El país más violento del mundo parece tener también las cárceles más violentas del mundo. O al menos las cárceles en las que se han cometido algunas de las peores masacres en la historia reciente de Latinoamérica. En la última, ocurrida en 2012, murieron calcinadas más de 300 personas; en la penúltima, más de 100; en la anterior, más de 60… Y mientras esos picos altos sacuden a Honduras, el sicariato a cuentagotas, patrocinado, auspiciado o permitido por el Estado, ocurre cada dos días.

Todo el mundo sabe lo que pasó en la cárcel de El Porvenir y todo el mundo, especialmente Honduras, parece haberlo olvidado: cuando a las 9:10 de la mañana del 5 de abril de 2003, 10 minutos después de que estallara el motín, la Policía y el Ejército entraron a los patios con sus armas largas y sus pistolas, en teoría para poner orden, solo habían muerto cinco personas. Dos horas después, en aquel penal de una veintena de celdas se amontonaban 68 cadáveres.

La batalla la iniciaron los pandilleros del Barrio 18. Entre ellos y los Paisas -los presos no pandilleros- había un acuerdo de no agresión que se había respetado durante meses. A pesar de ser los eternos protagonistas de las portadas de diario, a pesar de encarnar todos los males y provocar todos los miedos, a pesar de su talento para la violencia, la historia indica que en Honduras, cuando se trata de plantar batalla a otros grupos criminales o a las fuerzas de seguridad, los pandilleros llevan las de perder. En esa certeza descansaba la paz de El Porvenir, en la costera ciudad de La Ceiba. Los paisas cuadruplicaban a los pandilleros en número, aun contando a los recién llegados. Y eran paisas los “rondines”, el grupo de presos en los que las autoridades delegaban desde hacía años el orden en los patios, los hombres que a golpe de tolete o de machete imponían ley intramuros.

Este artículo apareció originalmente en El Faro y fue publicado con permiso. Vea el artículo original aquí.

En plena explosión del plan “Cero Tolerancia” contra las pandillas, impulsado por el gobierno del presidente Ricardo Maduro, si en las calles se temía y despreciaba a los pandilleros y la Policía había comenzado a perseguirlos a plomazo limpio con el aplauso de la población, en la cárcel se les vigilaba y trataba como a animales peligrosos. En El Porvenir, las autoridades habían dado a los rondines las llaves de las celdas 2 y 6, ocupadas por el Barrio 18. Los paisas, liderados por su coordinador general, Edgardo Coca, decidían quién entraba y salía, y cuándo. Hacían constantes registros, hasta tres al día. Establecían para los pandilleros castigos colectivos.

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Esa paz desigual, sin embargo, comenzó a agrietarse el 7 de marzo, cuando Mario Cerrato, alias el “Boris”, aterrizó en El Porvenir con otros 29 miembros de Barrio 18. Habían sido trasladados desde la Penitenciaría de Támara, en teoría para evitar roces con otros presos. Teóricamente para evitar muertes.

Una vez en El Porvenir, el Boris no tardó en comprobar, indignado, que su Barrio bajaba la cabeza ante los abusos de los presos no pandilleros. Casi de inmediato conjuró reglas no escritas en la pandilla y logró desplazar al hasta entonces líder de los dieciocheros en el penal, Edwin Calona, El Danger, en la toma de decisiones. El Boris tenía en mente una guerra.

Se sabe que sobornó a un custodio para que le proporcionara un arma y organizó un plan de ataque durante cuatro semanas.

El sábado 5 de abril tomó su nueva pistola y se dirigió a la celda en la que estaban reunidos Coca y el resto de líderes de los rondines. Con él iban El Danger y otros ocho pandilleros armados con palos y cuchillos. El primer disparo de El Boris mató a José Alberto Almendárez, el subjefe de rondines. Encaramados a la confusión inicial, los pandilleros lograron abatir a balazos o machetear hasta matarlos a otros cuatro paisas. Buena parte de los rondines huyeron y buscaron refugio en los baños de sus celdas. Otros, los más veteranos, corrieron a buscar sus armas, para responder a El Boris.

Todos los testigos coinciden en que cuando, 10 minutos después del primer disparo, los policías que custodiaban el penal y los soldados de refuerzo entraron en los patios, lo hicieron a cañón suelto y con la intención clara de proteger a los paisas, matando a todo pandillero que encontraban a su paso. De inmediato, rondines, custodios y militares formaron un solo batallón que hizo retroceder a la mayor parte de la pandilla hacia sus celdas. La carnicería estaba por comenzar.

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Un rondín cerró con candado la celda 6, en la que se habían refugiado 25 personas, incluida una mujer y una niña que habían entrado de visita poco antes de la balacera, colocó cartones y colchones sobre la puerta de reja, los roció con combustible y les prendió fuego. Los policías que le vieron hacerlo no movieron un dedo.

A pocos metros, frente a la celda número 2, policías, soldados y rondines descargaron sus armas hacia los pandilleros que se habían refugiado allí, al tiempo que les gritaban que se rindieran. Por un instante cesó el fuego cruzado: los pandilleros se rindieron y lanzaron sus armas hacia el patio, pero los primeros que se atrevieron a salir con las manos en alto fueron acribillados. Uno murió en el acto. Los que quedaron en el suelo, heridos, retorciéndose, fueron rematados a golpes y cuchilladas por los rondines. Aquellos que en un primer momento se quedaron parapetados en la celda sufrirían una muerte más brutal: cuando el humo y las llamas que de la celda 6 ya pasaban a la 2 les forzaron a salir, fueron tumbados boca abajo en el suelo. En esa posición los ejecutaron. Después de lincharlos y acuchillarlos, todos fueron rematados a tiros. Los mismos tiros que más tarde permitirían reconstruir lo sucedido a Arabeska Sánchez.

En cada rincón del penal, respaldados por las armas de la Policía y los militares, los presos paisa completaron la venganza. Policías remataban a los pandilleros heridos, soldados contemplaban en silencio cómo rondines se ensañaban con cadáveres ya desfigurados.

El comandante a cargo del operativo, el subcomisionado Carlos Esteban Henríquez, detuvo la matanza alrededor de las 11, cuando supo que desde la escalera de un camión de bomberos que acababa de llegar a sofocar el incendio un camarógrafo lo grababa todo. Solo entonces ordenó a sus hombres dejar de disparar y trasladar hacia un hospital a los heridos. En su primera declaración a los periodistas, un vocero del Ministerio de Defensa, el subcomisario Leonel Sauceda, dijo que, de los incidentes carcelarios causados por pandilleros en los últimos meses, este había sido “el más grave”.

23 de las 68 víctimas tenían heridas por arma de fuego. 60 de ellas eran pandilleros del Barrio 18. Cinco murieron desangradas. Una recibió 20 machetazos en la cabeza. En la celda número 6 murieron 25 personas asfixiadas o quemadas. El cuerpo de una de ellas quedó calcinado a tal punto que fue imposible identificarla, y ni siquiera se pudo conocer su edad o su sexo. Los cuerpos de los muertos fueron trasladados a San Pedro Sula para que se les realizara la autopsia. Llegaron como podridos a la morgue. No aguantaron las cuatro horas de viaje a bordo de camiones sin refrigeración.

El presidente Ricardo Maduro, su ministro de Seguridad Óscar Álvarez y su viceministro Armando Calidonio, llegaron al penal a las 4 de la tarde, cuando todavía había cadáveres en el suelo. A los minutos, un miembro de la comitiva presidencial ordenó a los bomberos limpiar de inmediato el escenario de la masacre para que los presos sobrevivientes, que también habían sido evacuados tras el alto el fuego, regresaran lo antes posible a sus celdas. No importó —todavía hoy hay quien sugiere que ese era el propósito de la orden— que con el agua se borraran posibles pruebas y se convirtiera en tabula rasa la escena del crimen.

*Este artículo apareció originalmente en El Faro y fue publicado con permiso. Vea el artículo original aquí.

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