Un informe realizado por el BID estudia los costos del crimen y la violencia en Latinoamérica y el Caribe y contrasta los recientes avances de la región en algunos indicadores económicos y sociales con el desproporcionado costo derivado de la alarmante situación de seguridad en algunas zonas de la región.
En su estudio “Los costos del crimen y de la violencia” (pdf), el Banco Interamericano de Desarrollo (BID) estima que los costos anuales del crimen y la violencia en Latinoamérica y el Caribe representan el 3,5 por ciento del PIB, una cifra que casi duplica la calculada en países desarrollados como Australia, Canadá, Francia, Alemania, Reino Unido y Estados Unidos.
Si bien la mayoría de los países de la región han tenido resultados positivos en sus indicadores económicos y sociales en las últimos años, con tasas de crecimiento en promedio por encima del 4 por ciento, niveles de inflación controlados —con la excepción de Venezuela y Argentina—, niveles de pobreza decrecientes (que incluso en algunas partes ya cumplieron los Objetivos de Desarrollo del Milenio) y una población más saludable y mejor educada, otros indicadores, como los de la seguridad ciudadana y nacional, y una radiografía de las dinámicas criminales en la región, presentan un panorama mucho menos alentador.
En la región de Latinoamérica y el Caribe vive menos del 9 por ciento de la población mundial, pero en ella se concentra cerca de un tercio de los homicidios del mundo —un 90 por ciento de los cuales quedan en la impunidad— y el 60 por ciento de los robos que ocurren en la región involucran actos de violencia.
Además, la creciente población carcelaria, la crisis subyacente de sus sistemas penitenciarios y la corrupción generalizada al interior de sus fuerzas de seguridad y de otras instituciones han creado una serie de obstáculos para el desarrollo regional y han puesto de relieve la necesidad de que el Estado aumente su presencia en zonas bajo el yugo de los grupos criminales.
El costo promedio anual del crimen y la violencia entre 2010 y 2014 en los 17 países analizados fue calculado en US$261.000 millones, una cantidad comparable con la que esos países gastaron en infraestructura en ese periodo.
Entre los costos directos evaluados por el estudio se encuentran aquellos en los que incurren las víctimas a raíz de las actividades delictivas, como daños o pérdidas, y los relacionados con su anticipación, como los gastos del sector público y privado en su prevención y los costos de respuesta al crimen, como el dinero destinado al funcionamiento del sistema judicial y el penitenciario.
Sin embargo, el informe no estudia los costos indirectos del crimen, que pueden ser entendidos como las externalidades negativas que genera, como los cambios en las preferencias de consumo o en el comportamiento de las personas por temor al crimen, o el aumento en los salarios en las profesiones consideradas de alto riesgo, entre otros.
Las altas tasas de homicidios es uno de los principales factores que alimentan los altos costos sociales del crimen, y su impacto se calcula principalmente mediante el ingreso que dejan de percibir la víctima y el victimario, en caso de que éste sea procesado y recluido en una cárcel.
Un poco más del 90 por ciento de las víctimas de los homicidios en la región fueron hombres, y casi la mitad de ellos jóvenes entre los 15 y 30 años —el sector de la población con el mayor nivel de productividad laboral—. Esto también significa que cerca del 10 por ciento de las víctimas de homicidios en la región fueron mujeres, una tasa de 4,3 por cada 100.000 habitantes, casi el doble del promedio mundial.
El costo promedio de los homicidios en la región representó entre US$9,8 y 11,4 mil millones anuales en el periodo analizado. De los 17 países analizados Brasil, México y Colombia fueron los países con los mayores costos sociales causados por los homicidios. Chile, Perú y Argentina fueron los países con los menores costos relacionados con los homicidios como porcentaje del PIB.
Sin embargo, existen diferencias importantes a nivel regional: en 2014, la violencia y el crimen le costaron a Guatemala el 3 por ciento del PIB, a El Salvador el 6,1 por ciento y a Honduras el 6,5 por ciento (Vea el desglose del BID sobre los costos del crimen por país).

Una evaluación geográfica más localizada en estos países muestra que, por ejemplo, en algunas zonas de El Salvador en algunos años no se presentaron homicidios, y que en otros lugares la tasa de homicidios fue de 200 por cada 100.000 habitantes, mientras que el promedio de los departamentos con las mayores tasas fue de 94,6, casi tres veces la cifra regional y más de 14 veces la tasa mundial.
Un fenómeno similar se presenta en Brasil, donde en algunos estados el costo del crimen representó el 2 por ciento del PIB, mientras que en otros fue de casi el triple. Esta diferencia se presenta también en la distribución de los costos; mientras en unos estados fueron mayores las pérdidas por el costo social que representan los homicidios, en otros fue mayor el gasto privado o público.
En 2014, el gasto público promedio de la región en el sistema penitenciario fue de US$7.832 millones (o el 0,2 por ciento del PIB), cerca del doble de lo gastado en 2010, y una cifra similar a lo que dejó de percibir la economía por la falta de trabajo de su población reclusa.
Las diferencias en los montos destinados a los sistemas penitenciarios por los gobiernos, así como los altos costos de los homicidios en algunos países y en algunas municipalidades, incluso en países con altos costos como Brasil y las naciones del Triángulo Norte, también ponen de relieve la focalización del crimen y la violencia en algunas zonas y grupos de la población.
Las diferencias locales de la violencia también contrastan con los retos globales que presenta la creciente amenaza transnacional de la ciberdelincuencia, la cual ignora las fronteras físicas y virtuales. Según un estudio citado en el informe, entre 2010 y 2013, la demanda de productos para protegerse de este tipo de delitos aumentó en 14,7 por ciento por parte de las empresas y 10,7 por ciento por los individuos.
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Otra actividad que no conoce fronteras es la relacionada con el crimen organizado y con la capacidad de migración criminal y reestructuración que tienen los carteles, las bandas y las pandillas de la región.
Los grupos de crimen organizado modernos no son estructuras monolíticas como lo eran hace algunos años, y en algunos casos están divididos en grupos locales con mayor autonomía, lo cual podría alimentar la focalización del crimen en algunas localidades, en ocasiones aquellas ubicadas en las zonas fronterizas.
Sin embargo, según el estudio del BID, no siempre hay una relación directa entre una fuerte presencia de grupos de crimen organizado y altas tasas de homicidios, lo cual podría estar relacionado en parte con la diversa naturaleza de los grupos delictivos y el gran control social que éstos tienen en las comunidades donde operan.
En países como El Salvador, donde existe una fuerte presencia de algunas de las pandillas más violentas de la región, estos grupos han demostrado en repetidas ocasiones la capacidad que tienen para afectar las tasas de homicidios, y en algunos casos incluso la han utilizado para ganar poder político.
Análisis de InSight Crime
El empeoramiento de la mayoría de los indicadores de seguridad, en medio de un marcado aumento en los recursos destinados a combatir y prevenir el crimen, es una clara señal de que estos recursos no están siendo invertidos de forma eficiente.
Si bien la mayoría de los homicidios en la región se quedan en la impunidad, como señala el estudio —lo cual en ocasiones está relacionado con las pocas capacidades institucionales y es alimentado por la corrupción—, el uso de la prisión como una de las principales herramientas para luchar contra éste y otros delitos, como los relacionados con el consumo o el comercio de drogas a pequeña escala, es cada vez más popular.
Esta estrategia funciona bajo la premisa de que aumentar las penas tendrá un efecto disuasivo sobre la actividad criminal y resta importancia a sus altos costos, como el aumento en el gasto público y el impacto económico en el entorno familiar de los reclusos, quienes, como señala el estudio, la inmensa mayoría de las veces son hombres de bajos recursos en edad laboral.
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Como InSight Crime ha señalado, la implementación progresiva de estas políticas de mano dura desde la década de 1990 ha creado muchos más problemas de los que ha solucionado, y los altos índices de sobrepoblación, así como la corrupción, han terminado por convertir a las cárceles de la región en una de las principales incubadoras del crimen organizado.
Ya sea por negligencia, por corrupción o por la falta de información que permita diseñar políticas públicas eficientes, el enfoque actual también ignora la labor rehabilitadora y resocializadora que debería tener la cárcel, y no logra prevenir, sino que por el contrario estimula, el hecho de que las familias de los reclusos ingresen al mismo ciclo de pobreza y violencia que ha alimentado a las prisiones durante tanto tiempo.
Que la proporción del gasto público destinado a combatir el crimen en Latinoamérica sea el doble de la de países desarrollados también pone de relieve la carga financiera que representa para el Estado el costo de este tipo de programas en la región.
El impacto de los programas de seguridad parece ser poco a pesar de la gran cantidad de recursos que se destina a estos, lo cual sugiere que este dinero se podría asignar de una manera más eficiente en programas con otro enfoque o en políticas de salud y educación, las cuales han mostrado tener mayores tasas de retorno.
La naturaleza ilegal y oculta de las actividades criminales presenta un obstáculo significativo al momento de cuantificar su impacto, si se tiene en cuenta la creciente sofisticación de los grupos criminales y su capacidad para adaptarse y eludir los continuos esfuerzos de las autoridades para desarticularlos.
Sin embargo, una recolección adecuada y efectiva de los datos es crucial para que los tomadores de decisiones y académicos tengan la capacidad de comparar países y puedan llegar a conclusiones sobre la relación entre el crimen y su impacto a nivel social.
No obstante, algunas metodologías utilizadas para medir los impactos del crimen en ocasiones pueden ignorar aspectos importantes de esta relación. El informe del BID, por ejemplo, no tiene en cuenta otros factores como el temor de las víctimas a reportar delitos a las autoridades, la incapacidad de las mismas para recopilar la información, y en algunos casos la falta de voluntad de los gobiernos para que estos datos se hagan públicos, por lo cual las estimaciones presentadas en el informe deben considerarse conservadoras.
Si bien este informe en particular no mide el costo de la corrupción, en parte por la dificultad que presenta hacerlo y compararlo, el daño que se deriva de esta práctica generalizada y comúnmente aceptada no puede ser subestimado.
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En países como Guatemala, donde su expresidente incluso se vio obligado a renunciar por un caso de corrupción de alto nivel que fue destapado gracias al apoyo de la comunidad internacional, se ha calculado que sólo esta actividad podría ser responsable de pérdidas anuales de hasta el 3,5 por ciento del PIB.
La corrupción genera desfalcos masivos en el erario público, así como distorsiones de varios tipos en todos los niveles institucionales y sociales. Además, debido a su alcance en los países de Latinoamérica y el Caribe, ésta suele ser utilizada como una de las principales herramientas de cooptación del Estado por parte de los grupos criminales.
Dado su alto costo social, económico y político, combatir el crimen y la violencia no sólo depende de cuánto dinero se destine a ello. Si los recursos no son asignados en medidas eficientes que no sólo busquen reparar o repeler sus efectos en el corto plazo, los países de la región nunca podrán abordar ni solucionar las causas estructurales de la violencia y el crimen.