El presidente electo Joe Biden tiene una oportunidad de replantear las relaciones entre Estados Unidos y Latinoamérica, pero la estrategia esquizofrénica y personalista de la administración de Donald Trump aún puede dejar algunas cicatrices duraderas difíciles de cubrir.

Trump fue beligerante en ocasiones, como cuando envió buques de guerra al Caribe en un claro intento por intimidar a Venezuela o cuando exigió a México y Colombia que mantuvieran las medidas de línea dura contra el narcotráfico pese a la escasa evidencia de que esta estrategia diera frutos. De hecho, la producción de cocaína siguió creciendo en Colombia, la seguridad general en México se deterioró y Venezuela no dio un paso atrás.

La administración Trump también obligó a los presidentes de México, El Salvador, Guatemala y Honduras a ceder a sus demandas sobre la inmigración, su primordial y al parecer único interés en lo que respecta a la región. Ellos accedieron, quizás porque a cambio recibían protección diplomática cuando sus gobiernos torpedeaban las iniciativas contra la corrupción.

Trump fue casi sin excepción incoherente. Los fiscales federales estadounidenses imputaron al presidente venezolano Nicolás Maduro por narcoterrorismo y narcotráfico, pero el presidente hondureño Juan Orlando Hernández mantuvo su título de aliado clave en las misiones antinarcóticos de Washington a pesar de que fiscales estadounidenses lo señalaron como coconspirador en la red de narcotráfico de cocaína de su hermano.

Pero, sobre todo, el presidente estadounidense se mantuvo aferrado más a su base política en casa que a la realidad en el resto del mundo. A lo largo de la frontera entre México y Estados Unidos, se construyeron por lo menos 640 kilómetros de muro, aun cuando los traficantes siguen introduciendo la gran mayoría de los narcóticos por los puertos de ingreso legales.

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En ese panorama caótico entra el presidente electo Biden. Es muy probable que él vuelva a la diplomacia general con énfasis en el combate a la corrupción y al uso de las diversas formas tradicionales de interdicción en una región que conoce bien desde sus años como senador y como vicepresidente. Pero puede que la tenga difícil en la reconstrucción de un Departamento de Estado transfigurado por Trump, y que no haga ningún movimiento poco convencional en términos diplomáticos.

Biden es, en otras palabras, un retorno al statu quo, con todo lo bueno y malo que eso conlleva.

Mayor atención a la inmigración

En lo que respecta a Trump y Latinoamérica, a este solo le preocupó una política: la inmigración. En 2020, Trump siguió haciendo presión en este aspecto, por ejemplo, conminando al presidente mexicano Andrés Manuel López Obrador a usar la Guardia Nacional como ejército antiinmigración, mientras se descuidaban problemas de seguridad más generales a cuya resolución podría haber contribuido esa unidad.

Luego de amenazar con el recorte de ayudas a los gobiernos de El Salvador, Guatemala y Honduras, el presidente Trump eventualmente se echó para atrás en su posición, pero solo cuando los tres presidentes accedieron a firmar acuerdos como «tercer país seguro» para disuadir a los solicitantes de asilo de huir de esos países para resguardarse en Estados Unidos.

Los acuerdos obligaban a los migrantes que pasaban por el Triángulo Norte a solicitar asilo allí primero: la misma región violenta y peligrosa de la que muchos querían huir.

A cambio de su cooperación en temas de inmigración, Estados Unidos se hizo a un lado cuando el entonces presidente de Guatemala, Jimmy Morales, desmontó la elogiada Comisión Internacional contra la Impunidad en Guatemala (CICIG), la unidad que llevó a cabo una de las campañas anticorrupción de alto nivel más exitosas del continente americano.

Entre tanto, en Honduras, el presidente Hernández cerró la Misión de Apoyo contra la Corrupción y la Impunidad en Honduras (MACCIH), una iniciativa similar a CICIG abanderada por la Organización de Estados Americanos (OEA). La MACCIH también había contribuido a judicializar a miembros corruptos de la élite y a fortalecer el sistema de justicia a instancias de Estados Unidos y con millones de ayuda estadounidense.

Ambos países volvieron al statu quo cuando las élites saquearon en forma sistemática al gobierno o lo usaron para sus propios fines sin enfrentar consecuencias. El único organismo contra la impunidad en Guatemala, la Fiscalía Especializada contra la Impunidad (FECI), dependiente del Ministerio Público, es el último vestigio de ese esfuerzo y quedó sola para enfrentar los ataques de las élites en el gobierno y el sector empresarial. Lo mismo se aplica a Honduras. Aparte de algunos comentarios aislados de funcionarios estadounidenses, el respaldo a las iniciativas anticorrupción en la región prácticamente se agotó en la administración Trump.

Aun cuando Trump devolvió su atención al narcotráfico, lo hizo como una oportunidad más para darse aires de corrección y agradar a su base en Estados Unidos que para promover los intereses de su país o los de sus aliados. El gobierno estadounidense, por ejemplo, amenazó con calificar a los grupos criminales mexicanos de organizaciones terroristas, lo que insinuaba la posibilidad de una mayor participación directa de Estados Unidos al sur de su frontera.

«A menos que el gobierno mexicano demuestre un progreso sustancial el próximo año, respaldado por datos verificables, México estará en grave riesgo de ser considerado en incumplimiento demostrable de sus compromisos internacionales sobre control de narcóticos», afirmó Trump en un memorando de la Casa Blanca.

Aquello no pasó de ser una amenaza, pero sirvió a la necesidad de Trump de apuntalar sus credenciales de hombre fuerte.

La relación se fracturó aún más después de que los fiscales federales estadounidenses acusaran al ex primer ministro de México Salvador Cienfuegos Zepeda de narcotráfico y corrupción. El Departamento de Justicia posteriormente retiró los cargos, aduciendo frente al juez que “consideraciones de política exterior importantes y sensibles pesan más que el interés del gobierno en seguir adelante con este proceso”.

Pero el daño ya estaba hecho. Recientemente, los legisladores mexicanos sancionaron varias reformas a su legislación de seguridad nacional que ponen límites a la capacidad de operación de los agentes de la Administración Antidrogas (DEA) de Estados Unidos en el país.

Trump incluso sermoneó a Colombia, que por décadas ha sido el más fiel aliado de Estados Unidos. En un evento de su campaña en septiembre de 2020, el presidente estadounidense reprendió a la administración del expresidente Juan Manuel Santos y el histórico acuerdo de paz firmado en 2016 con las Fuerzas Armadas Revolucionarias de Colombia (FARC). El mismo acuerdo que puso fin a medio siglo de guerra y le valió a Santos un Nobel de Paz.

Pero para Trump el acuerdo no fue más que un «terrible tratado con los carteles colombianos de la droga». La retórica, combinada con la defensa de controvertidas medidas antinarcóticos, como la aspersion aérea con glifosato sobre los cultivos de coca, envalentonó al presidente colombiano Iván Duque para atacar de frente y poner en peligro un tambaleante acuerdo de paz que no tiene acogida en su partido de derecha.

El ejército estadounidense entra a hurtadillas en Latinoamérica

A lo largo de 2020, el espectro del conflicto rondó entre Estados Unidos y Venezuela. En el mes de marzo, el Departamento de Justicia estadounidense dio un paso extraordinario al imputar a Maduro. La última vez que el departamento imputó a un presidente en funciones fue en febrero de 1988, al acusar de narcotráfico al entonces presidente de Panamá Manuel Noriega. Pocos meses después, Estados Unidos invadió el país y aprehendió a Noriega.

En abril, el presidente Trump y un destacamento de altos funcionarios de defensa desplegaron buques de guerra de la marina estadounidense en el Caribe. En una conferencia de prensa, el presidente y Mark Esper, su secretario de defensa en ese momento, presentaron el despliegue como un esfuerzo para impedir que los traficantes usaran el COVID-19 para contrabandear narcóticos a Estados Unidos. El almirante Craig Faller, director del Comando Sur de Estados Unidos, reiteró esa postura.

Sin embargo, observadores de la región se apresuraron a tildar la medida de belicista. Brian Fonseca, director del Instituto para el Estudio de Políticas Públicas de Florida International University (FIU), señaló que la interdicción de drogas, la creación de alianzas y un “despliegue de fuerza” que mostrara que Estados Unidos aún tiene el “músculo para moverse en el Caribe” eran todos elementos detrás de ese despliegue.

Un helicóptero naval patrulla el Pacífico como parte de las operaciones antidrogas del SOUTHCOM (Foto: AP)

El mensaje para la región era claro: el ejército estadounidense había vuelto nuevamente su atención hacia Latinoamérica luego de años de olvido. El retorno militar se complica con una larga y sombría historia de intervención estadounidense en la región. Su participación en la guerra antinarcóticos también ha sido tensa: el suministro de armas y el entrenamiento brindado por Estados Unidos muchas veces han producido resultados violentos y abusos sistemáticos de derechos humanos.

Por eso no fue sorpresa la agitación causada por la reciente concentración naval estadounidense en Suramérica. Según el portal informativo en línea del Instituto Naval de Estados Unidos (US Naval Institute), la Marina estadounidense tenía un promedio de seis buques de guerra operando en el Caribe y el Pacífico, el máximo visto en los últimos cinco años.

Los buques lograron decomisos marítimos de narcóticos. Pero construidos para la guerra, los destructores navales y otros barcos también resultaban costosos de operar.

Aparte de las operaciones antinarcóticos, los destructores bordearon la costa venezolana en dos operaciones separadas de «libertad de navegación«, lo que provocó la ira de los funcionarios de Maduro, quienes no alteraron sus políticas de ninguna manera significativa.

Aliados y enemigos: un abordaje contradictorio

No hay dos países que ilustren mejor las contradicciones de la estrategia de Trump contra el crimen en América Latina que Honduras y Venezuela.

Los jefes de estado de ambos países han sido acusados de corrupción generalizada y colusión con organizaciones criminales transnacionales. Pero el presidente de Venezuela Maduro y sus aliados más cercanos enfrentan cargos por narcoterrorismo y narcotráfico, mientras que los representantes de gobierno estadounidense llaman consistentemente al presidente hondureño Hernández su aliado estratégico en la región.

Las denuncias criminales han acechado a Hernández desde que asumió el mandato en 2014. Los fiscales estadounidenses condenaron a su hermano, el exdiputado Tony Hernández, por cargos de drogas en 2019. A lo largo de ese juicio, se nombró al mismo presidente como coconspirador no imputado en la maquinación para exportar drogas. Los fiscales también alegaron que el presidente Hernández protegió un laboratorio de narcóticos que producía cientos de kilos de cocaína mensuales y aceptó un soborno de varios millones de dólares del capo del Cartel de Sinaloa Joaquín Guzmán Loera, alias «El Chapo».

Pese a todo esto, la administración Trump siguió alardeando sobre su «sólida relación de cooperación» con el asediado mandatario, quien ha negado con vehemencia todos los señalamientos criminales en su contra.

Maduro, por supuesto, sigue siendo un paria. Estados Unidos lanzó fuertes sanciones contra su gobierno, imputó a sus aliados más cercanos y lo acusó formalmente de conspirar con los insurgentes de las FARC en Colombia para «inundar Estados Unidos de cocaína«.

En la imputación, los fiscales estadounidense dijeron que Maduro «negoció cargamentos de varias toneladas de cocaína producida por las FARC” y suministró a los insurgentes «armas de uso militar». También está acusado de «coordinar» con Honduras y otros países para «facilitar el narcotráfico a gran escala».

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Pero existe poca evidencia en los documentos de la corte que soporten las denuncias criminales.

Tanto Honduras como Venezuela cumplen roles esenciales como puntos de transbordo para facilitar el narcotráfico internacional. La administración Trump, sin embargo, vio en Honduras un aliado clave en la lucha contra el crimen organizado, lo bastante importante para compartir con él delicada información de inteligencia antinarcóticos. Al otro lado del Caribe, en Venezuela, el gobierno estadounidense vio un presidente a quien podría engatusar para que dimitiera.

Con amigos así…

En una presidencia dirigida por Joe Biden, puede esperarse un retorno de las políticas de la era del expresidente Barack Obama, marcadas por los esfuerzos por combatir la corrupción y la provisión de una serie más holística de programas para enfrentar la inmigración, el crimen organizado y las pandillas. En el plan divulgado por Biden para Centroamérica, por ejemplo, el presidente electo ya hizo señas a estos países de que habrá un retorno a la diplomacia en el sentido amplio, lo que incluye iniciativas anticorrupción, mejoras en vigilancia policial local y reducción del reclutamiento de pandillas.

Biden llama a la corrupción «un cáncer», y propone crear una comisión regional modelada siguiendo la muestra de la desaparecida CICIG de Guatemala para reforzar las instituciones y apoyar a los fiscales locales. El cambio seguramente irritará a estos presidentes centroamericanos, cuyo compromiso con la lucha anticorrupción son palabras vacías en el mejor de los casos, si se atiende a los retrocesos de años recientes.

Biden también declara que entregará un paquete de ayuda de US$4 mil millones en cuatro años para enfrentar las causas raíz de la migración. Esos factores desencadenantes incluyen el desempleo y la corrupción, además del crimen y la violencia.

El paquete de ayuda que Biden propone requiere inversión en todo, desde fuerzas de seguridad hasta capacitación laboral y terapia de conducta para jóvenes. Este reproduce las ayudas por US$750 millones aprobadas en 2015 durante la administración Obama luego de un repunte importante en la migración de menores sin acompañantes a Estados Unidos en 2014 (una ayuda que muchas veces se ha llamado los “mil millones de Biden”, puesto que el vicepresidente abanderó esa iniciativa).

La administración entrante de Biden ha prometido una estrategia menos dura hacia los migrantes centroamericanos solicitantes de asilo. Es muy probable que esto se ponga a prueba rápidamente. Los cierres de fronteras por el COVID-19 se han flexibilizado. Los traficantes están listos, pues los migrantes tienden a moverse en mayores números en los cuatro primeros meses del año, según observó Adam Isacson, director de vigilancia de defensa en la Oficina de Washington para Asuntos Latinoamericanos (WOLA).

“El solo hecho de que el presidente de línea dura termina su mandato hará parte de los argumentos de venta de los traficantes”, afirmó en conversación con InSight Crime.

La presión puede forzar a Biden a volver rápidamente al statu quo en lo que respecta a la inmigración. Sin duda, fue Obama, no Trump, quien recibió el título de primer “deportador en jefe”, al expulsar a más personas que cualquier presidente de la historia. Y fue la administración Obama la primera que motivó —los defensores de los inmigrantes dicen que presionó— a México para que reforzara la seguridad de su frontera sur y redoblara el número de controles fronterizos y operativos en las rutas preferidas por los migrantes.

Otros obstáculos también aguardan al plan de ayuda de Biden para el Triángulo Norte. Los hilos que mueven esa ayuda muchas veces no son implementados en su totalidad por Estados Unidos, y el dinero con frecuencia termina en gobiernos con acusaciones creíbles de malos manejos y otros actos indebidos.

Ya en 2012, por ejemplo, el entonces vicepresidente Biden se reunió con los presidentes centroamericanos para discutir temas de seguridad ciudadana, crimen organizado y narcotráfico. En el encuentro estuvieron el entonces presidente de El Salvador Mauricio Funes, quien posteriormente huyó a Nicaragua luego de ser acusado de malversación de cientos de millones de dólares de dineros públicos; el entonces presidente Otto Pérez Molina en Guatemala, quien se encuentra preso en espera de un juicio por cargos de corrupción; y el entonces presidente de Honduras Porfirio «Pepe» Lobo Sosa, a quien se acusa de recibir sobornos de la pandilla más poderosa de su país.

Derribar el muro

Quizá no haya un mejor recordatorio de la división que la administración Trump buscó crear entre Estados Unidos y el resto de la región que el infame muro que propuso construir a lo largo de la frontera entre México y Estados Unidos. Según el discurso de la administración Trump, el propósito del muro era detener a los inmigrantes e impedir que los poderosos grupos mexicanos del crimen organizado introdujeran narcóticos a Estados Unidos. Trump logró asegurar cerca de US$15 mil millones para casi 1200 kilómetros de muro fronterizo y usó el presupuesto del Departamento de Defensa para proyectos de construcción militar y operaciones antinarcóticos.

Agentes de la Patrulla Fronteriza junto a un nuevo tramo del muro fronterizo en Calexico, California, en octubre de 2018 (Foto: AP)

Al final, fue más fanfarronería que realidad. Se completaron cerca de 643 kilómetros de construcción, que en su mayor parte reemplazaron las barreras vehiculares existentes por nuevas vallas de acero de 10 metros de altura. En Otay Mesa, en las afueras de San Diego, Trump dijo a los periodistas que «las bases de concreto son muy profundas», para impedir que se abran túneles por debajo. Los parapetos impiden que se lancen drogas por sobre el muro y que personas jóvenes “trepen por el muro con droga a la espalda”, comentó.

Biden prometió detener la construcción de ese muro, aun cuando la administración Trump avanza a marchas forzadas para construir tanto como sea posible antes de entregar el mandato. En lugar de eso, Biden afirma que su administración invertirá en mejores tecnologías, incluyendo grandes máquinas de rayos X y el mejoramiento de infraestructura obsoleta.

Es importante el reconocimiento de que la mayoría de los narcóticos que se introducen de México a Estados Unidos entran por los 25 puertos de ingreso legales del país, donde, en puntos de mucho tráfico como el de San Ysidro, en Californa, pasan más de 10 millones de automotores al año. Solo en 2018, más de dos millones de camiones cruzaron desde México por Laredo, Texas.

Sin embargo, hay algunos vacíos por llenar.

Otras zonas de la región también enfrentan problemas perennes, en particular Colombia, donde resulta complicado el sorprendente balance entre represión y desarrollo económico. Como senador y vicepresidente, Biden trabajó muy de cerca con «todos los líderes colombianos en los últimos 20 años», como lo observó en una editorial este año en el Sun-Sentinel del sur de la Florida, donde describía a Colombia como “piedra angular» de la política estadounidense en Latinoamérica y el Caribe.

Biden promovió su defensa del Plan Colombia, el multimillonario programa de ayuda estadounidense para la lucha contra narcoinsurgentes y grupos paramilitares. El plan, iniciado en el año 2000, permitió al ejército del país con apoyo de Estados Unidos hacer algunos avances contra la entonces guerrilla de las FARC a mediados de los 2000.

Pero el Plan Colombia fue un arma de doble filo: dio pie a abusos contra los derechos humanos, incluida la ejecución extrajudicial de miles de civiles, y fácilmente podría convertirse en un proyecto militar más complejo que ya ha dejado a una población vejada y recelosa frente a nuevas intervenciones estadounidenses. El espectro resurgió en mayo de 2020, cuando se levantó una controversia por el envío de unos 50 soldados a Colombia para apoyar las operaciones antinarcóticos.

Más aún, su éxito en la contención de la producción de cocaína fue efímero. Anticipándose a las críticas esperadas, Biden prometió «crear alternativas al cultivo de coca», un proyecto que la administración del presidente colombiano Duque dejó en el limbo. Entretanto, Colombia sigue produciendo y exportando volúmenes sin precedentes de cocaína, lo que indica que se requieren nuevas medidas de éxito, diferentes a las cifras de erradicación de coca e interdicción de cocaína, o la captura y ejecución de una puerta giratoria de traficantes.

“Pienso que una lección aprendida por el equipo de Biden y los demócratas moderados con el Plan Colombia es que simplemente fumigar y disparar para salir de esto no funciona en realidad”, comentó Isacson.

Pero no será fácil sacar a Estados Unidos de su estrategia tradicional de dirigir los recursos al patrocinio o apoyo de la represión, y Biden podría no ser el mejor candidato para esa tarea. Aunque el presidente electo ha reconocido la frustración de los líderes latinoamericanos por la violencia vinculada al tráfico de narcóticos, en especial cuando Estados Unidos sigue siendo el mayor mercado de sustancias ilícitas en el mundo, se opone firmemente a cualquier legalización amplia.

Sin embargo, Fonseca, de Florida International University, señaló que su estrategia será muy diferente de la de Trump. Apuntó que la administración de Biden buscará colaborar con los países latinoamericanos, con énfasis en la diplomacia, el multilateralismo y la institucionalidad. Advirtió que el ejército tendrá un “impacto poco profundo” y anticipó que es más probable que los delegados del gobierno estadounidense hagan avances en la región por medio de otras iniciativas de seguridad, como el combate a la trata de personas y la pesca ilegal.

“Se verá mucha más diplomacia, pero mucho menos del tipo coercitivo”, afirmó, trazando un contraste con la administración saliente.

En lo que respecta a la lucha contra el crimen organizado y el narcotráfico en Latinoamérica en una administración de Biden, el pasado puede ser el prólogo.

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