Tras la anulación de la condena contra el expresidente Luiz Inácio Lula da Silva por parte de la Corte Suprema de Brasil, el país debe enfrentar los efectos de una encomiada investigación anticorrupción desacreditada por evidencias de sesgos políticos y extralimitaciones judiciales.

El 8 de marzo, un juez anuló los cargos de soborno y lavado de dinero contra el dos veces expresidente brasileño, según Reuters, pues determinó que el tribunal que condenó a Lula, como se lo conoce popularmente, no tenía jurisdicción sobre el caso. En lugar de eso, refirió el juez, Lula tendría que ser procesado nuevamente en un juzgado federal de la capital, Brasilia.

El caso, que frustró la aspiración de Lula a un tercer periodo presidencial en 2018, le abre la puerta para postularse nuevamente en 2022. Lula fue el político de más alto rango en Brasil juzgado en medio de la investigación de gran magnitud conocida como “Operação Lava Jato” u “Operación Autolavado Exprés”, que motivó la destitución de muchos altos funcionarios y miembros de la élite empresarial del país y otras naciones de Latinoamérica.

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Pero la investigación en Brasil se ha visto enturbiada por evidencias de colaboración impropia entre jueces y fiscales. Los fiscales del caso de Lula, por ejemplo, denunciaron que Lula recibió trabajos de remodelación para una propiedad en la playa y miles de dólares en muebles como coima de la firma de ingenieros OAS.

Pero Lula sostuvo que la investigación tuvo motivaciones políticas y negó vehementemente que hubiera cometido cualquier delito. Los argumentos de Lula se vieron respaldados en 2019, cuando el medio de periodismo investigativo The Intercept filtró mensajes de texto que revelaban que el juez con conocimiento del caso, Sergio Moro, había colaborado en la construcción de la estrategia con la parte acusadora.

Es más, Moro fue acusado de divulgar ilegalmente grabaciones de interceptaciones, que afectaron la actuación política de Lula y aceleraron el juicio político de su sucesora, Dilma Rousseff. Por la misma época, Moro estaba en conversaciones con el presidente de derecha Jair Bolsonaro —rival de Lula en la campaña presidencial— para ser su ministro de justicia. La designación de Moro como ministro se hizo oficial poco después de que Bolsonaro ganara las elecciones.  

Análisis de InSight Crime

La Operación Lava Jato en Brasil ha sido elogiada como un ejemplo de investigación exitosa de un amplio esquema de corrupción en los países latinoamericanos, y, en muchos aspectos, fue pionera por su ámbito y su alcance. Pero las revelaciones sobre las maquinaciones políticas y pasos en falso en el caso de Lula son un crudo recordatorio de cómo incluso los mejores instrumentos pueden ser mal manejados, y posiblemente mal usados, con fines políticos.

El caso de Lula se desbarató por muchas razones, pero en el centro de todo estuvo la extralimitación política. Para empezar, abogados y estudiosos de temas jurídicos han cuestionado la legitimidad de la investigación contra Lula y sus motivaciones políticas, en especial la injerencia de Moro en el caso. Además de trabajar con la fiscalía y de divulgar interceptaciones, fue Moro quien llevó el caso a un tribunal regional en lugar de presentarlo en uno federal —la justificación que adujo el juez para revocar el caso—.

Pero la extralimitación política fue aún más lejos. La fiscalía, por ejemplo, hizo ver a Lula como la cabeza de una conspiración criminal y a su Partido de los Trabajadores (Partido dos Trabalhadores, PT) como una especie de “cartel” (versión respaldada por la controvertida serie de Netflix , “El mecanismo”). La estrategia legal fue similar a lo que en Estados Unidos se denomina «Ley de Chantaje Civil, Influencia y Organización Corrupta» (RICO). La ley RICO se ha usado para judicializar organizaciones mafiosas y criminales, pues les permite a los fiscales construir un caso contra un grupo de personas que actúen de manera conjunta para cometer uno o varios delitos, y no requiere la participación directa de esa persona en el delito para que sea procesada por el mismo.

Sin embargo, para Mauricio Santoro, profesor de ciencias políticas de la Universidad Estatal de Río de Janeiro, un caso de crimen organizado estructurado sobre la ley RICO pierde credibilidad cuando se esgrime contra todo un partido político. El caso, afirmó en conversación con InSight Crime, trató de crear “la imagen de que es igual un político que un integrante de un grupo del crimen organizado”. Pero esto no sirvió de nada, añadió, “en especial cuando se define todo un partido político como una institución criminal organizada”.

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Parte del problema en Brasil es que los jueces son actores políticos. Tienen plena discreción sobre los casos que pueden ingresar al sistema judicial y, señala Santos, los políticos pueden tener influencia en el proceso de toma de decisiones. Algunos jueces quieren ser el centro de atención, comenta. Otros no.

“No quieren verse arrastrados a este tipo de puja política, a este tipo de confusión”, anotó Santoro, haciendo referencia a jueces que prefieren evitar casos muy politizados. “A menos, por supuesto, que tengan cierta gran ambición de convertirse en estrellas nacionales”.

Los brasileños parecen cansados de la incesante serie de escándalos de corrupción, así como de las apelaciones y fallos judiciales que siempre revierten los fallos previos. Incluso una encuesta tomada en lo más álgido de la versión orquestada por Moro, en 2018, mostró que las preocupaciones de la gente estaban en otras cosas, como la economía y la atención en salud, por ejemplo.

Pese a estos tropiezos, otros analistas señalan que Brasil ha mejorado su capacidad de judicializar élites que alguna vez fueron intocables. Matthew Taylor, científico político de American University, destacó que el país ha pasado por un gran “cambio progresivo” en las tres últimas décadas, que fue lo que en un principio hizo posible la apertura de esa gran investigación por corrupción.