Informes recientes sobre leyes antidrogas en Latinoamérica indican que existe una fuerte tendencia a imponer castigos, lo cual no contribuye a lograr los objetivos de seguridad pero sí atiborra las cárceles.

Un informe del Wilson Center (pdf), titulado “Tough on the Weak, Weak on the Tough,” [“Fuerte con los débiles, débil con los fuertes”], y un reciente estudio realizado por el Colectivo de Estudios, Drogas y Derecho (CEDD), describen cómo las leyes antidrogas han pervertido el trabajo policial en Latinoamérica. Por diversas razones, la seguridad ciudadana ha quedado en un segundo plano, y se privilegian las estadísticas sobre crimen, lo cual indirectamente protege a los grandes criminales y castiga de manera desproporcionada a los sectores más vulnerables de la sociedad.

Según el autor del Wilson Center, Juan Carlos Garzón Vergara, muchas fuerzas de seguridad en Latinoamérica, usualmente con bajos presupuestos y poco entrenamiento, son consideradas corruptas e ineficientes. La “guerra contra las drogas” ha empeorado las cosas, al incentivar a la policía y a los gobiernos a aumentar progresivamente las estadísticas de detención y confiscación, que se exhiben como evidencia de su trabajo. Esto crea una serie de problemas, como el hecho de que la policía exagere la importancia de los criminales capturados, infle las estadísticas de incautación de drogas y arreste a tantas personas como le sea posible.

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En el intento de hacer estos arrestos, la policía latinoamericana suele ir tras los consumidores de drogas y los eslabones más bajos en la cadena del comercio de drogas. Estos dos grupos son generalmente los más fáciles de arrestar, ya que son más numerosos, tienen menos protección que los grandes criminales, y suelen ser atrapados en violaciones flagrantes, como la posesión o venta de drogas en las calles. Estos arrestos requieren poca investigación, o incluso ninguna, en comparación con el sofisticado trabajo policial que se necesita para derrotar a los grandes criminales, explicó Garzón.

Para empeorar las cosas, esta práctica a menudo va acompañada del uso de unidades de policía militarizadas o incluso de soldados como tal, y ha sido relacionada con casos de uso excesivo de la fuerza y con violaciones de derechos humanos, agregó Garzón.

En Brasil, según la ONG Foro Brasileño sobre Seguridad Pública, esto ha coincidido con un aumento anual del 37 por ciento en los homicidios cometidos por la policía. En El, Salvador, por su parte, los funcionarios de la policía alientan a los agentes a utilizar sus armas “con toda la confianza“, y se refieren a la situación de seguridad del país como “guerra“.

Este tipo de detenciones y abusos cae de manera desproporcionada sobre personas como indigentes, jóvenes marginados, migrantes, mujeres y, según los informes, en algunos países también sobre poblaciones negras. En general, los agentes tienen bastante libertad a la hora de lidiar con los infractores de la ley, lo cual da pie a tratos discriminatorios. Por otra parte, según Garzón, las comunidades tienden a aceptar cada vez más las acciones policiales severas cuando éstas se aplican a los grupos que han sido estereotipados como criminales.

Uno de los estudios del CEDD, enfocado específicamente en las mujeres, descubrió que la mayoría de los encarcelamientos estaban relacionados con el comercio o el transporte de drogas en pequeñas cantidades. Además, en general estas mujeres son madres solteras jóvenes con poca educación y a menudo pertenecen a una minoría étnica.

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Existe otro informe, de la Secretaría Nacional de la Juventud de Brasil (pdf), que descubrió que las poblaciones carcelarias locales aumentaron en más de 200.000 presos entre 2005 y 2012, y que más del 60 por ciento de estos reclusos son jóvenes negros.

Por otra parte, esta represión generalizada no ha logrado derrocar a los grandes criminales. La policía de muchos países latinoamericanos ha demostrado ser vulnerable a la corrupción y a las amenazas del crimen organizado, y en algunos casos incluso ha participado en el narcotráfico, señaló Garzón.

La Comisión Internacional contra la Impunidad en Guatemala (CICIG), organismo respaldado por las Naciones Unidas, ha dicho que el 90 por ciento de los policías guatemaltecos han aceptado sobornos del crimen organizado por lo menos una vez. En otro caso, toda una unidad policial del estado de Guerrero, México, renunció en el año 2013 debido a amenazas de grupos criminales.

En palabras de Garzón, las amenazas y la corrupción, así como el énfasis de la policía en los consumidores de drogas y en los delincuentes de poca monta, le han otorgado un manto de protección al crimen organizado.

Ejemplo de ello es que sólo una de cada 3.000 personas encarceladas en la región por delitos relacionados con drogas está pagando penas por lavado de dinero, según el Informe sobre Desarrollo Humano de las Naciones Unidas (pdf).

Análisis de InSight Crime

Si bien muchos expertos, e incluso algunos funcionarios gubernamentales de Latinoamérica, han reconocido los perversos efectos de las actuales leyes antidroga sobre la seguridad en la región, los cambios se han dado de manera lenta.

Algunos países han tomado medidas para reducir el encarcelamiento de los consumidores de drogas, despenalizando esta práctica o buscando penas diferentes a la prisión para el delito de posesión de dosis personal.

Sin embargo, la policía sigue confiscando drogas con el fin de aumentar las estadísticas de incautación, y con frecuencia continúa arrestando consumidores en países donde no se han establecido mínimos de posesión personal de drogas, dijo Garzón. Como resultado, quienes han cometido ofensas relacionadas con drogas continúan siendo el segmento de más rápido crecimiento entre la población carcelaria en Latinoamérica, incluso en países que han despenalizado la posesión de drogas, según descubrió el estudio del CEDD.

Cambiar definitivamente el énfasis de Latinoamérica en los consumidores y en los delincuentes de poca monta requiere un cambio sistémico en lugar de medidas legislativas parciales. Lamentablemente, muchos políticos han adoptado estrategias de mano dura para hacer frente a las drogas, y dichas estrategias son a menudo bien recibidas por los votantes. La solución preferida suelen ser medidas policivas más severas y sanciones más estrictas. Y cuando éstas no producen los resultados esperados, los líderes políticos aumentan la “dosis”, creando lo que tanto Garzón como el CEDD han denominado “una adicción al castigo”.

Por desgracia, intentar curar esta adicción puede ser políticamente desagradable, como lo evidencia la reciente revocación de leyes antidrogas progresivas en Ecuador. La situación se complica aún más por el principal aliado de la región en materia de seguridad, Estados Unidos, que, según Garzón, ha invertido unos US$12,5 mil millones en Latinoamérica desde el año 2000, en programas de seguridad que refuerzan estas perversas prioridades de seguridad.