Si el juicio por genocidio contra el exdictador Efraín Ríos Montt simbolizó la oportunidad de que la justicia en Guatemala se deshiciera de sus mordazas históricas, su anulación y la virtual destitución de la fiscal Claudia Paz y Paz fue un puñetazo en la mesa para volver al antiguo orden. Jueces con miedo, negociaciones escondidas y redes de favores, mantienen el sistema de “justicia” guatemalteco sometido a intereses de grupo, corruptelas y viejos tabúes.
El día en que la derribaron, Claudia Paz y Paz pensaba que había ganado la partida. Era jueves. La fiscal general de Guatemala convocó a su equipo de colaboradores más cercanos para una reunión a las 11 de la mañana en su despacho.
Llevaba meses bajo intenso fuego político. En solo tres años había encarcelado a estructuras completas de las Mara Salvatrucha (MS13) o el Barrio 18, a militares acusados de crímenes de guerra y a un centenar de miembros de los Zetas. Había capturado y extraditado a Estados Unidos a capos tradicionales del narcotráfico local que, gracias a padrinos políticos, habían disfrutado de virtual inmunidad por años. Paz y Paz simbolizaba una nueva justicia en Centroamérica. Pero procesar en 2013 al exdictador Efraín Ríos Montt por genocidio la había colocado en el punto de mira de la poderosa derecha tradicional de Guatemala.
Los siguientes son extractos de un artículo que apareció originalmente en Sala Negra de El Faro y fue publicado con el permiso de los autores. Vea el artículo el original aquí.
La cúpula empresarial llevaba meses tratando de acortar a mayo de 2014 su tiempo en el cargo, que inicialmente debía terminar en diciembre. Veían en el rostro redondo y pecoso de Paz y Paz a la izquierda, al viejo comunismo, apropiándose del sistema de justicia para volverlo contra ellos. La querían fuera. Querían darle una muestra clarísima de su viejo y efectivo poder.
Esa era la partida que la Fiscal creía ganada ese jueves 5 de febrero. Pensaba, por un error de cálculo, que el plazo legal para que la Corte de Constitucionalidad (CC) se pronunciara sobre su caso había expirado. Y unas declaraciones hechas el jueves anterior por Manuel Barquín, vicepresidente del Congreso, dando por buenos dos informes técnicos de la Corte Suprema de Justicia a favor de Paz y Paz terminaban de apuntalar su optimismo. La ley y la política estaban, pensaba, de su lado.
A las 11, todo su equipo acudió a la cita. Con su hilo de voz y su parsimonia habituales, perfectas para contar cuentos o secretos, Claudia Paz les comunicó su siguiente paso estratégico en la larga partida de ajedrez en que se ha convertido el pulso por la justicia en Guatemala.
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Se trataba de un movimiento defensivo. Aunque Paz y Paz pensaba que el pulso por la duración de su mandato estaba resuelto, sabía que vendrían otras acometidas. Con el traslado de Arturo Aguilar, por años su mano derecha y hasta ese momento su Secretario Privado en el Ministerio Público (MP), pretendía sembrar en otras instituciones la experiencia de sus tres años de gestión encarnada en su equipo, una decena de jóvenes abogados penalistas y de Derechos Humanos con los que trabaja desde hace más de una década. El mayor de ellos tiene 50 años. Los hay, como Aguilar, que apenas superan los 30.
Elvyn Díaz, el subsecretario privado de Paz y Paz, tiene apenas 29. Tiene maneras de estudiante aventajado. Le gusta hablar rápido, tiene un humor cortante y la risa ácida, de sarcasmo destilado. Justo después de la reunión tenía un almuerzo con dos periodistas de Plaza Pública. Con ellos estaba cuando recibió la llamada: la CC había acortado el periodo de la fiscal.
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En diciembre de 2010 ninguna estructura de poder, ninguna rosca vinculada al sistema de justicia de Guatemala, apostaba por que el presidente Colom fuera a elegir como fiscal general a Claudia Paz y Paz. Lo dice, con esas palabras exactas, uno de los hombres que más influyó en él para que lo hiciera: Carlos Menocal, un experiodista que en aquel momento era ministro de Gobernación.
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“Álvaro Colom estaba un poco acomplejado porque en su gobierno no avanzaba el sistema de justicia transicional “ dice Menocal. “El nombramiento de Claudia Paz, experta en Derechos Humanos, caía como anillo al dedo”.
“¿Poner a Paz y Paz fue entonces una batalla personal de Colom para hacer justicia a las víctimas de la guerra?”
“Digamos que una batalla personal y de algunos de quienes éramos sus colaboradores”.
En realidad la justicia transicional no era la única preocupación de Colom y sus ministros más cercanos. Guatemala arrastraba aún la losa del asesinato de tres diputados salvadoreños del Parlamento Centroamericano en 2007, a manos de un grupo de policías corruptos. Seis días después del crimen, un comando armado entró a la cárcel de máxima seguridad “El Boquerón” en la que estaban los asesinos, los ejecutó y salió por donde había entrado. Ninguna puerta fue forzada. Ningún custodio vio nada. Nunca se capturó a nadie. El gobierno del entonces presidente Óscar Berger, en negación o complicidad, trató de atribuir el crimen, sin pruebas ni testigos, a otros presos.
Es un hecho probado que durante la administración Berger funcionaron en la policía escuadrones de la muerte destinados a la limpieza social. La masacre de “El Boquerón” no fue la única que se cometió en aquellos años en las cárceles de Guatemala, convertidas en escenario de ajustes de cuentas entre grupos criminales, con la complicidad del gobierno. Pero el silenciamiento, a tiros y en la cárcel, de los autores de un crimen con implicaciones diplomáticas era la mejor escenificación de un sistema de justicia absolutamente derrotado.
Un año después, ya en el poder, Álvaro Colom encontró en su despacho siete micrófonos y dos cámaras ocultas. Alguien espiaba al presidente. El hombre que debía limpiar la corrupción de los cuerpos de seguridad de Guatemala no podía confiar ni en sus guardaespaldas.
En 2009 arrancó una pequeña revolución en el sistema de justicia para evitar que Guatemala se convirtiera en un Estado fallido. La Comisión Internacional contra la Impunidad en Guatemala (CICIG), creada en 2006 para ser bastón internacional de un país cojo, comenzó a desnudar el aparataje paralelo ilegal que operaba dentro del Estado, y tanto su presión como la cooperación extranjera lograron dotar a la Fiscalía de nuevas herramientas legales y científicas de investigación como escuchas telefónicas y laboratorios de balística. Además, la paulatina aparición de nuevos grupos de poder económico ajenos a las familias tradicionales alteró el mapa de influencia en el poder judicial y permitió que la CC levantara el secreto de documentos militares y resolviera que la desaparición, un crimen habitual durante la reciente guerra civil, no prescribía por ser de carácter permanente. Incluso en la policía, considerada un irrecuperable foco de corrupción, los gobiernos de España y Estados Unidos patrocinaron y formaron pequeños grupos de agentes jóvenes especializados en la persecución de homicidios y extorsiones.
Pero no bastó. Para marzo de 2010, Colom se había visto forzado a destituir, por corrupción, a tres ministros de Gobernación consecutivos y a dos directores generales de la Policía en solo dos años. Su gobierno había estado a punto de enfrentar un golpe de Estado en 2009 y navegaba con dificultad en medio de pulsos de poder en los que resultaba difícil distinguir las ambiciones puramente políticas de las que tenían raíces criminales. Pese a los avances aislados, el mágico país al que millones de turistas llegaban cada año en busca de ruinas mayas era una ruina en sí mismo.
La convulsión final vendría en junio de 2010: el comisionado de la CICIG, el español Carlos Castresana, renunció públicamente a su cargo alegando que una semana antes Colom había elegido como fiscal general a un corrupto pese a saber, por informes que él mismo le había dado, que tenía vínculos con el narcotráfico. El fiscal bajo sospecha, Conrado Reyes, fue forzado a renunciar y se inició un nuevo proceso de selección. Por eso Colom pudo elegir en diciembre a Claudia Paz y Paz.
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Los miembros de la comisión de preselección del nuevo fiscal incluyeron a Paz y Paz en la lista final de seis aspirantes para que su perfil académico y progresista adecentara el proceso de cara a la opinión pública, en un momento en el que la legitimidad del sistema político flotaba en las cloacas. Daban por hecho que el presidente no sería tan estrafalario como para seleccionar a una abogada de ideas provocadoras, dedicada por años al esclarecimiento de los crímenes de la guerra y sin amigos ni deudas en la política. Se equivocaron. A las 12 del mediodía del jueves 9 de diciembre de 2010, Colom le dijo a Menocal que se preparara, que Paz y Paz sería nombrada a las seis de la tarde y él sería el único miembro del gabinete presente. También pidió que se enviara invitaciones urgentes al resto de poderes del Estado y a las delegaciones diplomáticas.
Al evento solo llegaron seis embajadores, entre ellos el de Estados Unidos. La fiscal que en los siguientes años revolucionaría el MP tomó juramento en una ceremonia exprés en un salón pequeño, lejos de los boatos con que se solía investir a sus predecesores. Colom tenía que salir de viaje al día siguiente y quería dejar instalada a la fiscal general. Temía que, si esperaba, en su ausencia pudieran fortalecerse y contraatacar quienes se oponían a ese nombramiento.
En esas precarias circunstancias, era de esperar que el respaldo político de Colom no le sirviera de mucho a Paz y Paz una vez en el cargo. Con evidente intención de obstaculizar su trabajo, el Congreso pasó los siguientes cuatro años sin nombrar al Consejo Asesor del MP, que debe autorizar decisiones administrativas como los despidos. Aunque agitó el MP por dentro e intentó una depuración interna, Paz y Paz no pudo despedir a ninguno de los 286 fiscales y empleados del ministerio que destituyó por corruptos o inútiles durante su gestión. Cuando ella dejó el cargo muchos seguían cobrando su salario a pesar de estar fuera de servicio.
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La fiscal general nunca llegó a tener control absoluto del Ministero Público. Elvyn Díaz admite que Claudia Paz no controlaba las fiscalías de Contrabando Aduanero, que solo resolvió un caso en todo su periodo, y de Medio Ambiente, en manos ambas de fiscales en los que no confiaba pero que estaban aforados por su labor sindical. Tampoco incidía apenas en las sedes fiscales más alejadas geográficamente de la capital, a las que a menudo destinó a fiscales bajo sospecha pero a los que no podía destituir.
Más aún, la gestión de Paz y Paz estuvo marcada desde sus primeros pasos por la sombra de la destitución. Los rumores de que no duraría mucho se ventilaban incluso en las páginas de los periódicos. En junio de 2011, cuando llevaba apenas seis meses en el MP, un periodista le preguntó por ese constante ruido de fondo. Su respuesta de entonces cobra un sentido lúgubre tres años después: “La ley es clara y yo mantengo lo que dije: sería un golpe de Estado técnico. Mi plan de trabajo es para cuatro años; no para menos”.
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La jueza Yassmin Barrios hasta para ir a comprar flores se sube a una patrulla policial. Va al supermercado en una camioneta con sirenas y rodeada de los agentes de policía que la protegen desde que hace diez años, el día antes a que iniciara el juicio por el asesinato del obispo Juan Gerardi, alguien arrojó una granada de fragmentación al patio de su casa. El año pasado recibió de nuevo amenazas de muerte y el sistema judicial le asignó un vehículo blindado, pero ella solo lo usa dos veces al día: para ir y regresar de la torre de tribunales. Nada más. Dice que el vehículo no es suyo y gasta mucha gasolina. “Uno debe ser austero, no abusar de las cosas”, argumenta con lógica maternal. Yassmín Barrios, la jueza que en mayo de 2013 condenó por genocidio a Efraín Ríos Montt, trata de reducir lo más complejo a lógicas simples. Y no tiene vehículo propio.
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“¿Es difícil ser jueza en Guatemala?”
“Sí, definitivamente sí lo es. No por los casos que se juzgan sino por el contexto que nos rodea”.
“¿Qué contexto?”
“La situación de violencia que impera, y la inseguridad para los juzgadores”.
“¿Cree que hay jueces que se excusan de conocer ciertos casos por miedo?”
“No puedo contestar lo que es referente a otras personas. Eso lo contestarían ellos. Cada quién sabrá por qué se excusa. Lo que sí puedo decirles es que las excusas solo se pueden plantear cuando existe un motivo. No hay por qué excusarse. Uno está obligado a cumplir con su deber”.
“Pero por ejemplo, un motivo podría ser que le lancen dos granadas en el patio de casa, como le ocurrió a usted”.
“Eso fue una noche antes, el debate era al día siguiente. Y me presenté a trabajar”.
“¿Qué la mueve a usted a seguir adelante en unos casos que son tan complicados?”
“Simplemente soy juez. Cuando empecé a trabajar hice un juramento. Esto es parte del ser juez”.
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Durante las ocho semanas que duró el juicio contra Ríos Montt, Barrios fue una pequeña David de pelo rizado que se batía contra la historia, las estridencias de los abogados defensores y el Goliat invisible de la presión política y mediática. Los querellantes intentaron maniobrar con cuidado para no incendiar el país, mientras los partidarios de Ríos Montt y las cúpulas empresariales acusaban a Paz y Paz y a Barrios de resquebrajar Guatemala y poner en riesgo los acuerdos de paz. La derecha guatemalteca cerró filas, restableció lazos con influyentes militares retirados y olvidó sus diferencias por un fin común. Hubo varios intentos legales de detener las audiencias y en todo momento se temió que una zancadilla política truncara el proceso.
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Aun así, marzo y abril de 2013 fueron meses de esperanza para quienes llevaban décadas pidiendo reformas en la justicia guatemalteca. En menos de una década se había pasado de los ajusticiamientos trogloditas a manos de la policía a investigar y llevar a juicio tanto a delincuentes comunes como a exdictadores que en nombre de las ideas fueron tan asesinos como los gatilleros de Berger. Si a eso le añadimos que desde 2010 el país experimentó un lento pero constante descenso en la cifra de homicidios, Guatemala vivía una primavera de la justicia, un despertar.
Pero desde que el 10 de mayo de 2013 Barrios condenó a Ríos Montt se comenzaron a encadenar mensajes de retroceso. Una mano invisible comenzó a sacudir el cable por el que caminaban en difícil equilibrio Paz y Paz, Yassmín Barrios y el resto de intocables.
Primero fue la rápida anulación del juicio, solo diez días después de la sentencia. La CC, controlada, según fuentes tanto de izquierda como de derecha, por la cúpula empresarial tradicional y en menor medida por el presidente de turno, alegó defectos de forma para ordenar que el juicio completo se repita. En teoría debe celebrarse en enero de 2015. Después vino la arremetida contra Claudia Paz que terminó en su salida adelantada del cargo.
En medio, el Colegio de Abogados de Guatemala intentó suspender en su cargo a Yassmín Barrios, por supuestas faltas éticas en el trato a un abogado defensor durante el juicio. Su sanción nunca llegó a aplicarse y terminó siendo desestimada por la CC, pero una mancha negra cayó sobre quienes habían intentado juzgar al exdictador.
Es como si alguien estuviera cerrando por decreto la primavera.
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“Un nuevo juicio a Ríos Montt, ¿qué significa para la justicia?
“Puedo hablar de lo que nos correspondió a nosotros jueces” dice Barrios.” Nuestra sentencia, porque somos los tres jueces del tribunal quienes la dictamos, constituye un avance. No solo la realización del debate sino llegar a la sentencia. Hay valoración de testigos, de peritajes, de documentos, y hay responsabilidad del acusado por delitos de genocidio y de deberes contra la humanidad. Constituye un avance no solo para Guatemala sino para Latinoamérica y para el mundo entero.
“Existe otra lectura: sentar a un exjefe de Estado para juzgarlo por genocidio sin duda es un avance, pero por otro lado las reacciones fuera del tribunal y el resultado final, de nulidad de la sentencia… “
“Le aclaro que no se anuló la sentencia. Se anuló el proceso. Son cosas diferentes. La Corte no anuló el análisis que efectuamos. No señaló ningún defecto en la sentencia, no entró a estudiarla, y eso es muy importante”.
“O sea, que…”
“Es un caso sui generis. No hay un antecedente de esa naturaleza en nuestro ordenamiento jurídico penal”.
“¿Y usted cree que la anulación fue contra el ordenamiento jurídico?”
“Creo que lo más importante es lo que los demás piensen”.
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“Lo que los demás piensen” es un concepto confuso. Cuando la CC anuló el juicio contra Ríos Montt hubo organismos internacionales que lo consideraron una aberración jurídica. Organizaciones de sociedad civil denunciaron el carácter político de la decisión tomada. Y el entonces comisionado de la CICIG, el costarricense Francisco Dall’Anesse dijo en público tres meses después que se trataba de una “anulación ilegal”.
En el otro extremo reaccionaron, cabía esperarlo, los representantes del Comité Coordinador de Asociaciones Agrícolas, Comerciales, Industriales y Financieras (CACIF), la organización que históricamente ha concentrado a la cúpula empresarial del país. Ellos mismos habían pedido la nulidad del juicio, y acusaron al comisionado Dall’Anesse de vulnerar la Constitución guatemalteca al desafiar una decisión judicial. A ese punto, el costarricense le quedaba solo un mes en el cargo y ya estaba, por tanto, fuera de la partida. Un comunicado de la CICIG durante el juicio, denunciando la campaña mediática de presión para que Ríos Montt fuera declarado inocente, lo enfrentó con el gobierno de Pérez Molina, que se quejó por vía diplomática ante la Organización de Naciones Unidas (ONU) y forzó su salida del cargo. Tomar postura contra Ríos Montt en el juicio por genocidio te granjea enemigos poderosos en Guatemala.
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El magistrado Pablo Xitumul, que junto a Patricia Bustamante y Yassmín Barrios conformó el tribunal que condenó a Ríos Montt, asegura que no recibió presiones o amenazas directas durante el proceso, pero dice que su teléfono estaba intervenido y no olvida que uno de los abogados defensores del militar le gritó en plena sala de audiencias: “no voy a descansar hasta verlo tras las rejas”. En otro caso, esas palabras no hubieran significado demasiado. En este resultaba tan difícil medir su alcance que el juez las recuerda un año después de que todo acabara.
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“¿Está la justicia en Guatemala sometida a un pulso político?”
“Bastante. Bastante. Bastante. La carrera judicial inicia en el juez de paz y llega a juez de instancia, donde estamos nosotros. Todos pasamos por un proceso de selección, evaluación y nos nombran para un periodo de cinco años. ¿Pero qué pasa con los magistrados de Corte, de sala de apelaciones, de CC?”
“No sé. Dígamelo usted”.
“Pues que vienen de afuera, sin haber sido jueces muchos de ellos, pero apadrinados por partidos políticos o grupos empresariales. Y todo eso hace que se comprometa su actuar. Ha habido muchas personas que por compadrazgos, por contactos, llegaron a una magistratura. Siempre hay grupos que van a luchar por llegar ahí. Por eso para mí no hay una garantía de que realmente se administre justicia”.
“Pinta usted un escenario oscuro. Es pesimista”.
“Solo le soy honesto. Mire, yo vivo en Guatemala, y he visto que nada más tomar posesión la Corte Suprema ya los magistrados se reunían en desayunos, almuerzos, pláticas, charlas, con grandes grupos económicos. Yo, como juez, no podría ir a sentarme con ellos. Yo me dedico a mi trabajo y no quiero comprometer mi forma de resolver. Tengo para comer, tengo para lo básico. Muchos quisieran abarcar más y vivir en lujos, por eso se olvidan de la justicia.
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Antes de forzar la renuncia del fiscal general Conrado Reyes en 2010, la CICIG ya había sacudido el sistema de justicia guatemalteco con otra denuncia pública. El 6 de octubre de 2009, el comisionado Carlos Castresana denunció que un grupo de abogados estaba tratando de tomar control de la Corte Suprema de Justicia para beneficio propio. Aseguraba que seis de los trece candidatos finales a integrar la Corte estaban vinculados a un abogado y empresario que, en secreto, había movido los hilos para ponerlos allí: Roberto López Villatoro, conocido popular y despectivamente en Guatemala como “el rey del tenis”.
De él se ha escrito que encarna a un sector de empresarios emergentes, enriquecidos a la sombra del Estado —su apodo proviene de una vieja adjudicación pública de compra de calzado— y que durante la última década él personalmente le ha disputado al CACIF el control de la Corte Suprema, del Colegio de Abogados y del Tribunal Supremo Electoral, antes campo de cultivo exclusivo de sus influencias. López Villatoro es un hombre público que se mueve con soltura en las zonas grises del sistema. Es un operador al que uno recurre cuando necesita atajos, soluciones políticas a problemas legales o soluciones pseudojurídicas a disputas políticas.
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“Tengo un amigo que dice que Guatemala es un ajedrez en el que el rey es hueco -homosexual— la reina puta, y los alfiles de los dos bandos hacen negocios entre sí. Todo en un tablero redondo.
Entre líneas, el rey del tenis me está diciendo que es un alfil.
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Como si todos los caminos de la política guatemalteca actual pasaran por Ríos Montt, López Villatoro estuvo casado con Zury Ríos, hija del exdictador y exvicepresidenta del Congreso. La CICIG dijo en 2009 estar investigándolo por posibles negocios ilícitos, pero nunca le imputó ni probó nada. Tampoco logró detener aquel proceso de elección de magistrados y tres de los abogados apadrinados por López Villatoro han sido hasta 2014 titulares de la Corte Suprema. Gustavo Berganza, uno de los periodistas que mejor retrata los pulsos por el poder en Guatemala, asegura que el hombre que tengo delante es mucho más influyente hoy que cuando le trataron de derribar hace cinco años.
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La justicia guatemalteca está en un pulso cada vez más abierto. Lo prueba la simple existencia de una figura como la de este alfil y su ejército de peones que disputan pedazos de poder a los viejos reyes. Lo prueban los años de audacia de Paz y Paz. Lo prueba la efímera sentencia contra Ríos Montt. De hecho, ni siquiera la CC es totalmente ajena ya al pulso entre grupos de influencia. La decisión del 5 de febrero que recortó el periodo de Claudia Paz y Paz se tomó por unanimidad de los cinco magistrados, pero la anulación del primer juicio al exdictador no. Se resolvió en una votación dividida, de tres contra dos.
López Villatoro, alejado de romanticismos y aferrado a sus intereses, declara la partida abierta. Es evidente que piensa que la ganarán los que tengan paciencia y sean prudentes.
Es una virtud cada vez más extendida, la prudencia. Desde que la “corte celestial” ordenó que el juicio a Ríos Montt se debe repetir, más de 90 jueces se han inhibido de conocer el caso. No quieren ser la nueva Yassmín Barrios o el futuro Pablo Xitumul. Se podría pensar que lo hacen para no desafiar con una nueva condena a las élites, pero ¿cómo explicar que no haya tampoco tres jueces interesados en granjearse el favor del CACIF absolviendo al exdictador? El cálculo es más complejo y no tiene apenas que ver con el ideal de la justicia. Los jueces con ambiciones futuras temen que la unidad de los grupos de derecha en contra del juicio sea solo temporal, que la mesa siga girando y a ellos, sea cual sea su fallo, el tiempo les ponga en el escaque equivocado de este tablero redondo.
*Con reportes de Valeria Guzmán. Carlos Dada participó en la preparación y realización de la entrevista con Yassmín Barrios. La versión original de este artículo apareció originalmente en Sala Negra de El Faro. Los extractos fueron publicados con permiso. Vea el original aquí.