La violencia de los grupos del crimen organizado está desplazando a la fuerza a cientos de miles de personas en México y en los países del Triángulo Norte de El Salvador, Honduras y Guatemala. Las historias de las personas que tienen que huir de sus hogares son abundantes y son relatadas a todo lo largo de los ámbitos sociales, desde los elegantes cafés de la élite rica hasta las polvorientas pulperías (tiendas de esquina) en los barrios periféricos. Pocas vidas permanecen al margen de esta epidemia de desplazamiento forzado que afecta a la región.
A principios de este mes, el presidente de Estados Unidos Barack Obama rotuló como una “crisis humanitaria” al enorme aumento de niños sin acompañantes, que han emigrado en gran cuantía a Estados Unidos desde los países del Triángulo del Norte; unos 47.017 a partir de octubre de 2013. Este desproporcionado aumento del 92 por ciento, con respecto al mismo período del año anterior -acota Cecilia Muñoz, directora de política doméstica de la Casa Blanca-, refleja “un aumento en la violencia sostenida”, así como un empeoramiento de la pobreza.
Los niños que huyen de El Salvador, Guatemala y Honduras representan apenas a un grupo de personas desplazadas por la violencia que padecen estos países del Triángulo del Norte y México, la mayoría de las cuales no tienen otra opción que permanecer en sus ambientes terroríficos. En México, donde la violencia es la más visible, 1,65 millones de personas fueron expulsadas de sus hogares en los cinco años comprendidos entre 2006 y 2011 -el equivalente al dos por ciento de la población del país- según los datos preliminares de Parametría, un centro de investigación mexicano. En términos anuales, un promedio de 330.000 mexicanos tuvieron que abandonar sus hogares en cada uno de los cinco años. Un estudio realizado por la Universidad Autónoma de Ciudad Juárez mostró que sólo en la ciudad de Ciudad Juárez, alrededor de 230.000 personas huyeron entre 2007 y 2010, la mitad de las cuales abandonaron el país cruzando la frontera hacia Estados Unidos.
(Esta es una versión abreviada de un artículo que apareció en el Refugee Survey Quarterly. Fue publicado con permiso. Vea el artículo completo aquí).
En El Salvador la escala de desplazamiento fue igualmente alta en 2012, el año más reciente del cual se poseen cifras, con el 2,1 por ciento de la población siendo forzada a desplazarse como resultado de la violencia. De esta población, aproximadamente 130.000 personas, casi un tercio se vio obligada a abandonar sus hogares dos o más veces. Esta tasa de desplazamiento se equipara con los niveles vistos durante la guerra civil en El Salvador en los años ochenta, o con los del actual conflicto armado de Colombia, siendo este último catalogado como una emergencia humanitaria. No existen datos para las vecinas Honduras y Guatemala, pero las excesivas tasas de homicidio de estas naciones -siendo la de Honduras la más alta del mundo, según informe reciente de la Oficina de las Naciones Unidas contra la Droga y el Delito (ONUDD)-, apuntan a un nivel similar de desplazamiento.
La región se encuentra al borde de una catástrofe humanitaria, y los últimos años han sido testigos de lo que parece ser un nivel inusitado de desplazamiento. No obstante, los gobiernos de estos países han permanecido prácticamente en silencio. El problema de los desplazados es visto como un asunto de seguridad y a menudo es observado desde la perspectiva de los conflictos políticos que se propagaron aquí en los años ochenta. El tema también es políticamente sensible, lo que hace que sea difícil establecer conversaciones constructivas. Por último, la naturaleza y los patrones de esta ola actual de desplazamiento son muy complejos y poco comprendidos.
Una idea equivocada clave es que los autores del desplazamientos en la región forman una sola entidad: “el crimen organizado”. Lo cierto es que tres grupos criminales principales empujan a la gente a dejar sus casas: las pandillas callejeras, los carteles de la droga mexicanos y los transportadores de drogas. Las pandillas callejeras y los carteles mexicanos son los responsables de la mayor parte de los desplazamientos. Las pandillas, compuestas en su gran mayoría por maras, operan en El Salvador y Honduras, y en menor medida en Guatemala. Los carteles de la droga mexicanos realizan operaciones principalmente en las zonas rurales y semirurales de México, y cada vez más en ciudades cercanas y en las zonas rurales del Triángulo del Norte. Los transportistas de drogas desplazan comparativamente pocas personas y principalmente están ubicados en las zonas rurales de Guatemala y Honduras.
Las Maras
Las pandillas callejeras mara se originaron en las cárceles de California y rápidamente recurrieron a la violencia para controlar a las personas que vivían en las ciudades del Triángulo del Norte. Las dos principales pandillas rivales son Barrio 18 y la Mara Salvatrucha (MS13). En el corazón de cada pandilla se encuentra la “clica”, cuyos miembros dirigen las actividades criminales de la pandilla: la extorsión -el alma de la pandilla- y el tráfico de drogas. La clica busca ejercer el control exclusivo sobre un determinado territorio que defiende contra las pandillas rivales. El territorio abarca una zona importante en la que viven los miembros de la clica -típicamente un barrio pobre- y la zona extendida, que puede incluir áreas marginales así como ricas. Las clicas hacen incursiones esporádicas en la última zona, a menudo para extorsionar negocios.
Cualquier desafío percibido al control de la clica puede asegurarle al “infractor” una sentencia de muerte. El dueño de una tienda, quien se niega a pagar una demanda de extorsión a las maras, una mujer que rechaza las atenciones de un miembro de una pandilla, o una persona que sea vista hablando con la policía, todos corren el riesgo de ser asesinados. Incluso asistir a una escuela en un barrio controlado por una mara rival puede interpretarse como un acto de deslealtad. Tan intensa es la paranoia de algunas clicas que una simple “mala” mirada puede tener consecuencias fatales.
El miedo a la muerte provoca un flujo constante de personas que huyen de sus hogares en las ciudades de El Salvador, Honduras y Guatemala. Ese miedo no siempre tiene una causa obvia y puede no estar vinculado con un incidente específico. Una madre que está ansiosa porque sus hijos en crecimiento puedan atraer la atención de la clica local puede trasladar a su familia hacia otro barrio. Del mismo modo, los residentes pueden sentirse obligados a buscar entornos más seguros si la amenaza constante de la violencia se vuelve psicológicamente insoportable.
Las disputas sanguinarias entre las pandillas también fuerzan a los habitantes de la ciudad a abandonar sus hogares en el Triángulo del Norte. Los tiroteos por el territorio regularmente estallan entre las maras de Barrio 18 y la MS13, entre maras y otras bandas, e incluso entre clicas de la misma pandilla. Los combates entre maras suelen ser tan frecuentes que los residentes utilizan tablas de madera en las ventanas en lugar de vidrio.
Frente a una pandilla invasora, algunas clicas les ordenarán abandonar sus hogares a las personas sin familiares en la clica residente, bajo amenaza de muerte. Si la clica dominante es derrotada, los familiares y simpatizantes de esa clica tienen que huir para evitar represalias de la pandilla victoriosa. El desplazamiento también es causado por un endurecimiento general de las actitudes de las maras hacia los habitantes, lo que refleja la creciente ansiedad de los pandilleros. Las cuotas de extorsión pueden aumentar y cualquier negación se encuentra con la muerte inmediata, sin dar previo aviso.
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Los destinos de las personas expulsadas de sus barrios varían según sus ingresos. Los residentes más pobres no tienen otra opción que ir a otras zonas pobres, por lo general en la misma ciudad, aunque algunos se trasladan a otras ciudades en el mismo país. Las familias que se encuentran en mayores apuros financieros, y sin el apoyo de parientes cercanos, pueden terminar viviendo en la calle o en condiciones degradantes y vulnerables en lejanos asentamientos marginales. Los residentes más acomodados tienden a permanecer en la misma ciudad sabiendo que pueden salir del país -por lo general hacia Estados Unidos- si las circunstancias empeoran.
Carteles de la droga
Los carteles de la droga impulsan el desplazamiento endémico en México. Al igual que las maras, los carteles intimidan a la población local y la someten a través de la violencia extrema diaria. Quienquiera que sea considerado “desleal” o contrario a sus demandas, corre el riesgo de ser asesinado. También, al igual que las maras, los carteles buscan ejercer un control exclusivo sobre el territorio donde llevan a cabo actividades criminales. Los carteles, sin embargo, con su superior potencia de fuego, recursos y posición en el negocio de la droga, superan de lejos a las maras en su capacidad de infligir violencia y de desplazar a los habitantes.
Los desplazamientos masivos que han afectado a México durante los últimos diez años reflejan en gran medida las disputas territoriales entre unos carteles cada vez más despiadados y armados. Tradicionalmente, los carteles mexicanos tienen sus raíces en las áreas de importancia estratégica del país, y fueron dirigidos por familias locales. A partir de los años noventa, sin embargo, los carteles se fragmentaron y se militarizaron cada vez más, y buscaron establecer un control total sobre los territorios en los cuales se trafican las drogas. Los carteles también comenzaron asumiendo un papel dominante en la región como propietarios y supervisores de las drogas. Además, muchos, especialmente los más nuevos, se diversificaron con la extorsión y cobrando impuestos sobre diversas actividades criminales locales.
Los tiroteos entre estos carteles más sofisticados aumentan drásticamente la inseguridad para las personas lo suficientemente desafortunadas como para vivir en medio de ellos, causando que pueblos enteros se vaciaran por el terror. Tales desplazamientos masivos también se utilizan intencionalmente para reducir la simpatía local –el apoyo logístico y de inteligencia- por un rival, por parte de un cartel invasor. En los últimos dos años, elementos vinculados a la Organización Beltrán Leyva (OBL) han expulsado a los pobladores a través de la zona rural montañosa del estado de Sinaloa, la cuna del famoso Cartel de Sinaloa. Del mismo modo, la organización criminal de los Zetas ha desplazado pueblos enteros que se asume que apoyan al Cartel del Golfo a lo largo del corredor por donde pasan las drogas, desde el estado de Nuevo León, en la frontera con Estados Unidos. Por su parte, el Cartel del Golfo se ha llevado a personas sospechosas de tener vínculos con los Zetas en las ciudades del vecino estado de Tamaulipas, provocando que un número considerable de familias abandonen sus hogares. Aunque muchos de los enfrentamientos violentos entre carteles tienen lugar en zonas rurales, a través de las cuales son transportadas las drogas, las poblaciones de las ciudades cercanas se ven cada vez más afectadas, así como las zonas rurales de El Salvador, Honduras y Guatemala.
Esas personas desplazadas en México tienden a trasladarse a Ciudad de México y a otras zonas urbanas de estados federales menos afectadas por la violencia de los carteles, incluyendo los estados al sur del país como Chiapas. La vibrante economía y de mayor tamaño de México, cuando se compara con los países del Triángulo del Norte, da a los residentes una mayor variedad de opciones para la reubicación. Los mexicanos también tienen más probabilidades de estar en mejores circunstancias económicas que sus contrapartes del sur, y un número considerable de ellos emigran a otros países, principalmente a Estados Unidos.
Transportistas
Los transportistas de drogas en zonas rurales de Honduras y Guatemala, desplazan a mucha menos gente que las maras o los carteles de la droga. Su negocio de tráfico no depende de un control exclusivo sobre territorios, sino la capacidad de moverse a través de ellos sin obstáculos. Por lo tanto, los conflictos armados entre transportistas son raros. Por otra parte, su relación con la población local no se basa tanto en el miedo y la violencia -por lo menos en un primer momento- y sí más en la compra de su tolerancia. Los transportistas recurren a la violencia, o a la amenaza de ella, para obligar a los pequeños y medianos propietarios de tierras a vender sus tierras ubicadas en zonas estratégicas para el tráfico transfronterizo, si se encontraban con una negativa. A veces la suma ofrecida es una pequeña fortuna mientras que en otros casos es insignificante. Las familias obligadas a abandonar sus tierras en Guatemala y Honduras tienden a trasladarse a las afueras de las ciudades de la región o en zonas rurales, como las reservas forestales, en busca de trabajo como jornaleros.
Un pequeño número de personas y familias también son expulsadas de sus hogares porque son vistas como enemigos por uno de los grupos de transportistas. Estas personas por lo general emigran a las ciudades capitales donde esperan asegurar la protección del Estado o perderse en la multitud. La mayoría de las personas están dispuestas a viajar a otro país, por lo general a Estados Unidos, para escapar del constante peligro de ser asesinado, pero sólo algunos tienen los recursos financieros para hacerlo.
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La escala y la intensidad de la oleada de personas desplazadas por la violencia a manos de grupos criminales en México, El Salvador, Honduras y Guatemala dejan pocas dudas sobre la necesidad urgente de una respuesta eficaz en términos de política humanitaria. Hasta la fecha, sólo Honduras ha dado el primer paso hacia la formulación de una política nacional coherente, mediante la creación de la Comisión Interinstitucional para la Protección de las Personas Desplazadas por la Violencia, en noviembre de 2013. Algunos gobiernos del Triángulo del Norte reconocen abiertamente su incapacidad para proteger a determinados grupos de personas en riesgo de violencia criminal. Los países del Triángulo del Norte están en desventaja económica y son institucionalmente débiles. Sin embargo, junto con México, enfrentan una tragedia humana de proporciones épicas. No se debe esperar que estas naciones tengan que abordar por sí solas el desplazamiento forzado de su gente. Es oportuno preguntarse si una iniciativa de Centroamérica y de Norteamérica podría beneficiar a las víctimas de estos teatros no oficiales de guerra.
*Cantor es el director de la Iniciativa de Derechos del refugiado de la Escuela de Estudios Avanzados, Universidad de Londres. Jaskowiak es un periodista independiente con sede en Londres, con un interés especial en los asuntos latinoamericanos. Esta es una versión abreviada de un artículo que apareció en el Refugee Survey Quarterly. Fue publicado con permiso. Vea el artículo completo aquí.