La masacre de 68 reclusos de una prisión en Honduras por parte de las fuerzas de seguridad en el 2003 conmocionó incluso a un país acostumbrado a la violencia y los abusos de derechos humanos, pero fue la tentativa de encubrimiento que le siguió lo que realmente mostró lo que el país piensa de sus presos. La segunda parte de esta historia en dos partes examina la búsqueda de la justicia tras los homicidios de El Porvenir.
10 años después, sentada en el bar de la zona hotelera de Tegucigalpa, Arabeska Sánchez reflexiona sobre la masacre. Es evidente que le alegra que a alguien le importen aquellos muertos tanto tiempo después y en un país que todavía aplaude sin pudor diversas formas de limpieza social.
Lo que llegó a la mesa de Arabeska Sánchez no parecía una bala. Ese pedazo de metal deforme podía ser cualquier cosa, y aun asumiendo que fuera un proyectil iba a ser imposible rastrear el arma del que salió. Ella, corpulenta, bajita, arrugó la cara, detrás de sus lentes entrecerró aun más sus pequeños ojos e intentó adivinar alguna pista en esa esquirla de plomo, pero terminó por rendirse. Había visto en televisión las escenas de la masacre de la cárcel de El Porvenir y la carcomía el deseo de ayudar a identificar a los perpetradores. Pero de los centenares de balas y casquillos recogidos por el Ministerio Público después de la matanza, su astilla era la más inútil. Incómoda, la devolvió a la bolsa en la que venía etiquetada como indicio y escribió en su dictamen: “El fragmento ha perdido masa y características de clase e individualizantes. No tiene valor analítico.”
Esta es la segunda parte de una historia de dos partes, lea la primera parte aquí. Este artículo apareció originalmente en El Faro y fue publicado con permiso. Vea el artículo original aquí.
Sentada en la parte menos ruidosa de un bar que pretende ser bohemio, en medio de la zona hotelera de Tegucigalpa, Arabeska Sánchez se aferra a un vaso con hielo y Seven Up mientras rememora su intento de descifrar los secretos de aquel pedacito de plomo. No he conseguido que acepte una cerveza o que me acompañe con un trago de ginebra. Dice que mañana tiene que madrugar.
“Nada de alcohol si hay que trabajar”.
Es, y lo demuestra en cada frase y cada gesto, una mujer serena. Dura, agresiva en sus opiniones, pero serena. Supongo que solo anclado en esa serenidad puede uno haber visto desfilar ante sus ojos toda la muerte que cabe en Honduras y continuar creyendo que se puede salvar a este país de sí mismo.
Aquel abril de 2003, como si se apiadara de su frustración, el azar quiso que el peritaje fallido le abriera a Arabeska Sánchez una puerta mayor en la investigación de la masacre. Puesto que era la única miembro del laboratorio que no presentaría prueba balística en el juicio, la fiscal del caso le asignó una nueva tarea: reconstruir con la mayor precisión posible, usando los informes de sus compañeros, la masacre de la granja penal de El Porvenir. Sin pedirlo, se convirtió en una pieza clave para probar cómo el Estado hondureño, en complicidad con una banda de matones, asesinó de manera salvaje en dos horas a seis decenas de seres humanos.
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Asegura que, más aun que la masacre en sí, y por despiadado que parezca, fue el largo y tenso juicio posterior el que retrató el nivel de desprecio del gobierno de Honduras por la vida de los prisioneros.
“Si quieres saber cómo es, incluso 10 años después, el sistema penitenciario de Honduras, buscá y revisá el expediente del caso de El Porvenir. Fue la primera vez que se desnudaron todas sus debilidades”.
Arabeska no lo dice, o lo dice con otras palabras: la de El Porvenir no es una historia del pasado. El país más violento del mundo mantiene aún hoy, como política no oficial, el exterminio sistemático de sus presos.
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El juicio por la masacre de El Porvenir inició en marzo de 2008 y fue un pulso del Estado hondureño consigo mismo. Mientras el Ministerio Público pujaba por el esclarecimiento de las 68 muertes, el Ejecutivo ponía todo su empeño en el encubrimiento. Quedó probado que la dirección del Sistema Penitenciario había alterado en su libro de incidencias la hora en que comenzó la masacre. Quedó probado que los informes de novedades de la Policía Preventiva se habían falseado para hacer ver que la voz de alarma se dio tarde y el operativo policial había durado una hora menos de lo que realmente duró. Quedó probado que el jefe policial a cargo del operativo mintió en su informe y escribió que sus agentes habían sido recibidos a balazos por los pandilleros y solo habían disparado en defensa propia. La Secretaría de Seguridad pagó los abogados de los custodios, contrató a peritos en balística e incluso reclutó a investigadores del Ministerio Público para que argumentaran en contra de las pruebas de la acusación.
Con la mirada endurecida detrás de sus inseparables lentes, Arabeska Sánchez explica la sensación de desventaja que tuvo el equipo fiscal durante todo el proceso que duró 159 días, algo más de cinco meses.
“Éramos cuatro personas: dos fiscales, un médico forense y yo, y delante teníamos un buró de 60 defensores, una barbaridad de gente. Sentíamos una presión terrible”.
“¿Recibieron alguna amenaza?”
“Hubo vehículos sospechosos siguiendo el carro de la Fiscalía que usábamos en La Ceiba, así que pedimos un vehículo de refuerzo que nos acompañara cada vez que nos desplazábamos del hotel a la audiencia. Después de cada sesión teníamos que encerrarnos. Balearon a un muchacho en el parqueo de mi hotel, y también hubo disparos frente al hotel en que se estaba quedando la fiscal”.
Las salas de audiencia de los tribunales en La Ceiba eran demasiado pequeñas para un proceso de estas dimensiones, así que el juicio se celebró en la sede local del colegio de abogados. Todos los días se desplegaba un cordón policial que rodeaba el edificio en el que se estaba juzgando, principalmente, a policías por el asesinato de presos. Aunque se esgrimía razones de seguridad, para el equipo fiscal era una forma más de intimidación. Durante las audiencias, los jueces pidieron a los acusadores que no se levantaran al baño en los recesos para no exponerse a recibir ataques. A los pocos días de comenzar el juicio, una amenaza de bomba obligó a desalojar todo el edificio y suspender la audiencia durante horas.
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Toda La Ceiba se convirtió para Arabeska Sánchez y su gente en territorio hostil. Mientras los acusados y sus familiares celebraban barbacoas por la noche, los cuatro miembros del equipo fiscal comían aislados en su hotel. No había quien quisiera sentarse con ellos ni se podían dar el lujo de caminar tranquilamente por la ciudad costera.
Las pruebas y testimonios eran, en todo caso, aplastantes. Durante el juicio se mostraron imágenes de televisión en las que se veía a agentes golpear a pandilleros moribundos de la mano de presos rondines -presos que, bajo el liderazgo de otro preso, imponen disciplina, operan como la verdadera autoridad de la cárcel y deciden sobre la vida y la muerte del resto de internos.
Los informes de balística confirmaron que la mayoría de víctimas habían muerto por disparos de armas asignadas a policías y soldados. También pusieron en evidencia que algunas de las armas homicidas nunca llegaron a ser entregadas a la Fiscalía por parte de la Policía. Simplemente desaparecieron.
21 de los 33 acusados fueron declarados culpables y recibieron condenas que oscilaron entre los 3 y los 1.035 años de cárcel. El comandante de la Policía al frente del operativo, Carlos Esteban Henríquez, fue declarado culpable de omisión en 19 asesinatos y condenado a 17 años de prisión. El director del penal, Danny Alexander Rodríguez Valladares, no fue en cambio ni siquiera imputado porque el día de la masacre, aunque no tenía permiso, no se presentó a trabajar. En el año siguiente a la masacre fue trasladado varias veces y dirigió los penales de Santa Bárbara y Danlí, y en 2012, como si en Honduras la burla fuera una política de Estado, fue enviado de urgencia a sustituir al director del penal de Comayagua, fulminantemente suspendido tras el incendio en que murieron 361 personas.
Desde junio de 2013, Rodríguez es el director del penal de San Pedro Sula, el segundo más grande del país. Allí, como una década antes en El Porvenir, comparte el poder con un equipo de rondines armados. Como si no hubiera huella del pasado y la muerte de 68 reos fuera un apunte marginal, anecdótico, en la doctrina del sistema y la carrera de un funcionario.
*Este artículo apareció originalmente en El Faro y fue publicado con permiso. Vea el artículo original aquí.