Mientras nos cuenta su historia, María se apoya en una tabla afuera de su rancho —improvisado con metal corrugado, trozos de plástico y pedazos de ladrillo obtenidos en las ruinas de un aeropuerto internacional en medio del desierto de La Guajira, Colombia—.

“Vivir aquí es muy duro, hay robos, hay problemas de drogas e inseguridad”, nos dice María, cuyo nombre ha sido modificado para proteger su identidad.

Su familia es una de las casi 3.000 que han construido sus hogares en aquel aeropuerto abandonado, y que han conformado La Pista, uno de los asentamientos informales más grandes de América Latina.

Pero este entorno caluroso y polvoriento también es un refugio.

Como muchos otros residentes de La Pista, María llegó huyendo de un misterioso y violento grupo armado venezolano conocido como La Zona. Historias como la suya demuestran que la violencia del crimen organizado, así como otros factores políticos y económicos más visibles, son los causantes de la mayor crisis migratoria de la región.

Pero este fenómeno no se ha investigado lo suficiente, y en ausencia de investigaciones sistemáticas, los datos anecdóticos de los migrantes es todo con lo que se cuenta, por lo que no se conoce muy bien la verdadera dimensión del problema.

Una vida interrumpida

La historia de María es la de un desplazamiento continuo, una vida desarraigada por la crisis económica y política de Venezuela primero, y luego por los grupos armados que surgieron en todo ese caos.

Antes vivía en Caracas, Venezuela, donde conoció a su esposo y dio a luz a dos de sus hijas. Pero hacia 2017, a la corrupción y la mala gestión estatal que se sucedieron durante años se le sumó la caída de los precios del petróleo, lo que doblegó la economía del país.

Embarazada de su tercera hija y con dificultades para conseguir bienes básicos y alimentos, en 2018 María empacó sus cosas y se fue de Caracas con su familia.  Había escuchado que las cosas estaban mejor en su ciudad natal, Paraguaipoa, una pequeña comunidad compuesta sobre todo de población indígena, ubicada en una región desértica cerca de la frontera de Venezuela con Colombia.

Y al principio, todo sí era mejor. “Podíamos comprar comida. Recibí ayuda de la comunidad y montamos una tiendita”, cuenta.

Pero esa estabilidad duró poco, fue desbaratada por un grupo de hombres armados que se hacían llamar La Zona.

Los residentes de Paraguaipoa y las víctimas de La Zona le dijeron a InSight Crime que los hombres aparecieron de repente, como de la nada, encapuchados, bien armados y con recursos económicos. Pronto tomaron el control de la ciudad y sus alrededores, estableciendo puestos de control, y comenzaron a extorsionar y aterrorizar a los habitantes.

Además, reclutaron por la fuerza a jóvenes de hasta 16 años de edad, amenazaron a sus familias e incluso mataron a quienes se negaron a irse con ellos.

La plaza principal de Paraguaipoa fue escenario de la violencia de La Zona, un grupo criminal venezolano. Foto: InSight Crime

En una región fronteriza acostumbrada a los grupos armados que se enfrentan por el control de las economías criminales, La Zona sobresalió por sus niveles de violencia, según cuentan tanto los desplazados como los habitantes que se quedaron.

“Era aterrador. Todo el tiempo había hombres armados que lo detenían a uno, le preguntaban qué estaba haciendo o adónde iba”, le dijo María a InSight Crime.

Los abusos y asesinatos tenían lugar a plena vista de las fuerzas de seguridad. Algunos de los puestos de control de La Zona estaban al lado de los funcionarios de seguridad y, según le dijeron los habitantes a InSight Crime, el grupo armado operaba con impunidad —e incluso con ayuda de las autoridades—.

María habla con voz vacilante, claramente nerviosa: “No quiero decir de dónde vinieron. Pero la gente dice que el gobierno los envió a ‘limpiar’ el área, y luego perdió el control de ellos”.

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Los informes de prensa indican que, a fines de 2019, La Zona se volvió contra sus patronos y comenzó a atacar a funcionarios gubernamentales y de seguridad. Para ese entonces, María ya no soportaba más.

“Se podía ver que mataban gente en la plaza del pueblo. No quería que mis hijas crecieran viendo eso. Así que me marché”, dice.

Su esposo no quiso irse. “Me dijo: ‘¿De qué vamos a vivir? ¿Cómo? ¿Qué comeremos?’”, recuerda María.

Entonces lo dejó y se fue sola con sus hijas menores para Maicao, una ciudad en el departamento de La Guajira, Colombia. Allí tenía familiares y había oído que había una zona donde la gente podía establecerse, y que el gobierno ayudaba a los migrantes.

La creación de La Pista

María fue una de las primeras migrantes venezolanas que llegaron a lo que más tarde se conocería como La Pista. Se esforzó por construir su casa allí, y sin saberlo estaba preparando el camino para muchas otras familias que seguirían sus pasos, muchas de ellas también huyendo de La Zona.

Cuando llegó, María dejó a sus hijas con una tía que tenía una casa en Maicao, mientras construía un rancho en la pista del aeropuerto abandonado de la ciudad.

“Hicimos huecos en el suelo, recogimos cartón, palos y plástico […] Lo hicimos solas entre mi hermana y yo, fue un trabajo muy duro”, cuenta.

Los que iban llegando fueron recibidos de manera hostil, tanto por los pocos cientos de familias, en su mayoría colombianas, que ya estaban ocupando la torre del aeropuerto abandonada, como por las autoridades locales.

“La policía vino y trató de echarnos. Nos tumbaron los ranchos a patadas, nos expulsaron, nos amenazaron”, dice.

Pero el temor a La Zona fue lo que mantuvo a María en su lucha por conservar su sitio en La Pista.

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“Le dije a mi hermana: ‘que hagan lo que quieran, pero yo voy a pelear porque no voy a volver a Paraguaipoa’. Me quedo aquí con mis hijas para poder darles una vida diferente […] sin grupos armados, sin que mi niña vuelva a casa de la escuela y me diga que vio a alguien que le pegaron un tiro”, relata.

María volvió a construir su rancho, remplazando poco a poco el plástico y el cartón, que se caían cada vez que llovía, por materiales más resistentes. Poco después, comenzaron a llegar otros refugiados como ella.

Un refugio imperfecto

Después de que llegó María, La Pista se ha convertido en un extenso asentamiento de más de 13.000 personas, muchas de las cuales han huido de grupos armados. Dado que no tienen protección del Estado, temen que la violencia pueda golpearlos de nuevo.

Aunque los flujos migratorios desde Venezuela disminuyeron durante la pandemia de la COVID-19, la población de La Pista se multiplicó por diez. La ausencia de datos oficiales hace difícil estimar la cantidad de los que huyeron a La Zona, pero muchas de las historias que conoció InSight Crime coinciden con la de María.

María dice que los nuevos habitantes fueron llegando poco a poco. Muchas eran mujeres sin otras alternativas, que llegaron caminando desde Venezuela, a veces embarazadas o con niños pequeños.

La Pista se convirtió lentamente en un lugar más acogedor para los recién llegados. Sin embargo, a medida que la comunidad fue creciendo, también crecieron sus necesidades, y las autoridades locales no han tenido ni los recursos ni la voluntad para hacerles frente.

En La Pista no hay servicios públicos. Los residentes tienen que pagar incluso por el agua, que llega en burro. Fotos: InSight Crime

Los habitantes de La Pista le dijeron a InSight Crime que sus comunidades son vulnerables: carecen de oportunidades y de servicios básicos, lo que lleva a que los desesperados habitantes cometan delitos como robos, o que se dediquen al consumo de drogas o al trabajo sexual. Aun así, no hay protección.

“La policía ya no viene a tumbar nuestras casas ni a amenazarnos. Pero si necesitamos su ayuda, si los llamamos porque hay una pelea o algún desorden, nos dicen que regresemos a nuestro país, que no están aquí para cuidar a los migrantes, que debemos cuidarnos allá en Venezuela, que debemos callarnos e irnos, que esto no es de nosotros”, dice María.

Las mujeres y los niños constituyen la mayor parte de la población de La Pista y de sus líderes comunitarios, y María dice que les preocupa el día en que se infiltren personas violentas o peligrosas y los opriman.

Mientras tanto, La Pista sigue siendo un refugio imperfecto y frágil para quienes han huido de grupos armados violentos en la frontera. María dice que no se arrepiente de haber venido.

“Aquí no hay bandas organizadas, no hay un reino de terror como el de La Zona”, dice.