvador no está oficialmente en guerra.

Sin embargo, el alto funcionario no estaba muy equivocado.

Los periódicos locales de El Salvador aparecen salpicados a diario con relatos de confrontaciones entre las beligerantes pandillas callejeras y las fuerzas de seguridad del país. A comienzos de julio, el director de la Policía Nacional Civil de El Salvador, Howard Cotto, señaló que 318 pandilleros habían resultado muertos en lo que iba del año, en 316 “intercambios de disparos” con la policía. Esa cifra es comparable con el número de confrontaciones armadas por año entre el ejército y los carteles en México, en la llamada “guerra contra las drogas” que vive ese país, o las confrontaciones armadas que se observan en el conflicto interno en Colombia. La comparación es más asombrosa al considerar que la población total de El Salvador, de alrededor de 6 millones es menos que la de las capitales de México o Colombia.

Y no todas las ejecuciones que hace la policía son legales. El día del anuncio de Cotto, las autoridades arrestaron a siete agentes de policía vinculados con un hecho muy publicitado, conocido como la masacre de San Blas. También han aflorado a la superficie informes sobre escuadrones de la muerte conformados por policías.

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Los organismos de orden público también están en el bando afectado por la violencia; 58 agentes de policía cayeron muertos en 2015, muchos de quienes se encontraban fuera de servicio cuando fueron acribillados.

El toque de tambor de la guerra, cada vez más ensordecedor, viene incluso de los cargos políticos más elevados de El Salvador.

“Aunque algunos digan que estamos en una guerra, no queda otro camino”, declaró en marzo el presidente Salvador Sánchez Cerén. “No hay espacios para diálogo, no hay espacios para treguas, no hay espacios para entenderse con ellos. Son criminales y así como criminales hay que tratarlos”.

Sánchez Cerén hacía alusión a la tregua acordada en 2012 entre las maras Barrio 18 y MS13, que contó con la mediación de la administración del expresidente Mauricio Funes (2009-2014). La tregua redujo casi a la mitad la tasa de homicidios de El Salvador, pero el acuerdo comenzó deteriorarse a finales de 2013. Sánchez Cerén, quien sucedió a Funes en junio de 2014, rechazó la posibilidad de reanudar las negociaciones con las pandillas. En lugar de eso, reinstauró una política que busca doblegar a las maras con “mano dura”, donde las fuerzas de seguridad constituyen la avanzada de la ofensiva.

En medio de esta oscilación de un extremo a otro del continuo de la política de seguridad, las vidas de los salvadoreños caen segadas en índices aterradores. En 2015, El Salvador fue la capital mundial del homicidio, al registrar una pasmosa tasa de homicidios de 100 por 100.000 habitantes. Y el desangre aumentó en el primer trimestre de este año, haciendo saltar el número de homicidios entre enero y junio de 2016 a poco más que el número registrado en los primeros seis meses de 2015.

Hubo, sin embargo, una pausa transitoria en la escalada de las tasas de homicidios. El gobierno dice que las “medidas extraordinarias” implementadas recientemente son las responsables de la sustancial caída en los homicidios, entre abril y junio de 2016, pero las pandillas la atribuyen a un pacto de no agresión que supuestamente adoptaron a finales de marzo.

Argumentos a favor de una estrategia más equilibrada

La polarización manifestada por la política de seguridad de El Salvador puede haberse dado como respuesta a la enorme mortandad que produce la violencia en el tejido social del país. La gente huye del país en masa para evitar el crimen rampante y recobrar los lazos con sus familiares en Estados Unidos. Tiempos desesperados, dice el viejo adagio, demandan medidas desesperadas.

Pero hay escasa evidencia de que las fórmulas de política aplicadas por cualquiera de las dos últimas administraciones ofrezcan una solución a largo plazo para la atroz situación de seguridad en El Salvador.

La política en materia de seguridad de El Salvador mejorará “no con treguas ni con Mano Dura, sino con una estrategia sistemática y metódica basada en experiencias internacionales”, señaló Amaya a InSight Crime.

La tregua tuvo un impacto inmediato en las tasas de homicidios, pero eventualmente desarrolló y precipitó los actuales índices de violencia que han superado incluso los vistos durante la época de la sangrienta guerra civil de El Salvador. De otro lado, los diferentes ciclos de Mano Dura implementados en El Salvador durante la última década en realidad han coincidido con el recrudecimiento de las tasas de homicidio, según observa Luis Enrique Amaya, consultor internacional de seguridad residenciado en el país. Aunque los homicidios han ido disminuyendo en los últimos meses, es poco probable que la mejoría se mantenga sin cambios estructurales a la política de seguridad del gobierno.

Una medida alternativa que se ha ensayado con éxito en otros lugares establecería un mayor balance entre los aspectos sociales y de orden público de la seguridad pública. Para pensar en ello en términos salvadoreños, dicha medida incluiría la comunicación con las pandillas y otras estrategias de prevención de la violencia, sin llegar al punto de las negociaciones abiertas. Requeriría la aplicación efectiva de la ley, pero sin consentir tácticas de vigilancia del tipo Mano Dura.

La política de seguridad de El Salvador mejorará “no con treguas o con Mano Dura, sino con una estrategia sistemática y metódica basada en experiencias internacionales”, dijo Amaya a InSight Crime.

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Estados Unidos es uno de los lugares donde deben buscarse ejemplos de una estrategia de seguridad exitosa en acción. En un metarrepaso reciente de los programas de intervención de la violencia, la Agencia para el Desarrollo Internacional de Estados Unidos (USAID por sus iniciales en inglés) halló que la disuasión dirigida “tiene el mayor impacto directo en el crimen y la violencia, de lejos, entre toda intervención”, y tiene un efecto sustancial en los índices de homicidios en el 90 por ciento de los casos. La disuasión dirigida es quizás el epítome de una estrategia balanceada. Implica movilizar la fuerza pública, los servicios sociales y los líderes comunitarios para que comuniquen directamente a los transgresores los beneficios de cumplir la ley y las consecuencias del comportamiento violento.

Una intervención específica que ha resultado exitosa es el programa de Reducción de Pandillas y Desarrollo Juvenil (GRYD) implementado en Los Angeles, que casualmente es el lugar donde nacieron las pandillas MS13 y Barrio 18. El sistema GYRD, cuyo énfasis en la prevención, la intervención y el trabajo comunitario de la policía, es reconocido ampliamente por la reducción de la violencia de pandillas en la ciudad.

El Salvador también tiene muchos ejemplos que tomar de sus vecinos en Latinoamérica. En los años noventa, las ciudades colombianas usaron un método epidemiológico impulsado en datos para abordar las altas tasas de criminalidad. Mediante la identificación de conductas de alto riesgo, como el consumo de alcohol en las noches de los fines de semana y el uso de armas de fuego, y la imposición de restricciones sobre ellas, las autoridades de Cali y Bogotá redujeron las tasas de homicidios hasta en 50 por ciento. Más recientemente, las autoridades atribuyeron la baja de 46 por ciento en los homicidios en 2016 en la ciudad de Palmira —ciudad al suroccidente de Colombia, que a finales de 2015 se clasificó como la octava más mortífera del mundo— a una combinación de mayor presencia policial e intervenciones comunitarias dirigidas.

“Pero ese tipo de trabajo aquí podría hacer que maten a la gente. No creo que aquí tengamos la infraestructura aún para ese tipo de trabajo”.

Entretanto, un nuevo informe (pdf) del Instituto Igarapé, de Brasil, destaca diez medidas de seguridad innovadoras que se han implementado en toda Latinoamérica. Algunas iniciativas, como Todos Somos Juárez en Ciudad Juárez, México, coincidieron con una reducción de los crímenes violentos. Todos Somos Juárez buscó dar solución a los problemas sociales y económicos subyacentes al aumento de la inseguridad con la creación de “Mesas de Seguridad”, o mesas redondas de seguridad, que reunieron a funcionarios de gobierno, representantes de las fuerzas de seguridad y líderes comunitarios para tratar mejores prácticas de seguridad.

Y esos son apenas unos cuantos programas que se han implementado en toda la región.

“Ha habido una verdadera explosión de iniciativas de seguridad ciudadana en toda Latinoamérica y el Caribe desde finales de los 90”, comentó Robert Muggah, director de investigaciones de Igarapé, a InSight Crime por correo electrónico.

Muggah señaló que Igarapé ha recabado datos de 1.224 intervenciones de ese tipo que se remontan a 1998.

Razones por las que no funcionaría

Por diversas razones, las estrategias de seguridad balanceadas que funcionaron en Estados Unidos u otros lugares de Latinoamérica podrían no tener el mismo efecto en El Salvador.

En primer lugar, debido a la amenaza que suponen las pandillas y a la debilidad de los organismos estatales, intervenciones bien intencionadas podrían terminar facilitando aún más criminalidad, en lugar de evitarla.

“Hay cosas que hicimos en Los Angeles, como usar expandilleros para mediar en conflictos entre pandillas”, observó Guillermo Céspedes, exalcalde encargado de Los Angeles, quien comenzó el GYRD y ahora está al frente de la implementación de componentes del programa en Centroamérica, en calidad de asesor sénior para la seguridad ciudadana en Creative Associates.

“Eso se hizo en colaboración con el LAPD [Departamento de Policía de Los Angeles] y el trabajo fue muy efectivo allí en la reducción de homicidios”, recuerda Céspedes. “Pero ese tipo de trabajo aquí en este momento podría hacer que maten a la gente. No creo que aún tengamos la infraestructura aquí para ese tipo de trabajo”.

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En segundo lugar, una estrategia integral podría no recibir apoyo de la población salvadoreña.

La sociedad salvadoreña “está muy inclinada a respaldar políticas represivas”, comentó Amaya a InSight Crime. “Las noticias de una política de prevención no son recibidas necesariamente con los brazos abiertos”.

Es cierto; en 2012 y 2014, El Salvador se situó como el país latinoamericano con más probabilidades de apoyar a las fuerzas armadas en la lucha contra el crimen callejero, según la encuesta Barómetro de las Américas de la Universidad de Vanderbilt (vea el siguiente gráfico).

Céspedes señaló que el proceso de considerar a los pandilleros como algo más que criminales era un proceso lento, pero en últimas necesario para que se afianzaran las intervenciones sociales que se hicieron en Los Angeles.

“Es difícil pedirle a una comunidad que vea como una víctima más al chico que jala el gatillo”, señaló Céspedes a InSight Crime. “Que fue lo que tuvo que hacerse en Los Angeles. Pero se necesitaron más de 60 años para que Los Angeles llegara a esa postura”.

En tercer lugar, aún no hay evidencia sólida que respalde la efectividad de las intervenciones de seguridad ciudadana en Latinoamérica. Según Muggah, solo el 7 por ciento de los 1.224 programas a los que Igarapé hizo seguimiento se han sometido a algún tipo de evaluación. En muchas de las historias de éxito en toda la región, una confluencia de factores externos también contribuyó a reducir las tasas de homicidios.

“Ningún programa de prevención del crimen es responsable en su totalidad por la reducción de la violencia letal y no letal”, dijo Muggah. “Invariablemente hay factores mitigantes, como pactos, treguas y ceses al fuego, que pueden influenciar positiva o negativamente las medidas mejor planeadas”.

Pero sin mayor identificación de los altos funcionarios del gobierno y de las fuerzas de seguridad, el plan El Salvador Seguro seguirá siendo un componente en conflicto con la estrategia de seguridad más amplia.

Finalmente, una estrategia de seguridad balanceada requiere un alto grado de cooperación entre organismos gubernamentales, algo que muchas veces falta en El Salvador y en los demás lugares. El despliegue de tropas o fuerzas especiales en áreas con problemas es una solución mucho más simple, aunque rara vez es la mejor. Desde los cuerpos de policía militar en Honduras y Brasil hasta la agresiva guerra contra las drogas que se libra en México, la militarización de la seguridad interna en Latinoamérica no es un problema exclusivo de El Salvador.

Incluso Estados Unidos, dice Céspedes, aún tiene que comprender plenamente las complejidades de una estrategia balanceada.

“La implementación de una estrategia de reducción de la violencia que está compuesta por una estrategia balanceada de programas sociales y acción policial relacional constitucional es muy, muy difícil”, advierte Céspedes. “Requiere increíbles niveles de colaboración, esfuerzo y apoyo comunitario, y es de hecho una lucha continua para muchas ciudades de Estados Unidos…  ¿Estamos pidiéndole a la región que domine algo con lo que apenas estamos lidiando?”

Una idea no tan radical

Pese a las medidas de seguridad extremas emprendidas por las autoridades en El Salvador durante los últimos años, llegar a una estrategia más balanceada puede no ser tan difícil como podría parecer. Según Amaya, la política declarada del gobierno de Sánchez Cerén sobre seguridad ciudadana es en realidad muy similar a la de la administración anterior— y refleja una estrategia mucho más integral que la retórica abrasiva del gobierno y las tácticas de mano dura que señalarían.

La “política [de seguridad en El Salvador] no es tan balanceada en la práctica, pero sí en términos de diseño”, concluye Amaya.

El consultor internacional de seguridad señaló que la actual administración adoptó solo con cambios mínimos un documento que había presentado el gobierno de Funes, en el que se esbozan los objetivos centrales para la seguridad ciudadana (pdf). El documento destaca “el control y la represión del crimen”, pero también considera plataformas centrales la prevención de la violencia, la reinserción social y la reforma institucional.

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La administración de Sánchez Cerén también ha dado pasos para fortalecer las iniciativas de prevención del crimen. En julio de 2015, las autoridades lanzaron el plan “El Salvador Seguro”, que destina el 75 por ciento de su presupuesto para programas de prevención, afirma Amaya.

Pero sin mayor identificación de los altos funcionarios del gobierno y de las fuerzas de seguridad, el plan El Salvador Seguro seguirá siendo un componente en conflicto con la estrategia de seguridad general. Cualquier progreso que se haga en términos de prevención puede verse afectado y opacado por las políticas represivas del gobierno contra las pandillas.

“Los programas sociales no funcionan de manera aislada de la jerarquía de poder en la que ocurren”, observa Céspedes.

Para que programas como el plan El Salvador Seguro logren su pleno potencial, los principios rectores que hay detrás de ellos tendrán que ser adoptados por quienes ocupan los círculos políticos más altos del país.

Eso no quiere decir que una estrategia de seguridad más balanceada garantizará que cambien las cosas en la actual lucha que sostiene El Salvador para contener la violencia y la criminalidad. Pero también hay buenas razones para pensar que puede hacerse, y que este progreso puede mantenerse en el tiempo. Las experiencias de toda la región, en países como Colombia y ciudades como Ciudad Juárez, muestran que una estrategia balanceada de seguridad puede funcionar en lugares que padecen tasas de homicidios comparables a las de El Salvador.