Hace unos meses estaba en Caracas, Venezuela, tomando café con Alexis cuando nuestra conversación se vio interrumpida por un inesperado mensaje de texto. Después de leerlo compartió la inquietante noticia: un amigo policía había recibido un disparo frente a su casa la noche anterior.

Alexis es un expolicía que renunció para unirse a una institución estatal encargada de la implementación de la reforma policial que comenzó en 2009. Tomó la decisión de cambiar de cargo disgustado por la incontrolable corrupción y violencia que presenciaba.

Le expresé mi simpatía y le pregunté qué podía hacer. A lo que me respondió con desaliento que “nadie busca delincuentes cuando asesinan a un policía más, a menos que represente un problema político”.

Luego me explicó que se trataba del catorceavo agente de su promoción de la universidad policial en ser asesinado. Con un tono de resignación, dijo que era poco probable que alguien fuera detenido por el caso, y mucho menos procesado.

Una versión de este artículo apareció originalmente en el blog Política de Venezuela y Derechos Humanos de la Oficina en Washington para Asuntos Latinoamericanos y fue traducido con permiso del autor. Vea el artículo original aquí.

“Lo que se siente en estas situaciones es impotencia… Me dan ganas de volver al pasado cuando había una fuerza especial que iba y buscaba a estos tipos hasta ponerlos bajo tierra [asesinarlos]”.

Los sentimientos de Alexis vienen de su creencia -común entre la policía venezolana- de que el gobierno y su sistema de justicia criminal es incapaz o no tiene interés de proteger las vidas de los agentes de la policía.

Estos sentimientos son exacerbados por el hecho de que la cantidad de policías asesinados sube continuamente: 106 en Caracas sólo este año [hasta el 23 de octubre]. Muchos funcionarios han atribuido este incremento a las medidas de control de armas aprobadas por el gobierno del fallecido presidente Hugo Chávez, que según ellos han hecho que las armas y municiones sean mucho más difíciles de conseguir, convirtiendo a los agentes de la policía en objetivos por sus armas.

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Las inseguridades de los policías se intensifican todavía más por la presunta lucha de poder que dicen mantener con los colectivos armados (colectivos).

Y el violento enfrentamiento entre el Cuerpo de Investigaciones Científicas, Penales y Criminalísticas (CICPC) de Venezuela y el colectivo “Escudo de la Revolución” en el barrio Quinta Crespo ha traído esta lucha a la luz pública.

Existen varias versiones sobre lo que habría motivado la operación policial. Un periodista líder en el tema ha sugerido que actuaron precisamente porque los miembros del colectivo eran los principales sospechosos del asesinato de un policía. Lo que se sabe con seguridad es que cuando todo terminó, cinco de los miembros del colectivo estaban muertos.

El CICPC es una de las fuerzas policiales más letales y violentas de Venezuela y ha sido la rama más renuente a la reforma y la supervisión. De hecho, la cantidad de ejecuciones extrajudiciales perpetradas por el CICPC ha incrementado desde la implementación de la reforma en 2009, y en lo que va de 2013 ha alcanzado un máximo histórico de 99.

El gobierno respondió a la violencia en Quinta Crespo con una dramática reorganización de las instituciones policiales del país. Seis funcionarios del CICPC fueron detenidos, la administración del CICPC fue reorganizada y Miguel Rodríguez Torres, el ministro de Relaciones Interiores, Justicia y Paz, fue relevado de su cargo. El presidente Nicolás Maduro incluso anunció una revolución policial en el país.

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Hablé con Alexis pocos días después del incidente. Me dijo que muy probablemente estos oficiales del CICPC “habían visto la oportunidad de acabar con un grupo de criminales que gozaban de la protección del gobierno y la tomaron”.

Su declaración revela una lógica común entre los agentes de la policía: si se quiere luchar contra el crimen y responsabilizar a los asesinos de los agentes policiales, la policía debe actuar extrajudicialmente pues las instituciones estatales protegen a los criminales en lugar de castigarlos.

Y ahí está el dilema.

No es que las ejecuciones extrajudiciales sean poco comunes, sino que rara vez generan respuestas tan dramáticas por parte del gobierno. Si bien no es inadecuada, la respuesta a los asesinatos refuerza la percepción de los policías de que el gobierno apoya a los colectivos armados más que ellos. Y esta interpretación intensificará la sensación de vulnerabilidad e impotencia de la policía, alimentando sus justificaciones para el uso de la violencia extrajudicial.

En ausencia de un sistema judicial coherente, justo y efectivo, los funcionarios seguirán valiéndose de la fuerza excesiva tanto para “combatir el hampa” como para “cuidarse a sí mismos”. Y con lo generalizada que es esta narrativa en muchos de los barrios pobres de los que normalmente proceden, los agentes de la policía creen que el ejercicio de la violencia comunica a los demás que tienen la capacidad de protegerse a sí mismos y a su grupo.

*Una versión de este artículo apareció originalmente en el blog Política de Venezuela y Derechos Humanos de la Oficina en Washington para Asuntos Latinoamericanos y fue traducido con permiso del autor. Vea el artículo original aquí.

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