Un nuevo libro sobre la política de la violencia urbana en Colombia ofrece a la vez un mirada en detalle de lo que funcionó, y un marco para el análisis y la superación de los problemas de seguridad pública en el hemisferio.
El nuevo libro de Eduardo Moncada, Cities, Business, and the Politics of Urban Violence in Latin America (Ciudades, empresa y la política de la violencia urbana en Latinoamérica), analiza con lupa las experiencias de tres ciudades colombianas durante los últimos 30 años: Medellín, Cali y Bogotá. A lo largo de más de 200 páginas, el autor busca entender porqué una ciudad se sume en el caos que ha perturbado a Latinoamérica una y otra vez en la época moderna, y aún más, cómo puede salir de tal situación.
Moncada ofrece muchas ideas. Encabezando la lista es que una colaboración activa del sector privado y la sociedad civil con el gobierno local es clave en cualquier iniciativa de mejoramiento de la seguridad a través de lo que considera un “proyecto participativo”. Cuando no hay esto, aun los planes mejor implementados no llegan a ningún lado.
Moncada, profesor de ciencia política en la Universidad de Columbia, también establece una distinción entre escenarios criminales: un panorama de control criminal monopólico, una serie atomizada de grupos criminales, un panroama fragmentado o el colapso de un modelo de orden criminal. En los dos primeros casos, prevalece cierto grado de estabilidad, la violencia por lo general es poca y los proyectos participativos son comparativamente fáciles de implementar. En el último, se aplica lo contrario.
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Una de las lecciones de la obra de Moncada es que las ciudades deben tratar de favorecer la estabilidad del entorno criminal, idealmente un entorno atomizado donde no haya hegemonía de un solo bando criminal capaz de poner de rodillas al estado.
Esta hipótesis se ha confirmado en varios casos de la historia reciente. En Medellín, el primero de los estudios de caso del autor, la ciudad fue testigo de mejoras sostenidas a lo largo de la década del 2000 bajo el liderazgo del alcalde Sergio Fajardo. Moncada destaca varios factores locales claves en esta mejoría. A la cabeza está el respaldo de la comunidad empresarial local, en la forma del Grupo Empresarial Antioqueño (conocido como GEA, por sus siglas en español), y la sociedad civil local. Con su respaldo, el gobierno local lanzó una serie de proyectos de obras públicas en zonas marginadas, que buscaban reducir la exclusión que alimentaba focos de violencia extrema. La evidencia indica que esto funcionó, pues la baja que siguió en los homicidios se concentró en zonas de alta violencia que fueron el objetivo de la nueva inversión pública.
También fue importante el rol de Diego Fernando Murillo, alias “Don Berna”, el capo dominante de la mafia en el periodo de Fajardo (que se extendió de 2003 a 2007). Como líder de la Oficina de Envigado, Don Berna tenía algo que se asemejaba a un control hegemónico del escenario criminal local, y vio que sus intereses iban en la misma dirección de los del gobierno en términos de limitar el derramamiento de sangre.
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El éxito de Fajardo contrasta con un plan fallido para mejorar a Medellín a comienzos de la década de 1990. Esto se explica porque los factores subyacentes se encontraban todos al revés la primera vez. En ese momento, la violencia en la ciudad era endémica, y tras la caída del Cartel de Medellín, había demasiados actores armados para que cualquier mafia ejerciera suficiente control. El alcalde entre 1992 y 1994, Luis Alfredo Ramos, hizo parte de una clase política profesional emergente con pocos nexos con la comunidad empresarial. Incluso él y sus sucesores mostraron poco interés por incluir a los empresarios líderes en sus planes y exhibieron una abierta hostilidad hacia la sociedad civil. En un medio así, era lógico que los esfuerzos por revitalizar la ciudad se fueran de bruces.
Los hallazgos de Moncada en otras ciudades también fueron consistentes con lo observado en Medellín. Cuando los líderes políticos locales trabajaron para incluir a la élite empresarial y la sociedad civil, cuando el ambiente criminal local no presentaba un tipo fracturado o decadente, y cuando los líderes de la ciudad redoblaron sus esfuerzos por integrar a las comunidades marginadas al tejido social, los esfuerzos para iniciar “proyectos participativos” tienen muchas más posibilidades de tener éxito. Esto se ha hecho evidente en Medellín y Bogotá durante los últimos quince años, así como en Juárez, donde el programa Todos Somos Juárez emuló mucho de lo que había demostrado ser efectivo en Colombia.
Cuando hay ausencia de los factores anteriores, como en Cali (donde el gobierno local y los líderes de la empresa se han visto enfrentados), o en el Medellín de la década de 1990, esos proyectos están condenados al fracaso.
Una de las lecciones de la obra de Moncada es que las ciudades deben tratar de favorecer la estabilidad del entorno criminal, idealmente un entorno atomizado donde no haya hegemonía de un solo bando criminal capaz de poner de rodillas al estado. Sin embargo, esto es más fácil de decir que de hacer. No existe un manual de estrategia sobre cómo levantar un patrón determinado de interacción criminal, e incluso las intervenciones bien intencionadas para manipular el mundo del hampa pueden comenzar a acercarse a la complicidad.
Gran parte de la investigación de Moncada se orienta a una conclusión omniabarcante, que él parece dar por sentada sin siquiera mencionarla directamente: Aun cuando no reciben tanta atención como sus contrapartes nacionales, los actores locales son claves para la seguridad de cualquier área.
En el caso de Colombia, la incertidumbre institucional causada por un proceso masivo de descentralización política que comenzó en la década de 1980 ayudó a crear un vacío de poder que contribuyó a la violencia en el país en las décadas siguientes. Pero como se discutió anteriormente, la incertidumbre institucional también contenía la semilla de una eventual solución: Cuando los alcaldes hallaron la vía para aplicar una estrategia amplia, el impacto positivo en la seguridad fue enorme. Cuando los alcaldes hallaron la vía para aplicar una estrategia amplia, el impacto positivo en la seguridad fue enorme. La capacidad de una ciudad de dar permanencia a las mejoras depende en gran parte de su capacidad de institucionalizar el proyecto participativo a través de múltiples administraciones, como (según lo afirma Moncada) lo hizo Bogotá luego de la administración de Antanas Mockus.
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Esta centralidad de los actores locales se aplica más allá de las fronteras de Colombia. Como lo señalaba InSight Crime a comienzos de este año, en un artículo reciente dos académicos mexicanos atribuían a los cambios en las políticas locales de Nuevo León y Chihuahua la notoria mejoría de la suerte de esos estados. Otro análisis reciente marcaba factores barriales como motores claves de la criminalidad, y que por consiguiente debían ser los motores claves de las intervenciones estatales, en Ciudad de México.
El célebre apunte de Tip O’Neill de que toda política es local podría aplicarse también a los problemas de seguridad. En ambos casos, el dicho puede ser exagerado pero contiene mucho de verdad fundamental. Esto es aún más relevante en un entorno en el que las políticas que se encuentran en la cima de la pirámide política, del presidente y del gabinete ministerial, suelen tratarse como el comienzo y el fin de la política de seguridad. No es así en el libro de Moncada, una valiosa contribución a la literatura sobre la seguridad en Latinoamérica.