En “Confessions of a Cartel Hit Man” [“Confesiones del sicario de un cartel”], Martín Corona, antiguo sicario del Cartel de Tijuana, hace un recorrido por su ascenso en las filas del grupo criminal que fue predominante durante la década de los noventa, pero sorprendentemente incluye pocas revelaciones acerca de la organización como tal.

Corona se unió a la organización de Arellano Félix, también conocida como el Cartel de Tijuana, tras su fallido intento, en 1993, de asesinar al jefe de Cartel de Sinaloa, Joaquín “El Chapo” Guzmán, en el aeropuerto de Guadalajara, en el que hombres armados del grupo asesinaron accidentalmente a un cardenal católico, dado que confundieron su auto con el de Guzmán.

Aquél fue un período caótico, en el que la organización tuvo que lidiar con protestas internacionales (y con el consecuente aumento de las acciones de los organismos de seguridad) y con sus furiosos y envalentonados rivales, Guzmán y Amado Carrillo. Corona ayudó al cartel a agrandar sus filas reclutando pandilleros en el sur de California, una táctica que trae a la memoria la que ha utilizado el Cartel de Juárez en años recientes, reclutando miembros de la pandilla tejana Barrio Azteca.

En sus memorias, Corona hace algunas descripciones detalladas de su trabajo diario. Describe cómo pasaba sus días en un centro de mando, dispuesto en cualquier momento a atacar a los enemigos del cartel. Cuenta sobre su horario —cinco días de trabajo por dos de descanso— y su sueldo: un salario de US$500 semanales, más bonificaciones esporádicas pero cuantiosas. También explica el entrenamiento que recibían para el manejo de las armas, así como las reglas que debían seguir en cuanto al consumo de drogas y alcohol.

Todo esto nos ofrece una mirada a la organización de narcotraficantes. Así, podemos ver el tipo de hombres que reclutaban, la clase de conflictos que surgieron y los motivos del encanto inicial de Corona, así como su posterior desencanto (en un principio, orgulloso por vincularse a un poderoso grupo criminal, y más adelante cansado por el constante asesinato de víctimas de cuyos delitos no había certezas). Nos abre entonces una valiosa ventana a este tipo de organizaciones, cuyas operaciones siguen siendo en gran parte un misterio.

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Sin embargo, el libro tiene falencias de estructura. Las más de 300 páginas con una letra de buen tamaño son espacio suficiente para que uno de sus propios miembros presente una visión completa de uno de los carteles más famosos del mundo.

Pero las primeras 190 páginas tratan casi en su totalidad de la carrera de Corona como miembro de una pandilla de California que se dedicaba a tareas menores. Después de una breve descripción de su tensa vida familiar como hijo de un marino, el autor inicia una relación casi interminable de sus experimentos con varias drogas, así como sus relaciones con mujeres, cárceles y otros criminales.

Esta parte de la historia no carece de interés. Presenta una descripción realmente interesante del proceso de institucionalización de los reclusos, así como una narración en primera persona de cómo la Mafia Mexicana saca provecho de su control sobre la población carcelaria de California.

Pero, hay que decirlo, en un libro cuyo título se presenta como el mea culpa de un sicario, la ausencia de alusiones al cartel de la droga en dos terceras partes del libro es problemática.

Y lo que en efecto vemos allí del Cartel de Tijuana parece resumido. Casi una tercera parte de esa sección describe el reclutamiento de Corona y su primera misión: el asesinato de un sicario rival que se escondía en San Diego. En general, no se discute cómo funcionaba el negocio de la organización, aparte de una simple descripción del sistema de plazas. Aunque Corona conocía personalmente a Ramón Arellano Félix, al lector no le queda una idea clara del fundador del cartel como persona, lo que parece un descuido imperdonable. La contraportada del libro dice que el testimonio de Corona fue un factor clave en la caída del cartel, lo cual habría sido interesante si a este tema se le hubiera dedicado más de una página.

Pero, hay que decirlo, en un libro cuyo título se presenta como el mea culpa de un sicario, la ausencia de alusiones al cartel de la droga en dos terceras partes del libro es problemática.

Mención especial merece la descripción que hace Corona de sus devaneos románticos. Corona nos presenta, entre muchas otras, a Tiny (“una muchacha de barrio, una fugitiva”), Bonnie (“una chica loca”), Kahleo (“todo un bombón”), Heather (“una linda muchacha blanca”) y Tammy (“una rubiecita […] cuyo pasatiempo favorito era el de desnudarse en la playa”). Estos son sólo algunos de los personajes con nombre; hay también dos mujeres sin nombre con quien el autor pasó 48 horas en una habitación de hotel en California (“yo era una estrella porno”), y un desfile de esposas de militares solitarias durante el tiempo que vivió con su familia en Hawái (“iba a casa con la esposa de un marino diferente casi cada noche”).

A algunos lectores les puede parecer ofensiva la cosificación del cuerpo femenino, y otros más pueden ruborizarse por el lenguaje burdo que utiliza para describirlos. Ambas reacciones son comprensibles.

Pero tal vez el mayor problema es la ligereza con la que Bonnie y Heather y muchos otros personajes entran y salen de la narración, casi siempre sin ningún sentido de por qué están allí. Lo mismo ocurre con las conquistas de sus amigos, cuyos nombres y apodos son difíciles de recordar. Del mismo modo, Corona incluye largas digresiones sobre episodios y personas que no parecen haber tenido un impacto profundo en su vida, ni ofrecen mayor información sobre la dinámica criminal, ni son entretenidas en sí mismas. Sólo están ahí, lo que es un flojo argumento para haberlas incluido.

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Tal vez ésta es una buena descripción de cómo un rudo muchacho se convierte en el sicario de un cartel; durante años, Corona pasó de una estafa a otra, haciéndose más duro y más inteligente cada vez y conociendo un sinnúmero de personas que entraron y salieron de su vida. Su carrera criminal como tal era más un impulso que una ambición calculada: sus amigos conseguían drogas y él se las vendía a otros amigos, o tenían ideas sobre cómo robar mercancías al por menor, y él se les unía y disfrutaba del botín. Finalmente, y un poco al azar, esto lo llevó a ponerse al servicio de Ramón Arellano Félix, cuya organización era un grupo más coherente que las asociaciones esporádicas en las que participó Corona durante su juventud.

Pero incluso si la obra es un fiel reflejo de la vida de Corona, eso no la hace más interesante para el lector. Mientras se leen las descripciones que hace Corona de la organización de Arellano Félix, uno no puede evitar preguntarse si el libro hubiera sido mejor si se hubiera considerado de una manera más rigurosa exactamente qué historia se pretendía narrar, y quién en realidad es importante en esa historia.

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