Este año, el gobierno de El Salvador emprendió la que puede ser la campaña más brutal contra las pandillas de toda la historia de Centroamérica, al llevar a otro nivel las políticas de mano dura y los encarcelamientos masivos. La campaña ha llevado las tasas de homicidios a mínimos históricos y ha ganado un apoyo abrumador en el país, a pesar de las denuncias generalizadas de abusos contra los derechos humanos y de preguntas sin respuesta sobre la sostenibilidad de esas agresivas políticas.

Comenzó a finales de marzo, cuando las grandes pandillas callejeras del país — la MS13 y las dos facciones del Barrio 18masacraron a 87 personas en el transcurso de 72 horas. Como respuesta, la administración del presidente Nayib Bukele declaró el estado de excepción por el término de un mes, lo que en la práctica implicaba la suspensión de los derechos constitucionales y la flexibilización de las condiciones para llevar a cabo arrestos. Esas medidas se han extendido ya por nueve meses consecutivos.

Las autoridades salvadoreñas han sacado partido de las facultades de emergencia, encarcelando a miles de presuntos pandilleros y colaboradores de las pandillas en las semanas y meses que siguieron a la ola de homicidios. Para mediados de diciembre, el gobierno anunció que había capturado más de 60.000 pandilleros durante el estado de excepción, eso es, más del 1% de la población adulta del país.

Casi todos los detenidos han sido pandilleros, sostiene el gobierno, a pesar de las denuncias generalizadas de que cientos de ciudadanos ordinarios han sido víctima de detenciones arbitrarias.

La embestida le valió un amplio respaldo de un público salvadoreño poco afecto a las pandillas. Pero la extensión de la campaña del gobierno hacia una nueva frontera mucho más agresiva para sus políticas de seguridad acarreará nuevos desafíos que aún no se entienden por completo, y la brutalidad de la campaña podría transformar el contexto criminal del país por muchos años.

Una paliza a las pandillas

El objetivo de la ofensiva antipandillas en El Salvador es simple: golpear a las pandillas para someterlas y, con ello, mantener bajos los niveles de violencia que han sido cruciales en la buena imagen del presidente Bukele.

Aquí, el gobierno ha logrado su cometido en múltiples frentes. Las tasas de homicidio han bajado a pisos históricos, mientras que las políticas de seguridad de Bukele tienen el respaldo del 95% de los salvadoreños, según una encuesta realizada en agosto por la consultora CID Gallup. Una encuesta posterior de la misma consultora, publicada en octubre, mostró la calificación de aprobación para Bukele como presidente en 86%, la más alta entre los líderes latinoamericanos.

Los arrestos masivos también han sacudido a las pandillas, alterando sus operaciones en sectores donde la MS13 y el Barrio 18 mantienen el terror en las vidas cotidianas.

“La estrategia ha sacado a muchos pandilleros de las calles, lo que ha reducido sus capacidades operativas”, señaló Tiziano Breda, analista para Centroamérica del International Crisis Group.

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“Al menos para los pandilleros rasos —colaboradores y mandos medios de las pandillas— la campaña ha supuesto un duro golpe”, explicó Breda.

Pero los logros han tenido un costo. Además del engrosamiento de la población carcelaria, el gobierno ha pasado en buena medida por encima de los derechos humanos en su cometido de encerrar a los miembros de las pandillas. Varias organizaciones no gubernamentales salvadoreñas y el organismo de veeduría de los derechos humanos del gobierno han reportado un total combinado de más de 7.400 casos de abusos de derechos humanos durante los primeros siete meses del estado de excepción, según informó EFE.

Las denuncias de detenciones arbitrarias se presentan en medio de escenas de familias conmocionadas acudiendo en grandes grupos a las prisiones para preguntar por sus parientes privados de la libertad, muchas veces sin respuesta. Al menos 80 de los detenidos en el marco de las facultades de emergencia han muerto en prisión, según varias ONG de El Salvador citadas por Associated Press. Además, nuevos instrumentos legales han permitido a las autoridades salvadoreñas llevar a prisión a niños desde los 12 años de edad.

Un optimista Bukele ha afirmado que su gobierno está “a punto de ganar la guerra contra las pandillas”. Esa es una afirmación osada que seguramente busca apaciguar a una población cansada de la violencia y la delincuencia, pero también prematura, pues no considera los problemas que se presentarán.

¿La nueva normalidad?

Hasta el momento, Bukele ha desdeñado las acusaciones de abusos contra los derechos humanos, y la enorme popularidad de su campaña antipandillas quiere decir que es improbable que vaya a buscar un desescalamiento por lo pronto. En lugar de eso, su gobierno tendrá que sortear una serie de obstáculos, como resultado de la escalada de las políticas de mano dura, con los que pocos países han tenido que lidiar.

Los arrestos en masa, por ejemplo, han desbordado las cárceles de El Salvador, que ya operaban por encima de su capacidad antes del inicio de la embestida. La población carcelaria del país pasó de unos 40.000 reclusos a mediados de 2021 a unos 95.000 a ocho meses de implantado el estado de excepción. Las cárceles del país tienen espacio para unos 45.000 privados de la libertad, según estimativos de InSight Crime con base en cifras oficiales de 2021 y según la apertura de nuevos centros carcelarios.

El gobierno tiene en construcción una nueva prisión de máxima seguridad con capacidad para albergar a 20.000 presos, pero aun con la capacidad añadida, las prisiones seguirán sobrepobladas.

“El manejo de 60.000, 70.000 o 100.000 presos requiere inversión de recursos públicos: para alimentación, vigilancia, atención y mantenimiento, que dudo que un país pobre pueda sostener a mediano y largo plazo”, declaró Roberto Valencia, periodista salvadoreño experto en pandillas, en entrevista con InSight Crime el pasado mayo.

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Un reto clave a corto plazo es “mantener el orden en las cárceles y evitar la catástrofe humanitaria que ya acecha con la triplicación de la población carcelaria”, advirtió Breda.

Abarrotar las prisiones puede socavar los esfuerzos por mejorar la infraestructura carcelaria y el refuerzo de la seguridad en las prisiones que ha permitido restablecer el control en entornos anárquicos en el pasado, los que han servido como incubadoras de nuevos reclutas para las pandillas.

La campaña de encarcelamiento en masa ha afectado especialmente las comunidades más marginadas de El Salvador, lo que irónicamente lleva más potenciales reclutas a los brazos de las pandillas y socava la legitimidad de la iniciativa. Adolescentes al margen de la vida de las pandillas y expandilleros —algunos de quienes han hecho penosos esfuerzos por dejar la MS13 y el Barrio 18— han terminado en prisión, donde es posible que no tengan a quién más recurrir que a las pandillas para sobrevivir.

“Quienes más sufren bajo las prácticas predatorias de las pandillas y las políticas de mano dura son las comunidades marginadas”, señaló Michael Paarlberg, profesor asistente de Ciencias Políticas en la universidad Virginia Commonwealth.

El estado de excepción “será más difícil de mantener a medida que una mayor parte de la ciudadanía vea a sus familiares y amigos capturados en las barridas y les conste que no son criminales”, comentó a InSight Crime por correo electrónico.

La reacción de las pandillas a las medidas podría cambiar con el tiempo. Aunque nerviosos y aparentemente a la defensiva, tanto la MS13 como el Barrio 18 han mostrado una y otra vez su capacidad de adaptación en enfrentamientos previos con el gobierno.

“Las pandillas no se han visto afectadas por igual y de manera uniforme por la ofensiva”, comentó Breda. “Parecen estar adaptándose a esta nueva normalidad y desarrollando algunas estrategias para eludir la detención”.

“Los líderes se han visto menos afectados”, observó. “El riesgo latente es que están huyendo a zonas rurales o a países vecinos, donde esperan el momento de regresar y reconstruir el barrio”.

Es probable que las pandillas tengan el poder de fuego suficiente para lanzar un contragolpe, pues la campaña del gobierno ha hecho poco para desmantelar sus arsenales. Los decomisos de armas son menores que en años anteriores, y las autoridades confiscaron menos de 100 rifles en los cuatro primeros meses del estado de excepción, según una investigación de InSight Crime.

Ya se observan indicios de que la embestida puede incitar a las pandillas a responder. Los enfrentamientos entre pandillas callejeras y fuerzas de seguridad se han redoblado desde la puesta en vigor del estado de excepción, según datos de la policía citados en un reporte presentado por el International Crisis Group en el mes de octubre.

“Más redadas dan pie a más encuentros con las pandillas, lo cual aumenta la probabilidad de que estos últimos intenten resistirse al arresto con enfrentamientos”, dijo Breda.

¿Puede propagarse la fiebre de la mano dura?

En toda Latinoamérica y el Caribe, políticos en busca de una solución rápida a sus problemas de seguridad habrán seguido atentamente las hazañas de Bukele en El Salvador.

“La estrategia es atractiva para muchos legisladores en la región”, opinó Breda. “No solo porque parece efectiva en la reducción de la actividad criminal y las tasas de homicidios, sino también por su éxito como estrategia política para sumar puntos electorales”.

Pero la campaña de mano dura turbo de Bukele puede ser difícil de replicar en otros lugares, acotó Breda en conversación con InSight Crime. Pocos países se han enfrentado a un problema de pandillas tan abrumador; el gobierno estima que hay cerca de 76.000 pandilleros en El Salvador, y las pandillas operan en todos los rincones del país. Es más, pocos países son tan pequeños como para mantener la viabilidad de medidas drásticas a nivel nacional.

Bukele también se encuentra en una situación singular en la que él y sus aliados tienen control absoluto de casi todas las ramas del Estado, lo que lleva a que sea improbable que sus políticas agresivas y sus controvertidas leyes antipandillas enfrenten oposición de alguien en el gobierno.

Eso le ha permitido al presidente de El Salvador sentar un nuevo precedente en la reigón, a pesar de que el uso de las políticas duras contra la delincuencia ha sido infaltable para los legisladores antes de su arribo a la escena política.

Ahora, aun cuando otros puedan inspirarse en la ofensiva llevada a cabo en El Salvador, son pocas las señales de que alguno de los líderes en funciones de la región tengan carta blanca o gocen del capital político necesario para sacar adelante medidas tan draconianas y a la vez hacer a un lado las acusaciones de abusos contra los derechos humanos y de paso consolidar su popularidad.

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