La violencia asociada a la “guerra al narcotráfico” ha llamado la atención de la comunidad internacional en los últimos años. Ciudadanos y ONGs han pedido a la Corte Penal Internacional que fije su atención en México, donde tiene competencia desde el 1 de enero de 2006. Si tienen éxito, altos cargos de la administración pública y de las fuerzas de seguridad mexicanas, o incluso de organizaciones de narcotraficantes, serán juzgados en La Haya. Pero este camino está lleno de dificultades.

La Fiscalía de la Corte es quien decide si hay indicios de los crímenes más graves en territorio mexicano. Según el Estatuto de Roma, el narcotráfico no es de su competencia, pero sí la manera de proteger sus negocios o de combatirlo -si, por ejemplo, se cometen crímenes de guerra o contra la humanidad.

Un crimen de guerra sólo se da en un conflicto armado. Para declarar este tipo de conflicto, la jurisprudencia requiere la organización de las partes enfrentadas e intensidad de los combates. En México, la capacidad armamentística de las organizaciones de narcotraficantes y el uso de fuerzas militares para enfrentarlas serían unos indicios. En el norte del país ha habido episodios intensos de violencia en los que participan Los Zetas o el Cartel del Golfo, como los asesinatos de mayo de 2014 en Tamaulipas.

Sin embargo, la coordinación entre los cárteles para oponerse a las fuerzas armadas no existe, sino que cada organización actúa por su cuenta. No han aparcado sus diferencias para unirse contra el Estado y conformar una parte bélica.

Tampoco los grupos criminales son jerárquicos. La “perspectiva militar” de Los Zetas es la de una franquicia para el uso de la violencia. Han utilizado tácticas que causan alarma social, como el terrorismo, pero no declararon una guerra al Estado. Su caso es similar al grupo delictivo colombiano Los Urabeños. Aunque la Fiscalía de la Corte les atribuye una integración vertical, ésta no es general y el grupo esencialmente opera descentralizado, según sus intereses económicos.

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En México, esto arroja un conflicto asimétrico, con organizaciones de narcotraficantes fluidas que utilizan la violencia como una opción entre muchas otras. A veces prefieren cooptar a miembros de las fuerzas de seguridad a título individual. Otras logran la protección progresiva de las instituciones, como en la infiltración de Los Caballeros Templarios en Michoacán. También hay cárteles que apoyan a las fuerzas de seguridad contra otros, como el Cartel Jalisco-Nueva Generación (CJNG).

Si se habla de una guerra en México, sus características no tienen precedentes. Y eso es difícil de aceptar por la Fiscalía de la Corte.

¿Hay “crimenes contra la humanidad” en México?

Los crímenes contra la humanidad no necesitan un conflicto armado, pero sí un ataque generalizado o sistemático contra la población civil. Para promoverlo se requiere un Estado u organización equivalente que, por control territorial o estuctura y medios militares, sean la máxima autoridad en un territorio. Las FARC o las AUC son ejemplos en la región. El resultado es una continuidad en los ataques, ilustrada por una política, un impulso ideológico o cualquier indicador de un marco para los delitos generalizados o sistemáticos. No actos aislados, a pesar de la crueldad o el número de víctimas resultante.

Organizaciones como Los Zetas han cometido crímenes de extrema gravedad. En San Fernando, Tamulipas, entre 2010 y 2012 masacraron migrantes sin un objetivo claro. Según se ha conocido recientemente, en 2010, en Allende, Cohauila, desaparecieron a decenas de ciudadanos. La fortaleza local de las organizaciones de narcotraficantes, como los Caballeros Templarios en Michoacán o el Cartel de Sinaloa en Ciudad Juárez, genera dudas sobre la capacidad de las instituciones federales para impedir delitos violentos. Pero es improbable que las organizaciones sigan una política de ataque generalizado o sistemático contra la población civil, que unifique los delitos de, por ejemplo, San Fernando o Allende, en un plan común.

Las violaciones de derechos humanos por parte del Estado mexicano, presuntamente aisladas como la ejecución de 22 presuntos narcotraficantes en Tlatlaya o estructurales como las torturas denunciadas por Amnistía Internacional, también necesitan una política para calificarse como crímenes contra la humanidad. Se han documentado casos con un patrón en las fuerzas armadas, pero el nivel y la escala de estos abusos se desconoce.

Si se habla de una guerra en México, sus características no tienen precedentes. Y eso es difícil de aceptar por la Fiscalía de la Corte.

En esa línea investiga la comunicación de las ONGs sobre los delitos en Baja California entre 2006-2013. En el Estado peninsular del norte detectan indicios de una variante de los “falsos positivos” colombianos. Consistiría en la tortura, privación de libertad y desaparición forzada de ciudadanos de clase baja y media baja para presentar resultados en la “guerra al narcotráfico”. Esto es diferente a malas prácticas y negligencia de las fuerzas de seguridad.

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Otra hipótesis que la Fiscalía podría investigar es, si en apoyo a las autodefensas michoacanas surgidas para combatir a los templarios, el Estado ha tolerado el asesinato extrajudicial generalizado o sistemático de individuos presuntamente ligados a carteles. O qué grado de implicación tienen las autoridades en operativos conjuntos entre fuerzas de seguridad y narcotraficantes, similar al descrito por el periodista Juan Veledíaz como desencadenante del asesinato y desaparición de varios jóvenes en Guerrero la última semana de septiembre.

Según estos criterios, la Fiscalía consideró que en Colombia hubo crímenes internacionales durante el conflicto armado interno, pero que el país está investigando al respecto. También examinó delitos cometidos durante y después del golpe de Estado de Honduras de junio de 2009 sin encontrar crímenes contra la humanidad.

México, como firmante del Estatuto de Roma, puede remitir la sistuación que cumpla con los requisitos descritos. Igualmente cualquier otro Estado parte y la Fiscalía a iniciativa propia. Este camino, aunque tiene mayor rapidez y publicidad que las comunicaciones enviadas por particulares, no se ha utilizado. Los motivos pueden ser estrictamente jurídicos, pero no pueden descartarse razones políticas. A la tradicional reticencia de México a reconocer abusos en derechos humanos, se uniría el impacto de la fiscalización internacional de la “guerra al narcotráfico”. El cuestionamiento de la militarización regional de la seguridad es una manifestación de soberanía que ningún gobierno quiere perder.

*Jesús Pérez Caballero tiene un PhD en Seguridad Internacional del Instituto Universitario General Gutiérrez Mellado (Madrid, España) y trabaja como investigador independiente en temas de crimen organizado, tráfico de drogas y derecho penal en Latinoamérica.