El nuevo libro de Sam Quiñones incorpora historias de victorias comerciales separadas, pero coincidentes: la promoción de narcóticos fuertes como OxyContin como analgésico de preferencia que adelantaron las gigantes farmacéuticas en Estados Unidos en la década de 1990, y la explotación de esa revolución médica por parte de una pequeña organización traficante de heroína, en su mayoría anónima desde una zona rural alejada del panorama criminal mexicano.

Lo mejor de “Dreamland: The True Tale of America’s Opiate Epidemic” (Tierra de sueños: la verdadera historia de la epidemia de los opiáceos en Estados Unidos) es el retrato indeleble y con gran detalle de cómo ésta organización mexicana se tomó los mercados municipales de heroína en Estados Unidos. Explotando las nuevas legiones de adictos a los opioides que surgieron de la estrategia médica más agresiva para el tratamiento del dolor, en las décadas de 1990 y 2000 los llamados Muchachos de Jalisco (Xalisco Boys) llegaron a manejar el negocio de la heroína en ciudades desde Charlotte y Myrtle Beach en la costa Este hasta Portland y Boise en el Oeste.

Incluso Honolulu cayó bajo la influencia de esta pandilla de la que casi nadie había oído hablar.

16-06-23SamQuinones

Aunque ha habido otros libros sobre la moda opioide, Dreamland se erige como una obra de genuina singularidad por su detallada descripción de los “Muchachos de Jalisco”. Según describe Quiñones, dos características distinguieron mayormente a la organización: en primer lugar, controlaban todos los eslabones de su cadena de suministros, desde el cultivo de la amapola y su procesamiento en heroína negra en la pequeña población de Jalisco, Nayarit, hasta su venta al por menor en Estados Unidos, y la repatriación de las ganancias usando como mensajeras a mujeres que viajaban a casa dos veces al mes.

Esto significaba que toda la organización podía funcionar usando solo a miembros de un puñado de familias extensas de Jalisco, lo que las hacía menos vulnerables a los adversarios.

Segundo, su organización funcionaba como ninguna gran organización criminal en México: aversa al conflicto, manejando un bajo perfil, con una estructura horizontal y fiel a los preceptos del mercadeo moderno.

Dondequiera que echaban raíces en Estados Unidos, las células de Jalisco pronto se ganaban una reputación entre los adictos por la altísima calidad de su heroína y por una estrategia amigable al cliente. Los usuarios podían llamar a los Muchachos de Jalisco a cualquier hora del día, y los traficantes hacían la entrega, en lugar de hacer que los clientes se aventuraran a mercados al descubierto donde estaban expuestos en zonas violentas de la ciudad.

Los conductores, quienes recibían un salario semanal en lugar de un porcentaje de las ganancias, nunca usaban su producto, y ganaron fama por su cortesía y profesionalismo. Casi siempre vástagos de familias campesinas pobres que buscaban hacer una fortuna rápidamente en Estados Unidos, transportaban pequeñas cantidades de heroína en globos de goma dentro de la boca, los cuales tragaban si los hacían apartarse para una inspección o escupían directamente en las ansiosas manos de los compradores.

Se animaba a los conductores a ofrecer descuentos con el fin de garantizar la lealtad del cliente, lo que implicaba que muchas veces estaban compitiendo por suministrar la heroína más pura al precio más bajo. Esto, a su vez, llevaba a un aumento en las sobredosis.

Los Muchachos de Jalisco usaban métodos inusuales para descubrir nuevos mercados. Una vez establecidos en Phoenix, por ejemplo, Quiñones especula que usaron los destinos de los vuelos directos que salían de Phoenix en una aerolínea estadounidense como guía para su expansión. Uno de los líderes de los Muchachos de Jalisco apuntó específicamente a zonas arruinadas por el OxyContin, pues sabía que tenía un mercado cautivo de dependencia de opioides, y que la industria médica no podía competir con él ni en precio ni en facilidad.

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Los Muchachos de Jalisco pedían a adictos amigables que les presentaran nuevos clientes en diferentes mercados, ofreciéndoles drogas gratis como recompensa. Evitaban como la plaga regiones con imperios de heroína consolidados, como Chicago, el norte de California y Nueva York.

Un elemento clave de estas células era que se componía de un conglomerado laxo más que de una jerarquía rígida. Quiñones describe esto como el “internet de la droga” más que como el General Motors. Cita a un antiguo miembro de una célula:

“Nayarit no tiene cartel. Su gente actúa como personas que lo hacen por su cuenta: microempresarios. Siempre buscan dónde hay más dinero, lugares en los que no haya competencia. Hay miles de pequeñas redes. Cualquier puede ser el jefe de una red”.

Esto los hacía inmunes en gran medida a las fuerzas del orden. Solo por no ser un cartel, los Muchachos de Jalisco no tenían —en esencia, no podían tener— un solo jefe en la cima de la pirámide. De igual modo, aunque diferentes células usaban los mismos mayoristas, el desmantelamiento de una célula nunca condujo a la desaparición de esta federación. De hecho, dos importantes operativos federales en los que hubo varios cientos de arrestos, la Operación Fiebre del Oro Negro (Operation Black Gold Rush) de 2006 y la Operación Pozos de Alquitrán de 2000 (Operation Tar Pit), no produjeron mayor efecto. Un flujo incesante de potenciales campesinos jóvenes ansiosos y empobrecidos de Jalisco estaban prestos a dar un paso al frente por sus hermanos, primos y tíos en la cárcel.

Gracias a esa flexibilidad, los Muchachos de Jalisco siguen operando en diferentes mercados estadounidenses hasta el día de hoy.

En su gran mayoría, la estructura insular de los Muchachos de Jalisco y su modelo de aversión al riesgo les permitió evitar la violencia que ha azotado a las organizaciones narcotraficantes.

16-06-23DreamlandCoverTambién existe un fuerte tabú contra el derramamiento de sangre en el grupo; los conductores prácticamente nunca portan armas y derrotan a sus rivales con mejores productos y servicios antes que mediante la intimidación.

Hubo un repunte transitorio de violencia en Jalisco a comienzos de 2010, cuando, según dice Quiñones, el cartel de Sinaloa y Los Zetas lucharon por tomar control de la región, pero en últimas el conflicto se dirimió cuando los locales comenzaron a pagar protección a los Zetas. Todo esto suena muy revolucionario para cualquiera con una idea dominante de los traficantes mexicanos como agresores antisociales e hiperviolentos.

Un par de las conclusiones más generalizadas de Quiñones probablemente justifican un toque de escepticismo y un poco más de investigación. Su escritura se refiere tangencialmente a un líder del grupo, Alberto Sánchez Covarrubias, quien opera en casa en Jalisco y ha evitado ser detectado por las autoridades, pero Quiñones no explora su rol en profundidad.

De manera similar, parece probable que la relación de la organización con los grupos criminales más grandes haya sido un tanto más complicada que simplemente haber evitado la interacción antes del 2010. Podría especularse que el repunte de la violencia por esa época —en 2010 y 2011 las tasas de homicidios fueron respectivamente de 126 y de 94 por 100.000 habitantes— fuera producto de la muerte del capo del cartel de Sinaloa, en 2010, y de la hegemonía regional de Ignacio Coronel. Esto indicaría una asociación de más larga data con los poderes que lideran el negocio de la droga en México.

Estos podrían ser buenos temas para un artículo de seguimiento, pero ninguno socava la tesis del libro. La esencia de la investigación de Quiñones sobre los Muchachos de Jalisco —que es realmente un tipo distinto de pandilla— se mantiene irrefutable.

El retrato que hace Quiñones de los Muchachos de Jalisco deja al lector reflexionando sobre si los gobiernos deberían y podrían incentivar esos tipos de operaciones de tráfico profesionalizado y corporativo.

Esas son preguntas sin respuesta fácil. En su actitud más sumisa hacia sus rivales y hacia los actores estatales, en su desinterés por delitos como el secuestro y la extorsión, y en su rechazo de la violencia, los Muchachos de Jalisco son claramente preferibles a los grupos más amenazantes de México. Es fácil dejarse seducir por la idea de una pandilla narcotraficante más amable, así como es fácil impresionarse por la proeza empresarial de un puñado de humildes campesinos que se tomaron una parte sustancial del hampa estadounidense.

Pero la estrategia gentil de los Muchachos de Jalisco esconde una sorprendente capacidad para la crueldad y la explotación. Una de las razones por las que eran tan amigables con los clientes era para mantenerlos como adictos a la heroína. Múltiples fuentes informaron a Quiñones que, después de salir de la cárcel o de expresar su intención de mantenerse limpios, sus traficantes les daban heroína gratis. Eso garantizaría que siguieran, para tomar la tan usada y evocadora expresión de Quiñones, “esclavos de la molécula de morfina”.

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El profesionalismo de los Muchachos de Jalisco era solo la preparación para una operación más rentable, construida sobre un cimiento de sufrimiento. No es gratuito que Quiñones dedique un capítulo a compararlos con los ejecutivos de la industria tabacalera.

Mientras sus víctimas no mueran mutiladas, la eficiencia de los Muchachos de Jalisco permitió extender una epidemia de adicción que ha llevado a la muerte a decenas de miles de ciudadanos estadounidenses en los últimos años. Según los Centros para el Control y la Prevención de las Enfermedades, las sobredosis de heroína mató a más de 11.000 personas en Estados Unidos en 2014, lo que representa un incremento de 300 por ciento desde 2010 y la culminación de un alza de 15 años. La más reciente Encuesta Nacional sobre Salud y Consumo de Drogas informa que hay 435.000 consumidores regulares de heroína en Estados Unidos.

Aunque es básicamente imposible repartir culpas entre diferentes organizaciones, en colectivo esto representa una cifra de víctimas humanas catastrófica, más aún considerando que el abuso de heroína había desaparecido casi por completo en la década de 1990. Los Muchachos de Jalisco, explotando nuevas actitudes forjadas por la falsa promesa de una revolución farmacéutica, son gran parte de la causa. Sean o no los mensajeros de una forma mejor de negociar con drogas, el impacto de sus innovaciones siguen repercutiendo hoy.

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