En los suburbios de El Salvador hay cientos de casas abandonadas, desmanteladas, en colonias manchadas por los grafitis de la Mara Salvatrucha o de la pandilla Barrio 18. Esas casas cuentan el drama de cientos de familias que hoy viven en silencio sus propias historias de violencia: las de los desplazados por las pandillas.

Vea el reportaje especial completo de El Faro, con multimedia, aquí.

Hay casas que hablan. Gritan cosas, cuentan retazos de grandes historias. Esta, en la que recién entramos, es una de ellas. No es muy grande: cuatro cuartos, una pequeña terraza y un patio. Por los acabados que sobreviven (piso cerámico, ladrillo rojo adornando las paredes exteriores, portón de rejas metálicas) uno diría que la familia que vivió aquí le puso mucho cariño y empeño a esta casa. Por las advertencias pintadas en las paredes, uno también diría que la familia que vivió aquí sufrió el desplazamiento, la huída, el dejarlo todo.

Si la vida de Sabine Moreno pudiera explicarse con una línea de tiempo, una sucesión de eventos representados por coordenadas y picos unas veces altos, otras veces bajos, podríamos decir que la antigua vida de Sabine Moreno acabó cuando su familia recogió lo poco que podía y huyó de la comunidad sin rumbo fijo.

*Este artículo hace parte de una investigación de InSight Crime sobre la relación entre el crimen organizado y el desplazamiento en la región. Si desea leer la investigación completa puede hacerlo aquí. También puede descargar el PDF completo aquí.

Pico alto en el diagrama: la familia huye sin rumbo fijo.

Ese fue un momento trágico. Quizá no tanto como el asesinato del abuelo (emboscada en el camino, no muy lejos de la comunidad, sí muy cerca de la estación de taxis; tres balas, ningún testigo, sangre saliendo de la boca) pero doloroso al fin de cuentas.

Pico alto en el diagrama: asesinato de su abuelo. Mauricio Moreno. Q.E.P.D. 06/10/1960 – 18/11/2010.

El asesinato de Mauricio activó por fin esos sensores nerviosos que desde el cerebro le ordenan a los pies correr. Los mismos sujetos que se presume lo mataron, en ese mismo año, ya habían acabado a otros seis miembros de la familia de Sabine, para entonces una colegiala de 16 años con muchos sueños. [El nombre de Sabine, como el de otras personas mencionadas en esta historia ha sido cambiado por su seguridad.]

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Uno podría preguntarse: ¿por qué esa familia no huyó cuándo cayó la primera de sus víctimas? ¿Quién aguanta tanta muerte antes de decidir largarse de su comunidad? Entre las mujeres que ahora lideran a la familia hay versiones encontradas. Blanca, la madre de Sabine, dice que al principio no creyeron que esas muertes tuvieran que ver directamente con ellos. Amelia, la abuela paterna de Sabine, dice que no se iban por culpa de su marido. La familia hacía todo lo que dispusiera Mauricio, y Mauricio se oponía a abandonar ese pedazo de tierra en medio de huertas y cafetales que tanto les había costado a todos.

Mauricio era un evangélico comprometido y confiaba en que Dios resolvería todos los problemas en los que se metieron solo por el hecho de vivir donde vivían. Decía que si Dios quería que dejaran este mundo, no había por qué oponérsele. Pero el abuelo también era un pecador. Lo dice Amelia, su viuda. Se refugiaba en la iglesia para huir del trago. En su batalla interna entre el bien y el mal, los asesinatos en contra de sus familiares poco a poco fueron inclinando la balanza hacia su principal flaqueza. En una de sus tantas borracheras perdió la compostura y desenmascaró sus rencores frente a unos ojos que se enfurecieron cuando lo escucharon proferir una amenaza. Una noche, a la orilla de un camino que atraviesa la comunidad, tambaleante y extasiado, Mauricio se olvidó de Dios y dijo que haría justicia con sus propias manos. A los días de esa borrachera y de esa amenaza lo emboscaron y lo acribillaron. Su familia encontró su cadáver ensangrentado, con tres balas en el pecho y una en el rostro. A esos que ofendió no les gusta que los amenacen.06

Habrán sido, alguna vez, felices. Lo dice, en primer lugar, ese paisaje que sobresale detrás de una ventana sin vidrios y sin barrotes. En ese hueco está pintado el volcán de San Salvador. Es un cuadro hermoso: el río bajo la cumbre, la carretera, una huerta, y al fondo el volcán, imponente, sombreado por unas nubes.

Quienes vivieron aquí añejaron muchos recuerdos. Lo dicen los árboles de mango y mandarina que inundan con su aroma todo el patio. A juzgar por su tamaño, cinco metros la mandarina, 15 metros el mango, los árboles llevan varios años echando frutos.

Muerto el abuelo, ya no había poder que se opusiera al éxodo de la familia Moreno. Una mujer bajita y resuelta decidió por todos. Amelia, la abuela de Sabine, viuda de la noche a la mañana, se echó a cuestas el control de toda la familia, compuesta por 20 integrantes. La séptima muerte en la familia los hizo partir. El miedo por fin fue miedo, y ordenó a los pies de esas 20 almas correr en abierta y urgente estampida. Se lo dijeron a Blanca, la mamá de Sabine, el sábado 11 de diciembre de 2010. Sabine lo escuchó todo.

—Dijeron que nos íbamos a ir pero no dijeron cuándo. Para nosotros fue una gran sorpresa cuando al siguiente día nos avisaron que alistáramos las cosas— dice.

Huir, abandonarlo todo, sacudió las fibras más íntimas de Sabine. No es fácil abandonar el terruño, piensa ella. No es fácil que le roben el terruño a punta de pistolas y muertos. Lo comprendió cuando buscó sus cosas para meterlas en una maleta. Sintió un vacío en el pecho, pensó que es difícil dejar atrás toda una vida, sobre todo cuando ahí han crecido tres generaciones de una gran familia. Ella (16 años), su madre (35 años), su abuela materna (50), su abuela paterna (52), habían nacido ahí, en el cantón El Guaje, y a partir de aquella noche ya nunca más regresarían ahí, donde lo dejaron todo.

Al igual que ellos, otras 23 familias de esa comunidad huyeron en diferentes oleadas a lo largo del 2010.

Recuerdo de Sabine: empaca lo que puede en cuatro horas. Se siente triste, se pregunta: ¿se puede meter toda una vida en una maleta? La respuesta es obvia. Apenas y alcanza llevarse, además de la ropa, un televisor. Sabine cree que hacia dónde la llevaban podrá conectar el televisor. Un carro patrulla de la Policía Nacional Civil entra a la comunidad. Sigue a otro vehículo con placas particulares, prestado por un amigo. Es un camión. Es lo único que la autoridad puede hacer: entrar y salir, custodiar la partida. Todos se encaraman en la cama de los vehículos. Huyen. Se largan para nunca más volver.

Coordenada: Sabine Moreno y su familia huyen de la Mara Salvatrucha 13.

Pico alto: Sabine es desplazada del cantón El Guaje, Soyapango, El Salvador.

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La casa abandonada habla más que esta vecina nerviosa, que vive en la casa de al lado, que revuelca las pocas palabras que salen de su boca y responde apresurada y nerviosa a las preguntas de Houston, el policía que nos acompaña. Esa vecina  no recuerda el nombre de los inquilinos. “Se fueron hace mucho tiempo. No los trataba mucho”. La casa dice que la desmantelaron. No hay techos ni focos ni ventanas ni cableado eléctrico. Tampoco grifos en las pilas ni palanca para el retrete.

La casa también le pone nombre y apellido a “los muchachos” que ahuyentaron a los que aquí vivían. En una de las paredes, hay dos letras pintadas en negro. Una es M y la otra S. Son dos letras mayúsculas, muy grandes. Son las siglas de la Mara Salvatrucha 13, unas de las pandillas más peligrosas del mundo. En otra pared, esas letras están dividas por dos manos huesudas, con uñas largas. Las manos hacen señas. Una es una garra, la otra es una letra. Abajo hay tres letras más. Son las iniciales que dan nombre a la clica que se tomó esa casa: Diábolicos Criminales Salvatrucha (DCS).

En el patio, debajo del árbol de mango hay frutos masticados, semillas chupadas, colillas de cigarros, una botella plástica que alguna vez almacenó guaro. En el retrete hay restos de heces. Ya están secos. Houston dice que aquí se reúnen los muchachos. Que la casa para ellos es estratégica, porque desde este punto de la colina, pueden observar cuando los policías entran o salen de esta colonia. Houston, sin dramatismos, dice que los muchachos se reúnen aquí para “planear sus fechorías”.

—Por eso expulsaron a los inquilinos— dice.

Nos alejamos del sector y después de cruzar dos redondeles y tres calles estamos en otra colonia. Houston nos muestra otros pasajes con casas abandonadas. Pero aquí los muchachos que ahuyentan a la gente tienen otra nomenclatura para autonombrase. “Fuck the police”, escribió alguien en una pared. “18”, cierra esa frase. Aquí controla la pandilla Barrio 18, otra de las pandillas más peligrosas del mundo, y enemiga de la Mara Salvatrucha.

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En un radio de unos dos kilómetros cuadrados, las pandillas con mayor fuerza, poder y presencia territorial de El Salvador mandan mensajes a través de los grafitis de las casas abandonadas.

Otra casa que habla. Y otra más: alguien arrancó los ladrillos de esta y ha sembrado una pequeña huerta en el patio y en el último cuarto. En otra, unos niños han entrado a jugar con pintura. Se mancharon las pequeñas manos y las estamparon sobre las paredes. En otra alguien le declaró su amor a alguien más. “Dagoberta y Seco. Amor por siempre y para siempre”, escribieron, junto a un corazón pintado con tiza en la pared, y un cártel de Minie y Mickey tomados de la mano.

En este pasaje de 70 casas hay 25 abandonadas. ¿Qué les pasó a esas familias? ¿Por qué huyeron? ¿De qué huyeron? ¿Quién compra o alquila una casa para luego dejarla abandonada? ¿Por qué nadie llega a vivir ahí? ¿Por qué ningún vecino explica adónde se fueron esos otros vecinos?

Nadie, en ese pasaje, se atreve a contestar esas preguntas. Menean la cabeza en señal negativa y entre el silencio y la mirada esquiva uno alcanza a percibir algo que se podría traducir en miedo. Miedo a decir algo que no deben decir. Miedo a ser vistos hablando con la policía. Pero Houston, 23 años como policía, es atrevido y desconfiado. Dice que la gente que se ha quedado no contesta porque son familiares de “los muchachos”. Uno no sabe si creerle a él o sospechar que esos que se han quedado simplemente tienen miedo. Quién sabe.

Houston pide que aceleremos el paso. Lo pide luego de que un par de niños se nos han atravesado, por tercera vez, montados en unas bicicletas. “Son orejas de la pandilla. Andan queriendo saber qué estamos haciendo”, dice Houston, de nuevo, sin dramatismos. Uno piensa que esos niños, a estas horas de la mañana, deberían estar en clase, pero tal vez reciben clases en la tarde. Quién sabe.

Los compañeros de Houston –otros siete policías- se repliegan y avanzan hasta el carro patrulla. Hace unos minutos, dos de ellos custodiaban con sus rifles la entrada del pasaje de las casas abandonadas. Otros dos estaban en el otro extremo del pasaje, y el resto había hecho un cerco alrededor nuestro. Nos daban las espaldas y miraban en todas direcciones, incluyendo a los techos de las casas de un solo piso. Todos vigilaban. Saben que este es territorio de la pandilla y de nadie más.

Salimos de Lourdes, Colón, La Libertad —uno de los municipios más violentos del país—, apenas con una idea de lo que ha ocurrido y sigue ocurriendo en El Salvador. Las casas han contado algo pero no lo suficiente. Sus inquilinos han desaparecido y es casi una norma para los desplazados continuar así: olvidados por todos. Es preferible eso a meterse en problemas con aquellos que los expulsaron. Por eso para entender lo que esas casas no pueden terminar de contar habrá que rastrear a esos fantasmas desplazados, subir una cumbre ubicada en las afueras de la ciudad, luego bajar, acercarse a las orillas de un río y entrar en una casa con paredes de lámina y piso de tierra. Habrá que seguir hablando en el último refugio de Sabine Moreno.

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Hace más de 30 años, El Salvador entró por una puerta angosta a uno de los capítulos más oscuros de su historia. En las montañas tronaban las balas, estallaban bombas, se asesinaban salvadoreños. En algunos puntos del país se cometieron barbaries contra hombres, mujeres y niños. Bombas, balas, sangre, muertos. Acusados de pertenecer a uno u otro bando (el ejército o la guerrilla) muchos campesinos decidieron dejar sus ranchos, bajar de las montañas y esconderse dónde fuera. Fueron desplazados. Se movieron a las ciudades, a la orilla de los ríos, o a pequeñas comunidades marginales que con el tiempo crecieron y se convirtieron en colonias. Muchos otros no solo fueron desplazados sino que se convirtieron en migrantes y lograron llegar hasta los Estados Unidos.

Pico alto para El Salvador: guerra civil, 1980-1992.

Finalizada la guerra, hace 20 años, a El Salvador regresó la paz. Pero sería difícil precisar cuánto tiempo duró esa paz, porque el país comenzó a experimentar otra guerra: la de las pandillas. No hay nada concluyente sobre la razón que originó a esta nueva guerra, y solo el odio se asoma por la puerta como posible motor de las discordias entre sus dos bandos.

Todo comenzó cuando unos jóvenes, deportados de los Estados Unidos, se mezclaron con otros muchachos más jóvenes en barrios, plazas y parques. Los que bajaron del norte tenían un nuevo estilo no solo de ver la vida sino de la moda. Vestían camisas flojas, pantalones flojos, pañoletas, gorras… Los de acá se fascinaron con esa nueva moda. Que se mezclaran no fue ningún problema. El problema fue que los de aquí hicieron crecer a las pandillas de los que venían de allá. Los odios continuaron. Dos de las pandillas más peligrosas del mundo encontraron en El Salvador un campo fértil para la batalla, y el Estado se convirtió apenas en un observador silencio de esos enfrentamientos.

No está nada claro, pero si la historia reciente de El Salvador fuera una línea de tiempo, en los últimos 20 años podrían ubicarse muchos estallidos, representados por picos altos, que demuestran la evolución de las pandillas a base de peleas, cuchillos, balas y muertes. Ahí donde vivían sus miembros, las pandillas comenzaron a dominar el territorio, se expandieron, y pelearon otros territorios, a lo largo y ancho del país. Para el 2005, habían dominado las colonias de Lourdes, Colón, en La Libertad. Esas colonias que patrullamos junto a Houston y sus policías. Cinco años más tarde, en el 2010, la Mara Salvatrucha conquistó el Cantón El Guaje, el hogar de la familia de Sabine.

El ministro de Seguridad, David Munguía Payés, ha llegado a sugerir que las pandillas son un ejército que llega hasta los 70.000 miembros directos, más el aporte que dan sus familiares. El ministro es de los que creen que los familiares han dejado de ser actores pasivos en la estructura de las pandillas.
Lo cierto es que el de las pandillas no es un mundo de blancos y negros. Y es en ese gris tan confuso que se entremezclan simpatías, miedos, obediencias, abusos, extorsiones y silencios. Sobresale en ese gris confuso la clara utilización de la violencia para obtener control territorial. La población que vive en los territorios dominados por las pandillas está expuesta a normas que aunque no están escritas se cumplen al pie de la letra. “Ver, oír y callar”, es la principal, dice Sabine Moreno. Luego hay otras, muchas, demasiadas…02

Si uno vive en una comunidad MS no puede transitar por la vecina comunidad 18, so pena de que cualquiera de las dos pandillas concluyan que uno es un espía…

Uno no puede ser visto hablando con la policía porque automáticamente se convierte en un sospechoso soplón…

Uno no puede tratar mal ni con miradas gestos o palabras subidas de tono a los pandilleros, porque eso les ofende…

Si uno es mujer, una corre el peligro de entregar el cuerpo a uno o varios de los miembros de la pandilla que dominan la colonia…

Cuando una clica de las pandillas Barrio 18 y Mara Salvatrucha entra a un territorio y lo conquista, lo conquista todo. No está nada claro qué buscan, pero el narcomenudeo, la ganancia que deja el control de las extorsiones y la expansión territorial para hacer crecer esas dos fuentes de ingreso se asoman como posibles explicaciones. Hay otros casos, como en El Guaje, en Soyapango, en donde solo la geografía del territorio es apetecido por las pandillas.

El municipio de Soyapango, en San Salvador, por años fue considerado como la primera gran ciudad dormitorio del país. En las décadas de los sesentas y setentas allí se afincaron familias obreras que crearon un boom inmobiliario que convirtió las otroras fincas de café o caña de azúcar en laberintos inmensos adornados con diminutas casas de concreto de dos y, con suerte, tres cuartos y un patio. Soyapango es una de las ciudades más densamente pobladas del país. Es la ciudad creada para las familias obreras de la capital. Y en esa mancha de concreto son pocas las islas verdes que le sobreviven. El cantón El Guaje es una de ellas.

Cuando la Mara Salvatrucha conquistó la comunidad del cantón El Guaje, e instaló ahí una sucursal con el nombre de la comunidad en la que creció Sabine Moreno (la clica “Guajes Locos Salvatrucha”) fue porque le interesó la geografía del lugar. Le interesó lo aislado del terreno para organizar ahí reuniones con las clicas más fuertes de Soyapango y, según la policía, para dejar regadas a sus víctimas.

Lastimosamente para familias como las de Sabine, saberse conquistados siempre se explica con violencia, intimidación y muertes.

Si antes los desplazados huían de las bombas o de los reclutamientos forzados —sobre todo del Ejército, pero también de la guerrilla— ahora huyen casi que por las mismas razones. Huyen porque no quieren que sus hijos se hagan pandilleros, porque sus hijas no sean violadas o ultrajadas, porque muy cerca han impactado las balas, porque los acusan de estar con la policía o con la pandilla contraria. Eso le pasó a la familia de Sabine. Los rumores los acusaron de informar a la Policía y de ayudarle a la pandilla contraria.

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Recuerdo de Amelia, la abuela de Sabine: El Guaje era un lugar tranquilo en el que se podía vivir. Era una antigua finca, donde se asentaron unos colonos y sus descendientes desde hace más de cincuenta años. Ahora diezmada y convertida en una especie de oasis en medio dos colonias con mala fama, en el Guaje sobreviven diminutos cafetales y huertas. Rodean a esa comunidad rural las colonias Santa Lucía y Sierra Morena. Hace siete años, esas dos colonias fueron noticia cuando por primera vez se habló en la prensa de toques de queda impuestos por las pandillas.

El 2005 fue un año de toques de queda en los barrios. Se peleaba el territorio, y las pandillas amenazaban a los habitantes de esos territorios a no salir de sus casas, pasadas las siete de la noche, para no ser confundidos con el enemigo. Al menos eso reportaba la policía. Eso pasaba muy cerca de El Guaje, que para ese momento seguía siendo una comunidad tranquila.

A El Guaje la Mara Salvatrucha llegó cuando se pavimentó el camino que conecta a Soyapango con el municipio de San Marcos. Antes quien entraba al Guaje solo era alguien que tuviera algo que ver con El Guaje. Pero a mediados de 2008, un grupo de jóvenes, extraños, circuló por esa carretera y le gustó aquello con lo que se encontró.

Recuerdo de Sabine: eran cinco jóvenes. Llegaban a la cancha de fútbol de la comunidad. Se hicieron amigos de los jóvenes de la comunidad. Fumaban cigarrillos y “le decían cosas a las bichas”.

Desde cerca, que cinco jóvenes intenten controlar una pequeña comunidad en medio de la nada puede significar muy poco. Una pandilla de barrio, una pequeña pandilla. Pero si se amplían las coordendas, esos cinco jóvenes ya no son una pequeña pandilla, sino más bien los emisarios de una organización muy grande, con nexos en todo el país, con normas en todo el país. Normas que no tardaron mucho en calar en El Guaje.

Cuando esos cinco jóvenes que Sabine recuerda llegaron a El Guaje, Remberto Morales tenía 12 años. Remberto era, según Sabine, “un niño bien, que se vestía bien, amable, que jugaba con nosotros”. Pero Remberto tomó la decisión de acatar y de hacer cumplir las normas de la Mara. Se hizo amigo de esos muchachos y entonces dejó de ser amigo de Sabine. Remberto Morales, brincado por la clica Guajes Locos Salvatrucha, se convirtió en El Panadol.

Recuerdo de Sabine: Desde que le pasó eso se hizo huraño, pasaba con el ceño fruncido y a quién le mirara mal, lo amenazaba de muerte.

No pasaría mucho tiempo cuando Sabine y su familia fueron amenazadas de muerte luego de la masacre en la que fue asesinado El Panadol.

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El Salvador es un país con 6,2 millones de habitantes y en el que en 2011 hubo un promedio de 12 asesinatos diarios. Desde que los pandilleros comenzaron a ser noticia recurrente, en el año 2003, tras el lanzamiento del primer plan Mano Dura —un plan represivo que consistía en encarcelar pandilleros acusados de “asociaciones ilícitas”— muchas comunidades, asentamientos y colonias fueron estigmatizados.

Lo que nunca nadie cuestionó fue la incapacidad del Estado que no pudo recuperar el control de esos territorios. Lo Policía hacía redadas en las colonias dominadas por las pandillas pero eso nunca garantizó que el Estado recuperara el control de esas zonas. Solo eso explica que para 2012, junto a ese elevado promedio de homicidios diarios, se creara una lista de 25 municipios considerados como los más peligrosos del país. Entre estos se incluye a Soyapango y Lourdes, Colón. En medio de todo ese caudal de cifras y muertos, el drama de las familias que huyen de la violencia, moviéndose de un lado a otro, como nómadas, nunca fue ni ha sido tomado en cuenta.

No hay una cifra de desplazados por la violencia en El Salvador porque simplemente el fenómeno no puede contabilizarse. No es un dato que exista porque no es un dato que se denuncie ni se sistematice, y los casos son tan complejos, y los escapes tan silenciosos, que solo los afectados saben lo que les está ocurriendo. La Policía se ve amarrada a brindar seguridad a las retiradas y luego hace conjeturas sobre las razones que llevan a una familia a abandonar su casa, sus pertenencias, su vida. Del lado de las familias, la norma no establecida dicta que nadie ponga denuncias por temor a represalias, porque lo que más quieren es desaparecer, pero con vida, no enterrados bajo tierra.

Quizá el dato que más se acerque a la magnitud del problema sea una lista de casas desocupadas que maneja el Fondo Social para la Vivienda (FSV), institución estatal que facilita préstamos para que familias de bajos recursos adquieran una casa propia. Para siete colonias dominadas por las pandillas, ubicadas en los departamentos de San Salvador y La Libertad, la cifra llega a las 613. Si el promedio de personas por familia en El Salvador es de cinco, según el censo de población de 2007, eso significa que unas 3.000 personas abandonaron su hogar, sin una razón clara.

Uno bien podría pensar que los inquilinos de esas casas se fueron porque no pudieron seguir pagando la cuota, según responden de manera oficial las autoridades de la Institución. “La norma que une a todos esos casos es que por alguna razón cayeron en mora, y eso obligó a un proceso de recuperación de esas viviendas”, dice el gerente de créditos de la institución, Luis Barahona.01

Pero uno también podría sospechar que hay algo más fuerte detrás de tanta casa abandonada en esas colonias, dadas las coincidencias entre el elevado número de casas abandonadas y la fuerte presencia de las pandillas en esas zonas.

—¿Uno puede hacer esa relación simple entre casas del Fondo deshabitadas y el contexto de la colonia en donde está ubicada? ¿Uno puede decir, por ejemplo, que quienes se fueron de la Colonia Las Campaneras, dominada por el Barrio 18, se fue huyendo de la violencia de esa pandilla?

— No creemos que sea el factor principal, pero no podemos negar que en algunos casos se nos ha manifestado que se van porque se ven afectados por la delincuencia de la zona. El problema es que no estamos ante una estadística concreta, como para poder decir: es un 5% de todos los casos, un 10%. Le mentiríamos.

El Fondo Social para la Vivienda atiende a un sector de la población vulnerable, de los más pobres, para facilitarle acceso a vivienda mínima. No es la institución competente para crear una lista de casos, pero al menos reconoce que en aquellas zonas en donde tienen presencia como autoridad, compiten con la autoridad de las pandillas. A quienes solo tienen esas colonias como opción de vida, el FSV les llama: “segmento vulnerable”.

Es un círculo vicioso. Entre las ofertas de ayuda que da el FSV a aquellos que huyen de la violencia –previa comprobación con una denuncia policial- está la permuta de esa vivienda en otro sector con similares características. Eso, por defecto, y sin que la institución pueda hacer nada, incluye la presencia de alguna de las dos pandillas en el paquete de compra.

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Coordenadas: es el 31 de julio de 2010. Es de noche. En el cantón Cuapa, fronterizo con El Guaje, unos jóvenes organizan un baile. Si algo puede explicar mejor hasta adónde llegó la violencia en el cantón El Guaje, para que de ahí huyeran 23 familias, fue lo ocurrido después de ese baile, al que acudieron cinco jóvenes, otrora amigos de Sabine Moreno. Uno de ellos era aquel niño que se vestía bien y que terminó, con 14 años, convertido en el pandillero “Panadol”. También iba un joven de 19 años que recién se había convertido en padre. Su nombre era Dagoberto, quien junto a una morena y pequeña joven de nombre Lucía, hermana de Sabine, había procreado a una pequeña niña que para mediados de 2010 tenía año y medio. Dagoberto, un joven inquieto, sin ideas claras sobre qué hacer con su vida, era amigo de Panadol y de los homies de Panadol.

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En los territorios dominados por las pandillas, la frontera que divide la amistad, el apego y el cariño entre los pandilleros, sus familias y sus vecinos a veces es tan difusa, tan poco clara, que omite dar cualquier tipo de certezas. Esa falta de certidumbre puede conducir a resultados trágicos, potenciados por conclusiones apresuradas. A la familia de Sabine, esas conclusiones apresuradas fueron las que la diezmaron. La única muerte que nada tuvo que ver con esas conclusiones fue la que inició la tragedia de los Moreno.

Pico en la familia de Sabine: Ernesto Quintanilla, un ex pandillero deportado de los Estados Unidos, mu
ere asesinado el 14 de febrero de 2010.

Ernesto era un hombre tatuado y deportado. En Los Ángeles fue miembro de la Mara Salvatrucha y ni Sabine ni su madre pueden precisar de cuál clica era Ernesto. Lo cierto es que en el año 2000, Ernesto llegó a vivir a El Guaje, porque en El Guaje vivía el único familiar que lo ataba a El Salvador. Vivió en paz Ernesto, sin meterse con nadie, escondido en esa zona rural rodeada por colonias de concreto, hasta que una clica de la MS comenzó a visitar la colonia. La clica lo ubicó, le pidió que hiciera cosas, pero Ernesto se negó. Por eso lo mataron, porque es muy difícil que un pandillero retirado pueda vivir tranquilo sin hacer cosas por el barrio.

Recuerdo de la madre de Sabine: su hermana se puso muy triste. Nunca pensaron que esa sería la primera de muchas muertes, porque siempre creyeron que lo que le ocurrió a Ernesto no tenía nada que ver con ellas.

El problema es que otro familiar hizo que tuviera mucho que ver.

Pico alto en la vida de la familia Moreno: José Mena desaparece en abril de 2010.

José Mena era un vendedor de muebles de madera que se crió en el Guaje y terminó casado con Beatriz Cruz, una mujer risueña que vivía de lavar trastos y cocinar sopas en un mercado. Beatriz Cruz era tía de Sabine Moreno.

José Mena y Beatriz Cruz frecuentaban mucho la casa de Ernesto Quintanilla, un ex pandillero de la MS deportado de Los Ángeles, porque José y Ernesto, con el tiempo, se hicieron buenos amigos. El dolor que le provocó la muerte de Ernesto hizo que José perdiera la compostura. En la tienda de la comunidad, José dijo que sabía que los muchachos de la pandilla tenían que ver con el asesinato de Ernesto. A José, a los días de andar haciendo esas acusaciones, se lo tragó la tierra. Desapareció sin dejar rastro. A oídos de la madre de Sabine Moreno llegó el rumor de que el joven Panadol y el resto de miembros de la clica Guajes Locos Salvatruchos habían asesinado a José en el cafetal, y que le habían obligado a cavar su propia tumba. Pero Blanca fue astuta. Escuchó el rumor y calló.

El cafetín en el que José Mena acusó a los pandilleros por la muerte de su amigo Ernesto Quintanilla, era regentado por Fidelina y Yesenia Moreno, prima y sobrina de Mauricio, el abuelo de Sabine. Era ese un cafetín modesto, en el que se vendían almuerzos y se cocían pupusas. Era ese un cafetín frecuentado por todos: vecinos, amigos, pandilleros y policías. Pero que los policías lo visitaran, lejos de traer seguridad, solo provoco otra desgracia para la familia Moreno. Como los rumores pueden ser una suerte de verdades para aquellos que se los creen, Fidelina y Yesenia recibían en ese lugar a los policías para contarles de las andadas de los pandilleros de El Guaje.

Pico alto en la familia de Sabine: en la mañana del 16 de junio de 2010 fueron asesinadas Fidelina y su hija Yesenia.

Las acribillaron en medio de la carretera, antes de que prepararan su puesto de venta de pupusas. Por ese asesinato, Mauricio Moreno, el abuelo de Sabine, comenzó a tomar de nuevo.

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El baile en realidad no era un baile sino que una emboscada. Así como la MS se tomó El Guaje y reclutó pandilleros en El Guaje, el Barrio 18 hizo lo mismo en un cantón aledaño a El Guaje: el cantón Cuapa. Muy tarde lo comprendieron los cinco jóvenes que iban hacia aquel baile.

A las 11 de la noche de aquel sábado 31 de julio, la puerta de la viuda de José Mena, fue sacudida por una lluvia de golpes y gritos.

—¡Abra la puerta! ¡Abra la puerta!— gritaban los jóvenes.

Beatriz se sorprendió al ver, en la cabeza de aquel grupo asustado, a Dagoberto, el marido de Lucía, su sobrina. Beatriz los dejó pasar, y no pasó mucho tiempo cuando otra lluvia de golpes sacudió de nuevo la puerta.

Cuando Beatriz abrió de nuevo, fue abatida por un empujón, y solo alcanzó a ver a unas sombras desconocidas que Apalearon uno por uno a los jóvenes.

Recuerdo de Blanca, la madre de Sabine: Beatriz, su hermana, nerviosa y asustada, sacude la puerta de su casa y le cuenta lo sucedido. Le dice que la empujaron y que se los llevaron con las manos amarradas con las cintas de los zapatos. Luego Beatriz regresó a su casa, a trancar muy bien las puertas, y retornó donde Blanca todavía más afligida.

Recuerdo de Sabine: ella estaba dormida y la despertaron unos disparos. Al rato llegó Beatriz, gritando: “¡Ya los mataron, Blanca! ¡Escuché unos gritos por el maizal”.

Los gritos fueron seguidos por unos disparos, los disparos que despertaron a Sabine Moreno.

A la mañana siguiente, esa masacre en El Guaje fue noticia a nivel nacional. Dagoberto, el cuñado de Sabine, padre de una bebé recién nacida; Remberto, el otrora amigo de Sabine, convertido en el pandillero Panadol, fueron asesinados. De los cinco, solo Dagoberto, que no era pandillero, sino que amigo de pandilleros, conservó intacta la cabeza.

Recuerdo de Sabine: a los demás les cortaron la cabeza y les cortaron sus partes íntimas. Luego las partes íntimas se las metieron en la boca.

Corrección de Amelia: solo a uno de ellos, le arrancaron sus partes íntimas para metérselas en la boca.

Un mes después de esa masacre, las conclusiones apresuradas volvieron a enlutar a la familia de Sabine. El rumor decía que Beatriz Cruz había “vendido” a los cuatro miembros de la clica Guajes Locos Salvatruchos con la pandilla rival. Los rumores decían que quienes llegaron a sacarlos de su casa no eran policías, sino pandilleros del Barrio 18, disfrazados de Policías, y alertados por Beatriz. Para la madre de Sabine, esos rumores guiaron a un desconocido hasta el mercado en el que trabajaba su hermana.

Pico alto en la familia de Sabine: el mediodía del 28 de agosto de 2010, Beatriz Cruz fue asesinada a los pies de una cantarera.

Dos días después, una amenaza recorrió por todo El Guaje. Aquellos que no tuvieran familiares pandilleros debían salir de la comunidad o de lo contrario serían exterminados. El mensaje llevaba una dedicatoria expresa a la familia de Sabine. Dicen que el papel decía: “empezando por toda la familia de Mauricio Moreno…”.

***

Mauricio Moreno era un hombre que no le temía a las serpientes. Lo dice su mujer, Amelia de Moreno. Lo dicen tres fotos que la familia conserva en un álbum. En las fotos, tomadas en diferentes momentos todas, Mauricio alza tres diferentes mazacuatas, unas serpientes que pueden alcanzar los dos metros de largo. En las fotos, Mauricio sonríe. Se le ve contento.

Tras la muerte de Beatriz, pasaron tres meses en los que ocurrió muy poco en El Guaje. Mauricio Moreno pensó que había zanjado el problema denunciando a la Policía lo expuesta que estaba su familia después de tantos asesinatos y amenazas. La policía entonces patrulló un par de veces a la semana pero en noviembre dejó de hacerlo. Y Mauricio, que durante todo ese tiempo siguió tomando, y en más de alguna ocasión profiriendo amenazas, diciendo que haría justicia con sus propias manos, retó a los mareros.

No pasó ni una semana cuando él también cayó muerto.

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El primer refugio fue un infierno.

Recuerdo de Sabine: lloviznaba. El camión los aventó en una calle frente a una gruta, a la orilla de un río. Ella no sabía ni siquiera cómo se llamaba ese lugar, pero sintió que en nada se comparaba al lugar en el que vivían, porque el frío en esa montaña calaba hasta los huesos. Llegaron a esa gruta por sugerencias de otra vecina que también había huido del Guaje, tres meses antes de que ellos.

Esa vecina, esa amiga, a la mañana siguiente, cuando se enteró del arribo de la familia de Sabine, fue a darles abrigo. Les cocinó salchichas con huevo y tomate. Sabine recuerda que la tristeza, la rabia, el enojo, le quitaron el hambre. Quería largarse de ahí, y entonces supo que no tenía ningún otro lugar adónde ir.

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¿Cuántas familias son desplazadas en El Salvador? La respuesta a esa pregunta podría ser una incógnita para siempre. Lo cierto es que mientras más se pregunta, mientras se revuelve entre las historias de amigos y conocidos, siempre aparecen muchos casos. Demasiados.

Caso 1: Jaime, un policía de Soyapango, ahora asignado a otra unidad, huye a mediados de 2011 de la colonia en la que compró su casa porque se descubrió vecino de pandilleros del Barrio 18. Al principio trazaron un pacto de caballeros, pero a medida que la convivencia convirtió esa frontera imaginaria, en un barril en el que pueden despojaron todas las rencías, Jaime prefirió huir. Ya había amenazado con una pistola y no quería sacarla por segunda vez. Temía que lo mataran o terminar preso por el simple hecho de defenderse de aquello que él consideraba como una amenaza.

Recuerdo de Jaime: una noche de mediados de 2001 tomaba con un vecino, en la tienda de la colonia, cuando sus vecinos pandilleros, también embriagados, llegaron a preguntarle si él era de los policías que mataban homies. Jaime, que estaba sentado, se paró y sacó su pistola. Se volvió a sentar y la posó en su pierna derecha. “Si quieren probamos”, les dijo.

Al día siguiente recibió un anónimo debajo de la puerta de su casa: “o te vas o se mueren vos, tu mujer y tus dos hijos”.

Jaime lo dejó todo, todavía intenta vender la casa y ahora alquila otra en otro municipio, en otro departamento.

Caso 2: Carolina nació, creció y se desarrollo en una comunidad dominada por la Mara Salvatrucha. Esa frontera gris que obliga convivir con pandilleros, compartir con ellos, respetarlos a ellos, terminó definiendo el amor de Carolina hacia uno de esos pandilleros. Carolina se hizo su mujer y tuvo un varón de esa relación. Cuando el niño tenía dos años, su padre cayó preso.

Recuerdo de Carolina: su marido la obligó a visitar el penal de Ciudad Barrios, al oriente del país, todas las semanas, y en cada visita la obligó a meterse droga y chips de celulares en la vagina. A mediados de 2009, unos custodios la descubrieron con un paquete de marihuana que llevaba en la vagina. Se le cayó después de que la obligaron a hacer 100 cuclillas. Fue encarcelada seis meses en el penal de Mujeres, en el municipio de Ilopango. Cuando salió, los pandilleros de la colonia la llegaron a buscarla hasta su casa. Le dijeron que debía continuar con las misiones. Carolina se negó, la golpearon enfrente de su hijo. La dejaron malherida.

Carolina decidió largarse de su casa, abandonar a su familia, y cargar con su hijo, hoy de cinco años. Alquiló una casa en el departamento de Santa Ana, al occidente del país, pero hasta allá la persiguió la pandilla. Alguien la denunció como desaparecida y en agosto de 2011, colgó su imagen en el noticiero 4 Visión, uno de los de mayor rating. Al siguiente día, una vendedora de celulares, mientras ella cargaba su saldo, la reconoció y le preguntó que por qué se había fugado de su casa.04

Recuerdo de Carolina: caminó de regreso a su casa, junto a su hijo, mirando a través del rabillo del ojo. Cruzó el centro de la ciudad, llegó al mercado, lo atravesó, y por todo ese trayecto sintió que alguien la perseguía. Al día siguiente se dio cuenta que la vendedora no guardó su secreto, y que incluso distribuyó su celular. Lo supo porque alguien marcó a su teléfono, y antes de que esa voz terminara de decir: “Al fin te encontramos, bicha hija de…”, ella aventó el aparato en un basurero del parque central. Carolina se movió a otro departamento, al norte del país, y desde ese departamento se cruzó, ilegal hacia Guatemala. Ella no piensa regresar.

Caso 3: A Juan lo acaban de amenazar de muerte. Lo han amenazado sus propios sobrinos, que ahora caminan con la Mara Salvatrucha. Juan vive en una comunidad al occidente del país, y no sabe qué hacer con su vida. Entres sus alternativas todavía no contempla huir, porque dice que adonde quiera que vaya pasará lo mismo.

—Las pandillas están en todas partes. Tengo dos lugares adónde ir, pero en esos dos lugares también hay pandillas. A lo mismo voy a ir a dar –dice Juan.

—¿Y entonces qué piensa hacer?

—Esa es la cuestión. Yo no quiero perder todo lo que tengo acá, así que a lo mejor me toca defenderme por mis propios medios. Porque a uno, de pobre, ¿quién va a venir a prestarle ayuda?

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El segundo refugio fue toda una molestia. La familia de Sabine se movió a la orilla de un río, porque 20 personas no pueden vivir sobre un camino vecinal, interrumpiendo el tráfico de vehículos, más de dos días. Por eso al segundo día los hombres levantaron unas chozas con techos de aluminio encima de unas peñas gigantescas. No tenían agua para beber ni para lavar la ropa y la del río no daba consuelo porque estaba y sigue contaminada. No tenían en qué cocinar la comida porque todos los utensilios quedaron en la casa que dejaron en El Guaje. No tenían en dónde hacer sus necesidades, más que en un hueco pestilente que quedaba entre los peñones del río.

—Pasamos dos semanas serenándonos… Mire: sufrir así, esto no se le desea a nadie —dice Sabine.

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El tercer refugio es una champa protegida detrás de un portón de hierro largo y alto. Este pedazo de tierra que no es suyo, que nunca será suyo, era el parqueo de otra familia que les ha brindado cobijo.

En la sala hay un sillón largo, dos sillas de plástico y aquel televisor que Sabine logró rescatar en la huida de El Guaje. El sillón, las sillas plásticas, las láminas, la cocina de leña, la mesa del comedor, son cosas que ha tocado conseguirlas a base de sacrificios que Sabine y su madre no tenían contemplados. Aquí no hay trabajo para ninguna y les toca sobrevivir vendiendo pastelitos rellenos de papa y empanadas de plátano a sus vecinos, entre los que se encuentran otras tres familias de refugiados de El Guaje.

La sobrina de Sabine, la hija de Remberto, el joven asesinado junto a otros cuatro pandilleros justo hace dos años, enciende el televisor. Están pasando la caricatura de Bob Esponja.

—¿Ustedes quieren regresar? –preguntamos.

Sabine contesta: por mí yo quisiera estar en mi lugar otra vez, pero es imposible regresar. Las casas de nosotros ya están ocupadas por gente de los mismos pandilleros. Ellos se apoderaron de ese lugar.

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En marzo de 2012, ocurrió un suceso inédito en El Salvador. El gobierno hizo un pacto con la pandilla Barrio 18 y la Mara Salvatrucha 13 que consistió en la reducción de los homicidios a cambio de traslados de los líderes de las pandillas de penales de máxima seguridad a cárceles con menores restricciones.

Los traslados de 30 líderes de la pandilla coincidieron con la reducción significativa de los homicidios. A un mes de la tregua y de esos traslados, los homicidios se desplomaron en un 59%, de 13.6 a 5.6 diarios. Reducción que para agosto de 2012 se mantiene. Si la tendencia se mantiene, El Salvador se alejaría muchísimo de la tasa de muertes con la que cerró 2011 (76,3 homicidios por cada 100.000 habitantes), y que lo ubicaron como el segundo país más violento del mundo, solo superado por Honduras, que registró 82 homicidios por cada 100.000 habitantes.

El gobierno de El Salvador, encabezado por el presidente Mauricio Funes, negó la existencia de tal pacto, pero desde entonces ha caído en una suerte de contradicciones al tiempo que se ha comprometido a buscar apoyos en los partidos políticos, la empresa privada y la sociedad para acabar de una vez por todas con la violencia entre las pandillas.

Oficialmente, lo que ha ocurrido en El Salvador es una tregua entre el Barrio 18 y la Mara Salvatrucha respaldada con el apoyo logístico del gobierno.

Pico alto para El Salvador: después de años de violencia, hoy es tiempo de tregua entre las pandillas.

—¿La tregua no las anima para regresar a sus casas?

Comentario de Sabine: esa tregua es mentira y para nosotros no sabe a nada. Nadie revivirá a mis familiares muertos y nadie nos garantiza que podemos regresar, y estar sanas y salvas, en nuestro lugar de origen.

*Periodista de El Faro, con reportes de Óscar Cabezas. Imágenes cortesía de El Faro. Vea el reportaje especial completo aquí.

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