Los países del Triángulo Norte, Guatemala, El Salvador y Honduras, albergan algunos de los esquemas de extorsión más sofisticados de Latinoamérica. El nacimiento de estos mercados extorsivos está entrelazado con los orígenes de las dos pandillas más peligrosas de la región: la Mara Salvatrucha (MS13) y el Barrio 18.

Maras y extorsión: el pábulo para la expansión

Los orígenes de estas maras pueden seguirse hasta finales de la década de 1970, cuando El Salvador tuvo flujos migratorios importantes hacia Estados Unidos, como resultado de la brutal guerra civil que sacudió al país entre 1980 y 1992. Los inmigrantes se establecieron principalmente en distritos pobres de Los Ángeles, donde, amenazados por las pandillas existentes, no tardaron en formar lo que llamaron clicas como estrategia de supervivencia.

La expansión de ambas pandillas en el Triángulo Norte se atribuye, en términos generales, al cambio en las políticas migratorias estadounidenses en la década de 1990, cuando nuevas leyes permitieron la deportación masiva de exconvictos a sus países de origen en Centroamérica. Según el Departamento de Seguridad Interior de Estados Unidos, de 129.726 criminales convictos deportados a Centroamérica entre 2001 y 2010, el 90 por ciento fueron enviados a los países del Triángulo Norte.

Sus países nativos, sin embargo, no estaban preparados para recibirlos. La reinserción resultó difícil porque muchos deportados cargaban el estigma social al regresar a Centroamérica. La pertenencia a la mara cobró especial atractivo para los jóvenes de barrios pobres, quienes habían sido abandonados por el estado después de la guerra.

‘Mano Dura’ y encarcelamiento masivo en los países del Triángulo Norte

Las políticas de los gobiernos centroamericanos para combatir la presencia de las maras en la década de 2000 no hicieron más que fortalecer el control de las pandillas en la sociedad.

En un intento por enfrentar a las pandillas y la delincuencia asociada a las mismas, las políticas de “mano dura” llevaron a la encarcelación masiva de presuntos pandilleros. Nuevas leyes penalizaron la pertenencia a las maras en los tres países.

Entre 1999 y 2014, el número de hondureños en prisión creció cerca de un 50 por ciento. En la actualidad, las cárceles del país operan al 189 por ciento por encima de su capacidad, y la mayoría de los presos se encuentran en detención preventiva.

En El Salvador, la población carcelaria subió más del cuádruple, de 7.700 en 2000 a cerca de 37.000 en 2016, y el número de pandilleros tras las rejas pasó de 7.555 en 2009 a casi 13.000 en 2015.

En Guatemala, el número de reclusos casi se triplicó entre 2000 y 2014, de menos de 7.000 a más de 21.000.

Desde el interior de los muros de las prisiones, los jefes de las maras en toda la región descubrieron que las penitenciarías eran sitios seguros desde los cuales podían dirigir sus operaciones callejeras más importantes.

Dentro de las prisiones, grupos dispares de “clicas” se organizaron y formaron una estructura nacional, primero en El Salvador, y luego en Honduras y Guatemala.

Esta dinámica se vio reforzada por dos factores: la segregación de las pandillas en sus prisiones o bloques de prisiones, separados de otros reclusos, y la falta de control dentro de estos centros carcelarios.

El encarcelamiento masivo tuvo, sin embargo, un impacto en las ganancias criminales de las maras. Enfrentados a una escalada de acciones legales en su contra, las pandillas buscaron más recursos para pagar abogados y otros costos asociados a juicios y tiempos en prisión.

El resultado fue un esfuerzo concertado hacia la extorsión sistemática de pequeños negocios y servicios de transporte público, además de servicios de distribución.

Las prisiones se habían convertido en bases de operaciones de las pandillas, y la extorsión en su principal fuente de ingresos.