Marzo 2023. Final de la tarde. Puerto Lempira, Honduras.

Frente a la laguna de Tansin, los indígenas Miskitos, Moreno y Brutus, destapan cada uno una lata de cerveza mientras el agua se balancea suave frente a nosotros. Brutus, un joven flaco, se pone de pie y cuenta cómo salió vivo de una aventura. Cuenta que, hace apenas una semana, encontró un tesoro en alta mar y logró escapar de un grupo de piratas que querían quitárselo. Mira hacia el horizonte y recuerda que, tras el escape, tuvo la noche de parranda más memorable de su vida.

*Este artículo es el primero en una investigación de tres partes, “Moskitia: La selva hondureña que se ahoga en cocaína”, que analiza cómo el tráfico de drogas amenaza una de las últimas zonas selváticas de Centroamérica y las comunidades que habitan allí. Descargue el informe completo o lea la investigación completa aquí.

Conocimos a Brutus a través de Moreno, un ex empleado de un cartel local quien pasó buena parte de su adolescencia sacando paquetes de cocaína de avionetas para meterlos a lanchas y viceversa. Varias fuentes nos habían hablado de un paquete de droga que apareció hace una semana en alta mar y fue encontrado por pescadores Miskitos. Y luego Moreno nos habló de Brutus, un amigo suyo que iba en ese barco. Nos dijo que su amigo no sale de casa y que está deprimido, pero que si comprábamos unas cervezas y algo de comer quizá se animaba a contar lo que vivió. 

Esta mañana Moreno dijo que la mafia, así, en genérico, tiene orejas por todos lados. Así que debíamos ir a un lugar solitario, lejos de los ojos de aquellas orejas. 

Entonces llegamos a una pequeña playa privada frente a la mansión ahora abandonada que el narcotraficante hondureño, Arnulfo Fagot Máximo, construía antes de ser capturado y extraditado a Estados Unidos. Y antes de ser declarado culpable de conspiración para distribuir cocaína y sentenciado a 33 años de cárcel en 2019.

En el camino recogimos a Brutus y fuimos a la mansión para que nos hable sobre aquello que encontró en el mar. Nos lo cuenta en una mezcla de español y miskito, su lengua materna. 

“Lo vimos flotando a lo lejos y uno de los pescadores del barco se tiró a recogerlo. Otro hasta se puso a llorar – ‘Hoy sí, le pegamos al gordo’ – decían. Esa noche ya no pescamos, amanecimos chupando. Contentos. Porque eran 29 kilos”, cuenta Brutus. 

El mar les había regalado a los tripulantes de ese barco pesquero un tesoro: 29 kilos de cocaína pura, que les significaría unos US$110.000, por su venta en aquel momento en la Moskitia. Brutus y los demás marinos no lo sabían aún, pero el mar tiene sus condiciones a la hora de dar. 

El capitán del barco les dijo que a él le correspondían 25 kilos, entre otras cosas porque el barco era suyo, así que llamó a otro capitán quien se llevó la mayor parte del tesoro, dejando a Brutus y los demás marinos tristes por haber tenido aquel tesoro en sus manos y haberlo perdido. Pero ese barco nunca llegó a su destino. Hombres uniformados les asaltaron en alta mar y se llevaron la cocaína. 

El capitán avaro se quedó sin nada, y a los 12 marinos les quedaron cuatro kilos, equivalentes a unos US$16.000. Si podían venderlo todo, el reparto equivaldría a 1.333 para cada uno. Pero el mar tenía sus propios planes para el destino de aquella droga. 

Moskitia: el último reino

Estamos en la selva de la Moskitia, en el departamento de Gracias a Dios, al noreste de la costa atlántica de Honduras. Esta selva es por mucho la más grande del país y una de las más extensas e importantes de Mesoamérica. Tan importante es, que en ella habitan 20 de las 21 familias de las aves acuáticas reportadas en Honduras por Wildlife Conservation Society, una organización dedicada a la conservación de zonas silvestres y, según estudios locales, es refugio para los jaguares, pumas, tapires, guaras rojas y verdes y otras especies que para la mayoría de los hondureños solo están presentes en libros de biología.

La Moskitia fue un reino autónomo hasta los primeros años del siglo XX. Aunque siempre fue un lugar pobre y selvático, tuvo su propio rey, reconocido por los reyes británicos y conocido popularmente como “El rey mosco”. Pero aquello era un título vacío, era una forma de los ingleses de mantener un pie dentro del territorio del imperio español. Por esto su anexión al resto de Centroamérica demoró 300 años más que el resto de territorios.

Durante cientos de años, el sistema fluvial y su sistema lagunar aisló y protegió al pueblo Miskito de las invasiones desde tierra firme, de la influencia de los mestizos y de la voracidad del capitalismo. Pero es una relación de amor y odio. Les han aportado pesca, un medio de transporte y agua para beber. Pero, cada cierto tiempo, cuando llegan las tormentas tropicales, esos ríos y esas lagunas se congestionan y se desbordan, ahogando la vida que solían amamantar.

Hoy, esta región que se extiende a lo largo de 22.568 kilómetros cuadrados en la frontera entre Honduras y Nicaragua, es habitada por más de 100.000 personas. La Moskitia es también la región menos habitada de Honduras y una de las de menor densidad poblacional de Centroamérica. 

Sus habitantes son, en su mayoría, indígenas Miskitos, como Moreno y Brutus, aunque hay, de forma minoritaria, población Garífunas, Tawankas, Pech y Nahuas. Todos son pueblos indígenas de la región, pero que también llevan herencia de cimarrones de origen africano. 

Desde hace más o menos tres décadas hay también mestizos. Los Miskitos, probablemente en una traducción literal desde su idioma, llaman a estos mestizos que ahora les acorralan, y a todos los foráneos que no nacieron dentro de los linderos de su selva, “terceros”.   

Estos últimos son considerados como invasores por parte de los Miskitos y es a quienes algunas autoridades indígenas atribuyen crímenes, que van desde el asesinato de líderes, la deforestación indiscriminada del bosque, la desaparición de defensores ambientales, y el aniquilamiento de la forma de vida Miskita. 

Decenas de líderes indígenas de diversas comunidades esparcidas por toda la selva con quienes hablamos, insisten en algo más. Dicen que los mestizos son aliados, trabajadores, colaboradores y punta de lanza de una de las mayores fuerzas políticas y económicas de Honduras: el narcotráfico. Dos fuentes policiales de alto nivel aseguran lo mismo y al menos dos documentos judiciales a los que tuvimos acceso dicen lo mismo: que los mestizos están detrás del negocio de la cocaína.

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El tesoro maldito

La mansión de Fagot Máximo, donde conversamos ahora con Brutus y Moreno, es imponente. Incluso estando en los huesos y habiendo sido despojada de buena parte de su revestimiento, se intuye su vocación de grandeza. De haberse terminado de construir habría sido un palacio. En el primer piso aún se ven restos de los mosaicos y azulejos que cubrieron los pilares y la barra del bar. En el lado norte, de frente a la laguna de Tansin y a unos 15 metros del edificio principal, hay una piscina, o más bien habría. De ella queda únicamente un agujero donde un ramillete gigante de plantas verduscas han hecho su casa y crecen sin restricción. 

Mansion-de-Fagot-Maximo-Puerto-Lempira-Honduras

La parte de arriba de aquella mansión quedó en obra gris, no hubo tiempo de terminarla, la Administración de Control de Drogas de Estados Unidos (DEA, por sus siglas en inglés) llegó antes, y los cuartos con jacuzzi albergan la misma amalgama verde que se adueñó de la piscina. Hasta acá vienen  parejas que buscan privacidad y las habitaciones terminan sirviendo para el mismo propósito para el que fueron construidas, solo que para gente diferente: Miskitos. 

Brutus nos muestra las fotos de la cocaína que encontraron. Son unos bultos   cuadrados envueltos en un plástico azul. En la foto se ven varias manos tocándolo, como si no quisieran desprenderse de él ni para la foto. 

Nos cuenta que él y los demás marinos de aquel barco pasaron casi dos meses en alta mar, pescando camarones y langostas, guardando con ansiedad el pedazo de tesoro que les dejaron escondido entre unas bolsas de plástico. Esos cuatro kilos se repartieron entre los 12 marinos, pero el cocinero del barco, ávido consumidor de crack, se apresuró y abrió uno de los kilos y lo partió a la mitad para rascar un poco y convertirlo en crack. 

Por aquel gesto de premura del cocinero casi terminan a cuchilladas y aquel viaje resultó más bien con poquísima pesca y con una docena de marinos durmiendo con un ojo abierto por las noches. Las esperanzas estaban puestas en el polvo blanco que dormía entre los plásticos, no en las langostas del fondo del mar. 

Pasado el tiempo, en marzo de 2023, 11 días antes de nuestro encuentro, Brutus y los demás pescadores arribaron a un puerto de nombre Kaukira y ahí, Brutus cogió la porción de cocaína que le correspondía. Lo vendió a un comprador local, y se perdió, dejando a los demás envueltos en un problema de esos que difícilmente se solucionan con las palabras. 

Su padre, pescador como él, fue a recogerlo al puerto de Kaukira en una lancha. Brutus llevaba alrededor de US$1.300. Pero en medio del mar, rumbo a su casa, los interceptaron piratas. 

“Cuando nos hicieron luces pensamos que eran pescadores que avisaban para que no rompiéramos su trasmallo (red de pesca), pero de presto blum blum blum los balazos”, dice Brutus, abriendo grande los ojos y poniéndose de pie mientras acompaña su relato con gestos amplios y sonidos estruendosos. 

Los piratas eran Miskitos, según Brutus. Reconoció el rostro de algunos viejos colegas de pesca que decidieron buscar cosas más valiosas en el mar que langostas y camarones. Moreno lo confirma, él también sabe de quienes se trata. 

Aquellos piratas se habían enterado del descubrimiento y querían, a punta de machete y revólver, arrebatar su tajada. Pero a esos piratas el mar tampoco les favoreció y le robaron a Brutusla mochila donde no estaba el dinero. Lo había escondido en su entrepierna, así que después del asalto él y su padre pudieron llegar a salvo con su parte del botín hasta su ciudad, Puerto Lempira, la capital de Gracias a Dios. 

Después de dejar unos dólares a su padre, se fue a la calle de las cantinas, puso saldo en su teléfono y llamó a sus amigos, Moreno incluido. Había guardado en una bolsa al menos media onza de cocaína e hizo de esa noche una noche memorable. Luego se enteró de que los piratas, decepcionados por no poder robarle nada, se fueron a puerto Kaukira, donde entraron a tierra firme. Allí, fueron a donde el cocinero y pelearon con los demás marinos por coger la tajada más grande de aquel tesoro, y se lo arrebataron a fuerza de machete. Luego se fueron en sus lanchas hacia el horizonte, dejándoles malheridos.

El mar te lo da, el mar te lo quita. 

Viaje por una selva que agoniza

El profesor Arístides, uno de los líderes indígenas más importantes de esta región, nos recibe en Puerto Lempira, que es quizá el único lugar de la selva al que le alcanza la palabra ciudad. Tiene tres calles pavimentadas, luz eléctrica, señal telefónica y de internet, un muelle y una estación policial. El profesor es un hombre pequeño. Habla español con dificultad pero mientras sus conjugaciones sencillas recuerdan a los niños cuando aprenden a hablar, sus referencias jurídicas de instituciones como la Organización Internacional de Trabajo (OIT) recuerdan a los activistas más sagaces. 

De hecho, este hombre es más de mostrar que de decir y nos invita a ir a hasta su pueblo, Tansin, al otro lado de la laguna, a varias horas de camino. Otro Miskito maneja la vieja camioneta en la que viajamos. Aquella máquina debe encenderse mediante un procedimiento que espanta cualquier esperanza de un viaje tranquilo.

El motorista, con una llave inglesa en mano, hurga sin escrúpulos en las intimidades de aquella máquina, justo debajo del volante y gira fuerte su herramienta hasta que el armatroste metálico se sacude en espasmos violentos y se dispone a andar. 

A menos de una hora de haber salido nos topamos con las tierras invadidas por los terceros. No tienen un solo árbol, se han vuelto valles interminables donde a lo lejos se ven algunas manchas de ganado rumiando el pasto nuevo. El profesor nos pide desviarnos y entrar a una vereda que nos lleva hacia unos campos sembrados de mazapán: un fruto gordo y carnoso que crece desde unos árboles poco frondosos. Bajito nos cuenta, como si alguien pudiera escucharnos dentro del vehículo, que estamos en tierras privatizadas, en territorio apropiado por los terceros.

En el terreno hay una finca cuyo casco luce como una postal de los campos de Kentucky o Arkansas. Se trata de una casa de madera alta, con granero, dos tractores nuevos y una camioneta Ford estacionados al frente. Un hombre riega con una manguera unos cepos nuevos de mazapán en una especie de vivero. Nos saluda. No es Miskito y ni el conductor de nuestro carro ni el profesor le devuelven el saludo. 

Nos vamos. No han pasado 10 minutos cuando nos alcanza un hombre en una cuatrimoto. Nos pide detenernos, nos dice que él es el administrador de esta finca, que las tierras son de un hombre llamado “Bruce”. Quiere saber quiénes somos y qué hacemos ahí. Es claro que nos está invitando a largarnos, esa tierra tiene nuevo dueño. 

En el carro los Miskitos guardan silencio, llevan la cólera en la mirada. Ser expulsados de sus propias tierras es algo cada vez más frecuente. Quizá el profesor quería hacernos vivir un rato lo que ellos deben soportar a diario. El profesor es definitivamente más de mostrar que de decir.

Seguimos nuestro camino y las tierras usurpadas no terminan. Enormes terrenos cercados, cientos de hectáreas, hasta donde se pierde la vista, dominan aquella parte de la Moskitia. El alambre de espino se pierde en el horizonte, cercando las tierras que antes eran selva, que antes eran Miskitas.

El político

El convenio 169 de 1989 de la OIT sobre “Pueblos Indígenas y Tribales en Países Independientes” , al que el profesor hizo referencia,  ha sido ratificado por Honduras y por 22 países. Este les otorga derecho a las organizaciones indígenas sobre sus tierras. Las tierras indígenas, según el convenio, deberán ser administradas por las organizaciones indígenas y no podrán ser vendidas o rentadas. 

Los Miskitos conocen estos acuerdos, el problema, según el profesor Arístides y otros líderes, es que las organizaciones Miskitas han sido cooptadas también por los terceros. La Federación de Indígenas y Nativos de la Zona Mocorón Segovia (FINZMOS), uno de los entes Miskitos más poderosos, es encargada de velar por el buen uso de la tierra. Pero desde 2014 es presidido por Rogelio Elvir, regidor en la alcaldía de Puerto Lempira, quien ni siquiera es Miskito y tiene una red de familiares presuntamente vinculados al narcotráfico.

Elvir es un hombre arriba de la cincuentena, nacido en uno de los pueblos de la selva colindantes con Nicaragua. Su hermano es Marco Antonio Elvir, una persona, que según medios hondureños, es perfilada por el gobierno hondureño y por el gobierno de Estados Unidos como un importante narcotraficante de la Moskitia, así como su otro hermano ya fallecido, Modesto Elvir, sobre quien pesaban cargos similares. Rogelio Elvir es también tío de Rosbin Duarte Elvir, a quien los medios hondureños también perfilan como narcotraficante. 

En 2017, al menos 10 propiedades de Marco y Rosbin Elvir, entre ellas lujosas mansiones incrustadas en varios puntos de la selva profunda, fueron aseguradas por la Agencia Técnica de Investigación Criminal (ATIC), dedicada a la investigación y persecución de los delitos graves y de fuerte impacto social, en el marco de las operaciones Estigia I y Estigia II. Los operativos fueron dirigidos contra un grupo criminal llamado “Los Helios”, presuntamente dirigido por Marco, dedicado al tráfico de cocaína desde la Moskitia hacia Estados Unidos. Algunas de las propiedades que les incautaron están en Puerto Lempira, descascarándose, y siendo consumidas por el óxido. 

A unas cuadras de una de estas propiedades, en la alcaldía de Puerto Lempira, nos recibe Rogelio Elvir. Es un hombre de ojos achinados. Nos dice, en frases cortas, que los Miskitos están exagerando, que el problema no es tal, que si bien es cierto que algunos campesinos mestizos están viviendo en la Moskitia, no ocupan más de algunas hectáreas para sembrar sus cultivos. 

Le decimos que hemos recorrido las tierras, que hemos visto los cercos y los árboles caídos, que hemos visto la devastación. Entonces el discurso cambia, dice que en realidad no le corresponde hacer nada, que debe ser el gobierno central. Nos habla de grupos de Miskitos que se están organizando para guerrear contra los terceros, y dice que son un grupo de bandoleros. 

Le preguntamos sobre su relación con al menos tres miembros de su familia involucrados en el narcotráfico y responde seco, escueto. Nos dice que no puede dar cuenta por su familia. Termina nuestra plática diciendo que en realidad todos los hondureños tienen derecho a la Moskitia, que es un espacio que debe ser compartido. Remata diciendo que él y su familia son gente pobre trabajadora. 

“Yo compro y vendo animalitos, y de eso vivo”, dice. 

Como muestra de esto nos pide pagar su café en la cafetería de la alcaldía. 

“No me traje ni monedas”.

Se levanta y se va. 

Los narcos pobres

Luego de un largo trayecto por tierras Miskitas y tierras apropiadas por los terceros llegamos por fin a la aldea de Tansin, al lugar donde nació y donde ha trabajado el profesor Arístides en las últimas dos décadas. Hay movimiento. Un grupo de unas 15 personas corretean con gran premura y rodean un árbol, gritan con excitación y afilan unas largas varas de bambú. Persiguen a una iguana grande. El animal se ha escondido en un árbol, pero está rodeado, ha perdido. Asoma su cabeza por entre las ramas y mira fijo a las personas que pronto se lo comerán. 

En la Moskitia la inseguridad alimentaria, según reportes del banco mundial, es del 43%. Es decir, 43 de cada 100 Miskitos no tienen una fuente estable y segura para conseguir los alimentos necesarios para vivir. La mayoría de los indígenas Miskitos comen arroz, frijoles y yuca en casi todas sus comidas. Por eso la “carne de monte”, como la de la iguana que está por enfrentar su destino, es tan importante. Pero desde la llegada de los terceros a la selva ya no hay muchos animales y los peces de las lagunas y ríos son cada vez más difíciles de encontrar. La depredación de la selva ha hecho que los ríos sean menos caudalosos y por ende menos prolijos en peces.

En la aldea de Tansin hay una escuela, pero es casi como si no hubiera. Niños y niñas reciben clases en un recinto de techo de lata y paredes de madera que a las 11 de la mañana se convierte en un horno, y vuelve el aire irrespirable. Pero el espacio no es suficiente. Los grupos que no alcanzan a entrar a las aulas deben refugiarse en la sombra de los árboles. No tienen ni baño ni agua corriente y un grupo de caballos macilentos deambula por la escuela buscando  un poco de comida en los basureros. Los tres profesores que imparten clases dejan a sus estudiantes repitiendo las vocales en español y en miskito una y otra vez y se nos acercan, quejumbrosos. Nos dicen que sus alumnos no tienen oportunidad de tener una buena vida.

En la Moskitia escasea el trabajo, los que pueden se emplean como pescadores. Vivir de la manera ancestral, sembrando pequeñas parcelas y cazando en la montaña, es cada vez más difícil, puesto que las tierras más fértiles están ya en manos de los terceros. Dicen que la selva está muriendo y con ella los animales. No solo es la percepción de los Miskitos. El Global Forest Watch, una plataforma en línea que hace un seguimiento periódico de la deforestación en todo el mundo a través de tecnología satelital, estima que solo el departamento de Gracias a Dios entre 2015 y 2022 perdió 110.000 hectáreas de bosque, equivalentes a más de 150.000 campos de fútbol. Esta selva milenaria, que sobrevivió a la devastación de la conquista española hace 500 años, la vorágine destructora de la era colonial (1500 a 1821) y la llegada e instauración del capitalismo en el siglo XX, de seguir a este ritmo, estará devastada completamente en menos de 300 años. En menos de diez generaciones, la Moskitia será un mito del pasado. 

El director de la escuela, un hombre de 29 años, rollizo, nos pinta un futuro espinoso para esos niños descalzos que ahora batallan por escribir en sus cuadernos unas palabras de español. Con la selva muriendo y el trabajo escaseado, la posibilidad de ganar algún dinero trabajando para los narcotraficantes se hace más apetecible y más necesaria para los Miskitos. El mismo director nos dice sin pudor que él trabajó para los narcos en un momento económico difícil para su familia. 


El Narco

El narco llegó a la Moskitia desde los años ochenta. Esta parte selvática es ideal para trasegar la droga y embarcarla rumbo al norte, ya que tiene cientos de playas en el mar caribe, y es una zona remota, despoblada y de difícil acceso para las autoridades. Esto, combinado con un conjunto de condiciones sociales, como el desempleo y el hambre, vuelve a su escasa población un blanco fácil para convertirse en obreros del narcotráfico. 

El primero en ver estas ventajas socio ecológicas de la Moskitia fue Juan Ramón Matta Ballesteros. Él era el narco más importante de Centroamérica de esta época, el enlace entre los traficantes de México y Colombia. Sin embargo, su reino fue efímero y en abril de 1988 fue arrestado por la policía hondureña y escoltado por los Marshals norteamericanos hacia Estados Unidos donde, 35 años después, aún se encuentra.

La selva Miskita también fue escenario de operaciones en años recientes para un conglomerado de capos hondureños que, según fiscales norteamericanos, mantenían vínculos con el entonces presidente Juan Orlando Hernández. Hernández se encuentra en una celda en Estados Unidos, junto con su hermano, un hijo de otro expresidente, y otros hondureños pertenecientes a la élite política del país.

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La Moskitia, y buena parte del norte de Honduras, ha sido el imperio de narcos durante las últimas tres décadas, pero su presencia en esta selva era más discreta, más clandestina. Estaban en sus mansiones u ocupados en sus pistas clandestinas. Pero desde hace unos diez años aproximadamente, los narcotraficantes han comenzado a apoderarse de grandes extensiones de tierra Miskita, y para esto han escogido el camino más pragmático: se toman la tierra por la fuerza, luego talan los árboles y ponen alambre de espino y sus propios guardianes armados. Donde no hay árboles, no hay selva, y donde no hay selva, no hay Miskitos. 

El único beneficio que los Miskitos han encontrado en la llegada de los terceros es que, de vez en cuando, el mar les regala algunos kilos de cocaína, producto de naufragios o accidentes, que ellos pueden vender y darle un giro a sus vidas. Pero, según el director de la escuela, el profesor Arístides, Brutus, Moreno y casi cualquier Miskito con quien hemos hablado durante estos cinco meses, incluso eso lo están perdiendo.

Otro profesor nos dice que si bien este mes, marzo, es plena “temporada alta” para encontrar paquetes de cocaína en las costas o cerca de ellas, no es un tesoro tan apetecible como en el pasado. El precio ha caído. Los mismos terceros lo han unificado. De tal forma que un kilo de cocaína recuperado y en buen estado que hace cino años podía costar US$9.000 ahora es muy difícil venderlo en US$4.000. 

“Ahora no pagan nada por kilo, esto está botado, hermano”, se queja también el director.

Si lo que el profesor Arístides quiere demostrarnos es que la droga no ha llenado de opulencia los pueblos Miskitos, lo logró. Todo indica que haber sumado la cocaína a la fórmula de abandono estatal, pobreza multidimensional e invasión de tierras, llevará a la cultura Miskita más cerca de su declive o su extinción. Su ubicación geográfica, que por años la protegió, ahora la vuelve apetecible para los traficantes. 

Contrario a lo que algunas autoridades nos han dicho, y a lo que piensan decenas de hondureños con quienes hemos hablado, los Miskitos no son narcotraficantes. A ellos les quedan las migajas, lo que sobra, lo que se cae de las lanchas, y, aun así, estos paquetes flotantes que aparecen esporádicamente se han vuelto la esperanza para familias y aldeas enteras. 

La piñata de Barra Patuca

Generalmente, estas historias de Miskitos que encuentran cocaína las protagoniza el marino lujurioso o el caminante solitario que peina las playas en busca de un fardo que le cambie la vida. Pero a veces, cada cierto tiempo, el mar se vuelve más dadivoso, y distribuye sus riquezas de forma más comunitaria. El año pasado, un día de abril de 2022, en un poblado pequeño y pobre, como todos los poblados de por acá, llamado Barra Patuca, aparecieron unos bultos flotando en el horizonte. Lo que pasó después en ese lugar ya se ha vuelto una leyenda que se esparce por las aldeas de la selva como el fuego en un incendio de verano. 

“Había gente tirada en las calles que se dormía de borracha. Llegó gente de otras partes, de lejos y se quedaron ahí por semanas”, dice.

Había dinero, mucho dinero en Barra Patuca.

Todo empezó cuando una tarde de abril de 2022, un grupo de buzos pescadores buscaba langosta a varias millas náuticas de la costa Miskita. Los pescadores llevaban ya varias horas de entrar y salir del agua y, tras una semana en el mar, el contenedor en el barco no tenía las langostas suficientes para que aquella expedición fuera rentable, según les dijo el capitán a los marinos.

Parecía que la semana no podía ir peor. 

Pero el mar, bien lo saben los Miskitos, es caprichoso. Y a veces puede darte sorpresas.

“Entonces vieron que venía flotando… era un fardo gigante”, cuenta un pescador. “Vieron”, dice, en tercera persona del plural, como apartándose de aquello.

“¡Y de repente ya no era solo uno, sino que era un montón de fardos! ¡Y salimos a agarrarlos! Bueno, salieron”, se tropieza. 

Ellos fueron los primeros en toparse con el tesoro, luego lo verían otros.

Aquello parecía sacado de una fantasía. No es que nunca hubieran visto un fardo flotar. Pero una cosa es encontrarse un fardo con 24 kilos, y otra muy diferente es encontrarse 87 fardos con 24 kilos cada uno. Así fue, nuestras fuentes Miskitas estiman un aproximado de 2.000 kilos de cocaína flotando frente a ellos. Un tesoro. Un enorme tesoro de oro blanco. 

Nadie sabe exactamente de donde vinieron tantas pacas. Unas fuentes nos dijeron haber visto dos lanchas de narcotraficantes ser volcadas por Miskitos en los esteros de Barra Patuca, otros dicen haberse encontrado con los fardos en alta mar, mientras que otros afirman haber visto las pacas llegar flotando, tranquilas, hasta las costas del poblado. Lo cierto es que la cocaína llegó, de varias formas, como un botín para  los Miskitos de ese lugar. 

Quienes estuvieron ahí cuentan que las cervezas Coors Light, un lujo que pocas veces se pueden permitir, se agotaron y que las tiendas del pueblo mandaron a muchachos en lanchas, a comprar más, muchas más, pero hubo que bebérselas tibias, no había suficientes congeladores ni refrigeradoras en el pueblo. 

Al siguiente día del hallazgo, de los hallazgos, llegaron también los “negociantes”, con este nombre llaman los Miskitos a quienes llegan desde grandes ciudades hondureñas como San Pedro Sula, Colón, o Tegucigalpa, a comprarles la droga que encuentran. No habían pasado ni dos días cuando el dinero empezó a fluir por aquel lugar. 

Entonces llegaron los “turcos”, así le llaman a cualquier persona que se dedique a vender ropa, o telas. Luego llegaron aquellos que tenían una moto, un motor de lancha, unos quintales de arroz o frijol, un chancho. Incluso llegaron trabajadoras sexuales. 

Casi todas las personas que tenían algo que intercambiar por dinero fueron hasta ahí. Quienes consiguieron vender la droga compraban lo que sea que se les pusiera enfrente. Los más visionarios compraron cemento, madera y remendaron sus casas, los menos compraron mucha Coors Light. Aquel festín duró casi un mes. 

Los loop de la cocaína

Los Miskitos atribuyen la llegada de la cocaína a causas supra naturales que tienen que ver con deidades, con el destino o con la bondad, o maldad, de sus acciones. Han cargado esos eventos de un sentido profundo, y los han incorporado a su cosmovisión. Encontrar droga es algo que atribuyen a una suerte de juego entre el bien y el mal, en donde el mal tienta con droga a las personas para desviarlo del buen camino, cosa que, casi siempre, consigue.

Sin embargo, un oceanógrafo de una compañía trasnacional inglesa de aceite y petróleo, quien pidió no ser identificado por su nombre, nos explica en una entrevista con este equipo en mayo de 2023, que la llegada de esa droga a ciertos lugares, en ciertas temporadas, tiene que ver con la naturaleza propia de una masa de agua conocida en oceanografía como corriente del caribe occidental. 

“Yo puedo soltar una boya en un lugar del caribe y sé exactamente a donde llegará y cuando. Porque las corrientes funcionan siempre de la misma forma y lo hacen en loop”, dice el experto, refiriéndose al círculo que hace en el agua. 

Este hombre tiene más de 20 años estudiando el mar caribe de la Moskitia hondureña. Cree que, si bien muchos fardos quedan perdidos o son abandonados por sus trasportistas, otra parte es soltada adrede por las avionetas en lugares concretos. Dice haber sido testigo de eventos de este tipo y sabe de colegas que han sido incluso contratados para dar asesoría a los traficantes sobre la naturaleza de dichas corrientes.

Quizá esto explique por qué los compradores llegan tan rápido, con el dinero en efectivo ya preparado, para comprar la droga que encuentran los Miskitos. De ser cierto lo que afirma el oceanógrafo, los indígenas Miskitos se convierten en un eslabón más en la cadena de distribución de la droga sin siquiera saberlo.

Para los Miskitos, al margen de estos conocimientos oceanográficos, la eterna pobreza desaparece momentáneamente cuando llegan a sus manos los fardos, y los convierten en personas adineradas de la noche a la mañana. Aunque el precio al que los fuereños compran el kilo de cocaína a los Miskitos se ha desplomado en los últimos años, recibir el equivalente a US$4.000 por kilo no está mal para alguien que podría tardar más de un año en ganar la misma cantidad con jornadas de sol a sol cultivando maíz o pescando en el mar.

Pero luego de la borrachera siempre viene la resaca. 

La resaca

Para los Miskitos el dinero proveniente de la droga es un dinero de mal agüero. Un dinero maldito que se va como agua entre las manos, que se evapora, que solo trae bacanal. Por eso, una vez pasado el jolgorio y la euforia de aquella fiesta en Barra Patuca, llegaron los más sagaces.

“Yo llegué al mes de la piñata, a comprar unos motores. Me los dieron baratos. Mi raza, los Miskitos, cuando haya coca lo que compra es motor, freezer, moto, lancha, televisor, trasmallo y carro. Pero a los dos meses, cuando ya se gastó el dinero y vuelve a la pobreza, venden todo bien barato. Yo fui a comprar dos motores después de que pasó la fiesta. A 40.000 lempiras (US$1.624) me los dieron, y a ellos, nuevos, les costaron más de 90.000 (US$3.655)” contó uno de los profesores de la escuela de Tansin, ante la mirada estupefacta de sus alumnos. 

La cultura Miskita no es una cultura capitalista, no operan bajo la lógica de la plusvalía. Parece más bien una lógica campesina de subsistencia. Sembrar para vivir. Ni siquiera tienen palabras en miskito para decir más allá del número veinte, que en miskito se dice yawanaiska que traducido literalmente significa todos los dedos de mis manos más todos los dedos de mis pies. Para enumerar más han tenido que incorporar palabras de español. En la lógica de la subsistencia es más importante compartir con tu comunidad que invertir en una empresa. 

Pasada la fiesta, en julio de 2022, los buscadores de langosta de Barra Patuca volvieron a adentrarse en el mar. Los pescadores subieron a sus cayucos de caoba y los comerciantes pobres volvieron a sus ventas. Los campesinos siguieron sembrando su yuca y su arroz, pero con la alegría de haber formado parte de un carnaval inolvidable, con el recuerdo de haber sido ricos por un momento, pero sobre todo, con la esperanza de que la naturaleza repita una vez más su hazaña y su bondad. Ahora los marinos y pescadores de langosta mirarán hacia el horizonte esperando que de nuevo aparezca flotando un bulto blanco y la piñata vuelva a empezar. 

El tesoro que se vuelve humo

En cuanto a Brutus, el rumor se corrió, y pasó de ser un marino cualquiera a ser Brutus: el hombre al que el mar premió, el valiente que burló a los piratas y el mecenas de la parranda nocturna de Puerto Lempira. Nos cuenta que luego de beber, esnifar, comer y coger durante dos días, el dinero y la cocaína se terminaron y, claro está, los amigos escasearon. Solo Moreno aún le habla y le invita a cervezas de vez en cuando. 

Los rumores dicen que aquellos piratas han jurado matarle si le vuelven a ver por Kaukira. Se sentirán humillados por el marino, quizá. Sus amigos no paran de pedirle que les invite a tomar y drogarse, no le creen cuando les dice que aquello se terminó. Entonces le llaman egoísta y le retiran el saludo. Lo mismo pasa con su familia. Le recriminan que se guarde el dinero para él y no lo comparta con ellos. Estás minado, vea Brutus, le dicen cuando pasa, y todo mundo le vende más cara la comida. 

Según cuentan Brutus y Moreno, al menos dos de esos ladrones fueron asesinados por otros piratas en algún lugar cerca de Puerto Kaukira días después de aquel atraco. La ley del mar.

El sol se pone sobre la laguna de Tansin, y hace del cielo una pintura imposible color naranja. Las bandadas de pájaros nos interrumpen con su parloteo crepuscular. Es el momento del relevo, cuando los animales nocturnos son quienes quedan a cargo de la selva. Frente a nosotros hay una lancha abandonada, una que llegó cargada con 80 fardos de cocaína hace unos 9 meses, se balancea en el agua, llena de moho. Nadie ha tenido el valor de moverla de su lugar y mucho menos de usarla. Las primeras parejas de Miskitos se van asomando por las cercanías. Buscan un lugar oscuro y apartado para el romance.

Los vestigios de la mansión de Arnulfo Fagot Máximo se van llenando de sombras, desde la armazón a medio construir del tercer piso podemos ver la otra punta de la laguna y el mar espejeando mientras se balancea. Desde acá se ve, encallada en medio de un manglar, una segunda lancha. Esa también vino con cocaína hace un año y medio y fue abandonada por sus dueños. Esta tampoco la toca nadie.

Por la noche, nos dicen ambos, no es buena idea estar por acá. Pasado el crepúsculo los enamorados se van y llegan los adictos, los truhanes, piratas y vagabundos de Puerto Lempira. Es mejor irnos. Para ellos, de alguna forma, nosotros somos terceros.

Créditos de la investigación:

Escrito por: Juan José Martínez d’Aubuisson, Bryan Avelar

Editado por: Steven Dudley, James Bargent, María Fernanda Ramírez, Peter Appleby

Verificación de datos: James Bargent, María Fernanda Ramírez, Chongyang Zhang

Dirección creativa: Elisa Roldán Restrepo

Diagramación de capítulos y edición de video:  María Isabel Gaviria

Diagramación de PDF: Ana Isabel Rico

Gráficos: Juan José Restrepo, María Isabel Gaviria, Ana Isabel Rico

Fotos y videos: Bryan Avelar, Juan José Martínez d’Aubuisson