En una comunidad de San Salvador pandilleros del Barrio 18 obligan a un grupo de mujeres a cuidar a sus hijos mientras ellos, o sus parejas, están en prisión. Negarse implica la muerte. 

Tony tiene un trato especial entre los homeboys. Es discreto y de pocas palabras incluso con su madre. En su rostro se vislumbra la mirada altiva de pandillero y nunca responde a preguntas de alguien que no conoce.

Tony se reserva su expresividad, su personalidad real, para los pandilleros. Sale con ellos a la esquina, se sienta en las bancas cerca del parque, se ríe de sus chistes. Se siente bien. Los pandilleros del Barrio 18 lo tratan con naturalidad, celebran cuando pide un dólar a la usanza pandillera a algún habitante de la comunidad. Lo tratan como a uno de los suyos. Tony sabe que es hijo de un pandillero y se comporta como tal.

Tony callado. Tony hablando con los pandilleros. Tony pidiendo un dólar en el parque. Tony hace sus necesidades donde le place. Tony respondiendo a su alias, su apodo en la pandilla. Tony peleando. Tony rifando el barrio. Tony respondiéndole mal a su madre postiza. Tony hijo de un pandillero. Tony casi pandillero.

Tony tiene solo cuatro años.

* Este artículo fue traducido y editado por su extensión, y publicado con el permiso de Revista Factum. No necesariamente representa los puntos de vista de InSight Crime. Vea el original aquí.

Este niño de cuatro años es hijo de un pandillero del Barrio 18 y de su jaina (novia). Ambos están en prisión desde hace tres años, y desde entonces lo dejaron asignado a Marcela, convirtiéndola así en otra niñera de esta misma comunidad de San Salvador.

La historia de Tony es también la de una madre que tiene a un hijo de la pandilla que ya empieza a comportarse como tal. La niñera de Tony es muy joven y aunque nunca decidió tenerlo a su cargo, ahora debe criarlo como a su propio hijo, pero bajo las reglas de otros.

Por ejemplo, hay cosas que esta mujer no puede decidir con total libertad. Si se cambia de casa, tiene que pedirle permiso a la pandilla. Si se lleva al niño para un lugar lejano, debe informar al palabrero, al jefe de la pandilla en este microcosmo, y si el niño sale a jugar con los pandilleros, nada puede –ni debe- hacer para impedirlo.

Marcela acuesta a Tony en sus piernas y lo duerme. Lo arrulla mientras le soba el pelo y lo abanica con sus manos para espantarle el calor. Mientras platicamos, ella acepta con una sonrisa que una de las cosas que más le gusta al niño es escuchar las historias de su padre que le cuentan los pandilleros.

De todos los asignados a las niñeras de la pandilla en esta comunidad, Tony es el más claro ejemplo de todos los problemas que estos niños pueden tener. El abandono de sus padres y quedar a cargo de una extraña.

Este niño, a sus cuatro años, no tiene papeles. Ni partida de nacimiento, ni nada. Su única identidad es su nombre, por el cual lo llama su madre y los homeboys de la colonia. Ante esto, su nueva madre no sabe muy bien qué hacer.

(Niños juegan mientras soldados hacen guardia en la comunidad bajo el control del Barrio 18 donde viven las “niñeras”. Crédito: Oliver Dos Ros/ FACTUM-El Intercambio)

A principios de 2016 llegué a esta comunidad cuyo nombre no puedo mencionar porque hacerlo significaría poner en peligro la vida de las mujeres de esta historia, a las niñeras.

Para llegar a esta comunidad no hay que salir mucho de la capital. No está aislada de los centros comerciales o supermercados. A menos de un kilómetro hay un puesto policial, y un poco más allá una subdelegación. Los policías patrullan casi a diario acompañados de soldados. Paran a los jóvenes que ven en los pasajes, los catean. Y por las noches, en operativos constantes, golpean las puertas, registran las casas. Suenan los balazos. Parecería que el Estado tiene presencia y control. Pero no.

En realidad, esta comunidad, sus edificios multifamiliares y sus diez pasajes completos, está bajo el control de la pandilla. Aquí son los pandilleros de la facción Revolucionarios del Barrio 18 quienes deciden quién entra y quién sale, quién paga la extorsión y quién no, quién vive y quién muere.

La pandilla además influye en aspectos básicos de la vida. Por ejemplo: cómo se pueden vestir los jóvenes, a qué escuela se pueden poner a estudiar los hijos, qué música se puede escuchar a alto volumen, hasta qué hora de la noche uno se puede emborrachar, y así…

Todas estas normas no están escritas en ningún lado; simplemente se saben. Se saben por las experiencias pasadas. Y también se sabe su castigo de no cumplirlas. Por ejemplo, el que se niega a pagar la extorsión, se muere. Ya ha pasado. El que colabora con la policía, se muere. Ya ha pasado. El que sopla información a una pandilla contraria, se muere. Ya ha pasado.

El control de la pandilla en esta comunidad es latente. La gente lo sabe y obedece.

La pandilla puede, por ejemplo, decidir sobre aspectos más personales de la vida de los habitantes de esta comunidad. Como a las mujeres que han sido convertidas en esclavas, en canguras, en una especie de niñeras de la pandilla que crían hijos de sus mujeres presas.

(Un grupo de niños jugando en la comunidad controlada por Barrio 18 donde las “niñeras” viven. Crédito: Oliver De Ros/ FACTUM-El Intercambio)

Aunque desde el año 2000, el papel de la mujer en la pandilla ha sido relegado (ya son muy pocas clicas o canchas –como la MS y el Barrio 18 llaman a las pequeñas células que las forman- las que brincan mujeres), ahora su rol se puede clasificar básicamente en tres: jainas o novias; colaboradoras; y esclavas sexuales.

Sin embargo, el fenómeno de las niñeras es nuevo. Ellas son mujeres, probadas como madres por la pandilla, a las que se les ha impuesto una nueva forma de esclavitud: criar hijos de pandilleros bajo amenaza, lejos del amparo de la ley, sirviendo como una especie de niñeras.

Hasta la fecha, no existe en ningún radar, ni de Revista Factum, ni del Estado, pruebas que permitan determinar que la práctica de implantar niños en mujeres civiles sea una instrucción de las pandillas en general, o de la facción Revolucionaria del Barrio 18 en particular. Sin embargo, este medio ha logrado comprobar que este fenómeno existe en esta comunidad y en al menos dos más, una en San Salvador y la otra en Santa Ana. En la comunidad de la que va este texto se logró identificar al menos 12 casos de la cuales se habló con seis niñeras.

Sentada en la oficina de su despacho, Griselda González, subdirectora del registro y Vigilancia del Consejo Nacional de la Niñez y Adolescencia (CONNA), la máxima autoridad para garantizar los derechos de los niños, acepta que no conoce de alguna denuncia de este tipo de casos, que el Estado desconoce este fenómeno.

Eso sí, ante la pregunta hipotética de qué harían si se encontraran con ellos, González contestó que una de las primeras medidas a tomar sería separar al menor de la niñera, por no contar con papeles para tenerlos. Aunque quizá las autoridades del CONNA no lo sepan, separar a los niños de las niñeras significaría, muy probablemente, la muerte para ellas.

En El Salvador, los únicos que se han preocupado por conocer y ayudar a las niñeras de la pandilla y a su niños son oenegés que trabajan con fondos de la cooperación internacional. Aunque esta ayuda, en realidad, no estaba pensada para las niñeras sino para mujeres que crían a hijos de mujeres presas, niños que salen de la cárcel. Mujeres que no han sido amenazadas por una pandilla.

* Este artículo fue traducido y editado por su extensión, y publicado con el permiso de Revista Factum. No necesariamente representa los puntos de vista de InSight Crime. Vea el original aquí.