Durante cinco años, el municipio de Buriticá, ubicado en la región noroccidental de Colombia, fue consumido por una fiebre del oro que convirtió el tranquilo pueblo montañoso en un centro de la minería ilegal, la mafia y los grupos armados. Tras la mayor operación contra la minería en la historia de Colombia, esa fiebre del oro ha terminado. Pero para Buriticá no hay marcha atrás; sigue siendo un pueblo minero. Y en esta industria participa el grupo criminal más poderoso de Colombia, Los Urabeños.

Las ruinas de la bonanza minera desfiguran los alrededores de Buriticá. En la carretera que serpentea al municipio, las enladrilladas bocas de las minas se abren como cicatrices entre la maleza, y hacia el valle bajan herrumbrados cables unidos a manivelas abandonadas.

Donde alguna vez hubo montones de mineral apiñados al borde de las carreteras, ahora hay cercos, guardias de seguridad y puntos de control del ejército. Los bares, restaurantes y burdeles que ponían su estrepitosa música las 24 horas del día están ahora vacíos y silenciosos, y las motocicletas conducidas imprudentemente por jóvenes con cascos y botas de caucho cubiertas de barro ya no retumban por las carreteras.

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En el pueblo, la carretera que parte del parque central ofrece un panorama aún más desolador de lo que ocurrió en Buriticá. La zona se convirtió en un pueblo fantasma de abandonados entables, como se conoce a los lugares donde los mineros tienen sus molinos para extraer casi la mitad del oro del mineral crudo, mientras que los dueños de los entables se quedan con el resto, que obtienen del lodo sobrante.

Los restos de las derruidas estructuras siguen en pie como imponentes monumentos a las ambiciones y la arrogancia de quienes dirigieron el auge de la minería y como ejemplo de las increíbles cantidades de oro ilegal que se extrajeron de las montañas de Buriticá, y también ejemplo de cómo lo informal, lo formal y lo criminal convergen en esta industria a la perfección.

Aquellas no eran precisamente operaciones a pequeña escala, y tampoco eran clandestinas. Algunas tienen varios pisos en donde antes se almacenaban los “cocos” (cilindros giratorios metálicos donde se tritura el mineral crudo, y el oro se amalgama con una lámina de mercurio) y filas de grandes tanques de cianuro, donde el lodo sobrante es batido en un coctel de productos químicos.

El fin de la bonanza

La operación que redujo la minería informal del oro en Buriticá al devastado territorio que es hoy en día, la “Operación Creta”, fue iniciada en abril de 2016. Más de 1.000 policías apoyados por 400 soldados llegaron a la ciudad, entre ellos cientos de policías antimotines, para destruir las fangosas y estrechas vías que conducen a las bocas de las minas, con el fin de desalojar los túneles y a quienquiera que intentara defenderlos.

Los resultados del primer embate de la Operación Creta dan cuenta de la magnitud de la fiebre del oro: 214 bocas de minas, 32 oficinas de compraventa y 34 entables fueron cerrados, explotados o desmantelados; 1.227 cocos, 117 kilogramos de mercurio, 612 kilogramos de cianuro, 1.995 detonadores y 10.467 paquetes de droga fueron incautados; 620 gramos de oro y 4.250 sacos de mineral fueron confiscados; 1.682 personas fueron sacadas del municipio en autobuses y otras 3.013 salieron por cuenta propia porque no había nada más que hacer.

Sin embargo, estas cifras se refieren sólo a una parte de la historia, y es en los tribunales de Medellín y Bogotá donde está empezando a surgir la verdadera historia que se esconde tras el boom de la minería. Allí, los fiscales están presentando evidencias contra una presunta red de mafia que generó y aprovechó el boom de la minería, moviendo los hilos del comercio tanto legal como ilegal.

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Actualmente están en juicio el exalcalde de Buriticá y su secretario de Gobernación, quienes al parecer recibieron grandes pagos en efectivo, en oro y en acciones de las minas para proteger las operaciones de minería ilegal. A los agentes de policía supuestamente les pagaban para que permitieran el paso de camiones cargados de oro ilegal o para que les dieran avisos sobre operaciones de las fuerzas de seguridad. Y el hombre que se encuentra en el centro de todo esto, un ex vicepresidente de la multinacional propietaria de la concesión minera de la región, Eduardo Otoya, también enfrenta cargos por su presunta complicidad en los crímenes.

Según los fiscales, mientras Otoya ejercía como la cara pública de la compañía canadiense Continental Gold, también dirigía a los mineros informales en sus operaciones y trajo figuras corruptas de la minería del oro del municipio de Segovia para que invirtieran sus riquezas de dudosa procedencia en el floreciente comercio del oro.

Otoya y sus socios trajeron la mano de obra para trabajar en las minas. Todavía hoy, los mineros de Segovia hablan con asombro acerca de las fortunas que se hicieron cuando miles de jóvenes de la ciudad llegaron a Buriticá atraídos por los rumores, y regresaron bien sea con riquezas para gastar en motos nuevas, casas y negocios o con historias acerca de cómo habían despilfarrado todo en alcohol, mujeres y cocaína.

Los cómplices de Otoya estaban acompañados además de los grupos sucesores de los paramilitares, quienes explotaron el comercio del oro en Segovia y su modus operandi para la minería: hacer que todo el mundo pagara los tributos. Para la mayoría de los mineros de Buriticá, “los de 10” se llevaron sus ganancias a la fuerza, amenazando y asesinando a todo el que se negara a pagar. Supuestamente, Otoya y sus aliados pagaban gustosos su parte, puesto que a cambio recibían ayuda armada.

Después de la Edad de Oro

Aunque la infraestructura del auge de la explotación minera de Buriticá se encuentra en ruinas y Otoya y muchos de sus aliados permanecen en prisión, la historia de la fiebre del oro de Buriticá no ha terminado.

Quizá la Operación Creta hizo cambios substanciales, pero un año después continúa activa. Cientos de policías y militares siguen apostados en la ciudad y continúan adelantando operaciones para volar o sellar las explotaciones mineras ilegales, demoler entables y confiscar mercurio, explosivos y oro.

Cientos de mineros informales todavía merodean por las minas abandonadas o abren nuevos túneles en áreas aisladas fuera de la vista de las fuerzas de seguridad. Trituran el mineral en entables clandestinos o lo sacan del municipio en camiones que al parecer atraviesan sin mayor dificultad por los puestos de control de las fuerzas de seguridad.

Los guardias de seguridad de Continental Gold patrullan constantemente la mina más grande de Otoya, El Hebrón, que, según informes de prensa, en su momento de mayor apogeo fue la segunda mina de oro más productiva de Colombia. Sin embargo, la mina —que incluso tenía dormitorios, cocinas y baños, de manera que sus casi 750 mineros pudieran trabajar turnos de 24 horas— es una madriguera de varios niveles, y atrapar a los mineros que se arrastran por sus abandonadas galerías es un juego del gato y el ratón cotidiano.

Buriticá ha probado el oro, y sabe que la riqueza que conlleva tiene su precio. Pero no hay marcha atrás.

Quizá la mafia de la explotación minera de Otoya haya sido desmantelada, pero dado que todavía hay algunos personajes que trabajan clandestinamente, y se dice que algunos de los principales actores del drama de Buriticá han sido liberados y puestos bajo arresto domiciliario (o “más bien arresto callejero”, como dice sarcásticamente un minero), no hay ninguna garantía de que lo seguirá estando.

Lo más grave de todo es que los paramilitares que continúan en la criminalidad, y que han conformado la red criminal más poderosa de Colombia, Los Urabeños, permanecen firmemente arraigados en el municipio. Todavía reclaman su 10 por ciento, y, según las fuerzas de seguridad, siguen empeñados en reanudar las actividades de explotación minera que les resultaron tan lucrativas. Y todavía asesinan, torturan y desaparecen personas.

“Aquí uno puede ver personas sonriendo, pero en el fondo están aterrorizadas”, dijo a InSight Crime un habitante del lugar, con miedo de dar su nombre.

La minería es actualmente el único futuro que ven muchos habitantes de Buriticá, quienes han permanecido en el área para recoger las migajas de la fiebre del oro. Los campos están cubiertos de maleza, la agricultura ha sido abandonada, y el desempleo y la pobreza están aumentando.

Entre los que quedaron se encuentran muchos buritiqueños que intentaron obtener alguna ganancia de las riquezas del municipio, muchos de ellos tratando de hacer las cosas bien al intentar formalizar sus operaciones, pero fueron superados por la rápida riqueza que ofrecían los criminales y los foráneos. Esta experiencia los ha dejado agotados y con un sabor amargo, sintiendo odio no tanto hacia los jóvenes mineros que invadieron su ciudad sino más bien hacia la compañía, que, según dicen, los ignoró, mientras que Otoya y su mafia saquearon lo que más pudieron.

Continental Gold ha repudiado las acciones de Otoya y ha hecho amables promesas a la comunidad. Pero los mineros locales sienten más desilusión que esperanza ante dichas promesas, además porque los intentos de la empresa para limpiar su imagen tuvieron un nuevo revés cuando el presidente de la compañía, Mateo Restrepo, se vio involucrado en el escándalo de corrupción transnacional de la constructora brasileña Odebrecht.

Buriticá ha probado el oro, y sabe que la riqueza que conlleva tiene su precio. Pero no hay marcha atrás, en especial cuando el secreto ya se conoce. Uno de los yacimientos de oro más ricos del continente reposa bajo su superficie. Y si los buritiqueños no lo explotan, entonces lo harán los extranjeros, bien sea mediante una empresa multinacional, mafias de magnates mineros, o jóvenes mineros con poca consideración incluso por su propio futuro.