La condena del expresidente Mauricio Funes en El Salvador deja un sabor amargo. Mientras muestra el poder crecido de la fiscalía deja expuestos los intestinos podridos del gobierno.

La justicia civil salvadoreña condenó el martes 28 de noviembre a Funes (2009-2014) por enriquecimiento ilícito. Si la condena queda firme, Funes estaría inhabilitado para ejercer cargos públicos durante 10 años. La resolución judicial abre las puertas a que la fiscalía inicie un proceso criminal contra el exmandatario, quien por ahora está aislado en Nicaragua.

El proceso contra Funes inició en febrero de 2016, cuando el pleno de la Corte Suprema de Justicia hizo pública una resolución en la que señalaba indicios de enriquecimiento ilícito al expresidente. En El Salvador, los funcionarios tienen que declarar a la Corte sus ingresos al asumir el cargo y al dejarlo; en el caso de Funes, el estudio de esas declaraciones reveló gastos suntuosos e ingresos no justificados.

Después de un proceso civil que duró año y medio, y tras la salida de Funes a Nicaragua bajo los auspicios del presidente Daniel Ortega, un tribunal salvadoreño de segunda instancia condenó a Funes y a uno de sus hijos a devolver poco más de US$400.000 a las arcas del Estado (la cantidad es un tercio de los fondos cuyo origen ilícito señaló inicialmente la Corte).

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Funes es otro expresidente que, como muchos en la región, ofreció combatir al crimen organizado con todos los recursos del Estado y terminó enredado en un entramado de corrupción y de alianzas oscuras con operadores de esas redes criminales.

En El Salvador, Funes no está solo en la lista de sospechosos del ministerio público salvadoreño. Su antecesor, Antonio Saca, está preso mientras un tribunal lo juzga también por enriquecimiento ilícito y por corrupción. Al antecesor de Saca, Francisco Flores, lo juzgaban por lo mismo, pero murió antes de que el proceso terminara.

Los tres, Flores, Saca y Funes prometieron durante sus campañas presidenciales que harían del combate al crimen, el organizado y el de pandillas, ejes centrales de sus mandatos. Los dos primeros fueron los principales ejecutores de las políticas conocidas como “Mano dura” contra las pandillas, las cuales terminaron por permitir que la MS13 y el Barrio 18 se consolidaran como estructuras criminales en las cárceles salvadoreñas.

Funes inició su mandato diciendo que iba a depurar la Policía Nacional Civil de oficiales vinculados al narcotráfico, pero terminó empoderando a muchos de esos oficiales en su gabinete de seguridad pública y en la oficina de inteligencia del Estado. Además, el ex presidente tuvo como uno de sus principales aliados a un operador político, Herbert Saca (primo de Antonio Saca), reconocido por tener vínculos con algunos miembros de la banda de narcotraficantes Los Perrones.

Análisis de InSight Crime

La condena de Funes y los procesos penales contra Flores y Saca cuentan una historia de aparente éxito, al centro de la cual está la Fiscalía General que desde 2015 dirige Douglas Meléndez. En El Salvador, atendiendo a estos casos, es posible decir que la investigación criminal tiene la solidez necesaria para perseguir a expresidentes de la república, quienes mientras estuvieron al frente del Ejecutivo se contaron entre los hombres más poderosos del país.

Funes ha alegado desde Nicaragua que todo se trata de una persecución política orquestada por “la derecha oligárquica de su país”, lo cual no parece ser más que un argumento político si se toma en cuenta que Meléndez fue elegido con los votos de todos los partidos políticos en El Salvador, incluido el que llevó a Funes a la presidencia, el FMLN.

Meléndez, quien ha recibido críticas por la debilidad de muchos casos presentados por sus subalternos ante los tribunales, sí parece encaminado a lograr, además de la condena de Funes, la del expresidente Saca y la de operadores externos que sirvieron a las administraciones de ambos expresidentes, como es el caso de Jorge Hernández, hasta hace unos años vicepresidente de la poderosa Tele Corporación Salvadoreña y acusado de lavar dinero procedente de la casa presidencial de Saca.

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Pero las historias de corrupción de Funes, Saca y Flores también hablan de cómo la clase política salvadoreña, de derechas e izquierdas, ha socavado la capacidad del Estado para perseguir de forma efectiva el crimen organizado.

Flores, por ejemplo, nombró como director de la Policía Nacional Civil a Mauricio Sandoval, un publicista afín al ideario político de su partido, a quien se atribuye la politización del Organismo de Inteligencia del Estado, del que también fue director, y de usar las instituciones de investigación criminal para proteger a funcionarios afines. El caso que mejor ejemplifica esto es el asesinato y violación de la niña Katya Miranda en 1999: la menor era hija de un oficial del ejército miembro de la seguridad presidencial y sobrina de un jefe policial cercano a Sandoval, quien maniobró desde el OIE para obstruir las investigaciones.

Saca empoderó a su primo Herbert como uno de los principales operadores de su administración y maniobró para controlar desde Casa Presidencial oficinas de contraloría estatal, como la Corte de Cuentas de la república y la Fiscalía General, donde se aseguró de contar con aliados políticos. El fiscal general Meléndez ha cuestionado públicamente el papel de la Corte de Cuentas en los casos de corrupción de Saca y del comunicador Hernández.

Funes, quien llegó a la presidencia desde una posición de debilidad política atribuible a la relación tensa con su partido y a la falta de otros aliados, optó por hacer de Herbert Saca su nexo con el Congreso. Funes, como lo había hecho Francisco Flores, también empoderó a oficiales cuestionados dentro de la inteligencia del Estado.

Casos similares existen en Guatemala y Honduras, los otros dos países del llamado Triángulo Norte de Centroamérica. La fiscalía guatemalteca investiga a parientes y aliados políticos del presidente Jimmy Morales y antes había metido en prisión a la plana mayor de Otto Pérez Molina, el antecesor de Morales.