Un mortal motín en el sur de Brasil ilustra cómo las inhumanas condiciones de reclusión y las poderosas pandillas de prisiones crean una situación explosiva, la cual las autoridades a veces se ven tentadas a resolver mediante la negociación con pandillas como el Primer Comando Capital (PCC).
Un reciente motín en una cárcel ubicada en el estado brasileño de Paraná dejó cinco presos muertos -dos por decapitación- 25 heridos y la prisión Cascavel en ruinas. (De siete reclusos que inicialmente fueron reportados como desaparecidos, seis habían sido trasladados a otras prisiones tiempo atrás.) Después de un tenso enfrentamiento de 45 horas, los funcionarios finalmente atendieron las demandas de los internos para reducir el hacinamiento, con la promesa de transferir a unos 800 de los 1.040 reclusos de la prisión a otras instalaciones. Para estar seguros, los prisioneros mantuvieron retenidos a dos guardias como rehenes (de sólo nueve que estaban en servicio al momento de los disturbios) hasta que se completaron las transferencias.
El incidente ocurre tras numerosos casos recientes de violencia relacionada con las prisiones en todo Brasil, los cuales llevaban la marca de la organización criminal más poderosa del país, el Primer Comando Capital (PCC). Aunque la prisión Cascavel no parece haber estado dominada por completo por el PCC, como lo son la gran mayoría de las prisiones de São Paulo, la organización claramente tenía una fuerte presencia: en los muros de la prisión y en las pancartas colgadas por los internos que participaron en los disturbios durante el motín estaba pintado el nombre del grupo. De hecho, se cree que los brutales asesinatos de cinco presos fueron ajustes de cuentas, posiblemente ordenadas por líderes locales del PCC. Igualmente revelador, y particularmente preocupante, fue el uso de una táctica clásica del PCC: los ataques simultáneos más allá de los muros de la prisión. Mientras que el motín estalló en la propia prisión, afiliados quemaron un autobús y un automóvil que pertenecía al gobierno de la ciudad justo en frente del ayuntamiento, y cerca de allí pintaron con aerosol “PCC”.
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Los casos de abusos y negligencia han provocado episodios similares de violencia en rincones remotos de Brasil, y en todos los casos han participado las franquicias o afiliados del PCC. Autoridades, periodistas y académicos están empezando a conectar los puntos: las abominables condiciones carcelarias y las pandillas de prisiones son una mezcla explosiva.
¿Cuál es la razón? Las redes criminales como el PCC son mucho más sofisticadas que lo que sugiere el nombre de “pandilla de prisión”. Estas redes no son tanto una pandilla ambiciosa compuesta por matones como una especie de gobierno oculto manejado por reclusos, que hace cumplir códigos de conducta para poner orden a la vida en prisión y para brindar mejores condiciones a la mayoría de los reclusos. La lealtad que esto inspira luego ayuda a los líderes de las pandillas a orquestar una resistencia colectiva contra el abuso y la negligencia oficial.
La amenaza que representan las pandillas de prisión a la autoridad del Estado se encuentra en parte en su capacidad para proyectar poder más allá de los muros de la prisión, controlando la violencia que se despliega en las calles de formas que atan las manos de los funcionarios. El PCC, en particular, ha perfeccionado el arte de lanzar ataques sincronizados, como el cierre de toda la ciudad de São Paulo en 2006, de lo cual fue un pequeño pero potente recordatorio el autobús ardiendo en Cascavel. Estas tácticas amplifican la ventaja de los presos sobre los funcionarios estatales. Como dijo un funcionario del estado de Paraná, “nuestra mejor opción era negociar”.
Sin embargo, las inhumanas condiciones de reclusión también juegan un papel clave en el empoderamiento de las pandillas de prisión. La total negligencia y el abuso fomentan desconfianza, desesperación y rabia entre la población carcelaria más grande, que las sofisticadas pandillas de prisiones pueden canalizar hacia la sublevación organizada. Más importante aún, el maltrato hacia los prisioneros da a las pandillas de prisión motivos perfectamente legítimos para realizar dicha revuelta y para emplear medios violentos. Esto permite que grupos políticamente perspicaces como el PCC se presenten -cínicamente, pero no completamente de manera errónea- como defensores de los Derechos Humanos, y potencialmente pueden socavar la propia legitimidad del Estado.
Los Estados en general consideran la negociación con los grupos criminales como un tabú -mucho más que la negociación con los insurgentes y otros grupos abiertamente políticos. Sin embargo, cuando la línea es borrosa entre la coerción criminal y la protesta legítima, la negociación llega a parecer más aceptable. Si se agrega a esto la capacidad que las pandillas de prisión han demostrado tener para reducir la violencia en las calles, es comprensible que funcionarios en Brasil, así como en El Salvador, hayan tratado de realizar acuerdos con los líderes pandilleros encarcelados.
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Estas ofertas han salvado vidas y pacificado zonas de guerra urbana, pero también han fortalecido a las pandillas de prisión y han sentado precedentes que podrían alentar a grupos similares -es un tabú por una razón, después de todo. En el corto plazo, el funcionario en Paraná probablemente está en lo cierto: la negociación es la mejor opción. Con el tiempo, sin embargo, sin un cambio drástico en las políticas de reclusión en masa que alimentan el crecimiento y la propagación de las pandillas de prisiones, los Estados pueden llegar a verse en la situación de ceder cada vez más terreno a las cada vez más poderosas -y cada vez más políticas- redes criminales en las prisiones.
*Benjamin Lessing es profesor asociado de Ciencias Políticas en la Universidad de Chicago.