Los golpes en la puerta retumbaron en toda la casa.

Era una mañana de un domingo de enero de 2021, en Tibú, un municipio del departamento colombiano de Norte de Santander, cerca de la frontera con Venezuela.

“Escuchamos los golpes y yo miré a mi esposo” contó Mar*. “Nosotros no esperábamos a nadie y nos extrañó que tocaran con tanta insistencia y fuerza”.

El esposo de Mar, Jaime*, abrió la puerta y se encontró con seis hombres vestidos de civil. Sin embargo, se percató de que todos tenían en sus manos armas largas. Los hombres se identificaron como miembros de la guerrilla del Ejército de Liberación Nacional (ELN) y preguntaron por Mar. Le exigieron que saliera, pues tenían un mensaje para ella.

“Yo estaba aterrada, pero miré a mi esposo y luego a mi hijo y pensé ‘No, yo tengo que salir, es peor si ellos entran a la fuerza’”, explicó Mar.

Al salir, se encontró con miradas hostiles. Uno de los hombres —el líder del grupo— dio un paso al frente y se dirigió a ella. La acusó de ser informante del Ejército y, además, le dijo que se presentaban en su casa porque tenían la orden de asesinarla.

Mar no supo qué responder ante las acusaciones. Algunos de los hombres entraron a la casa, primero agarraron a Jaime, mientras que otros sujetaron a Mar fuertemente del brazo y la llevaron hacia el patio de la vivienda.

“Todo ocurrió muy rápido, no nos dieron tiempo de decir nada, de defenderme de lo que me acusaban”, recuerda.

En los cuartos encerraron a su hijo pequeño y a los demás adultos que estaban en la casa. El problema no era con ellos.

Una vez solos, los hombres comenzaron a golpear a Mar y a Jaime. Los gritos atrajeron la atención de los vecinos, que fueron hasta la casa para ver qué estaba pasando. Al encontrarse con los integrantes del ELN pidieron explicaciones de lo que estaban haciendo. La familia de Mar era conocida en el barrio y no tenían problemas con nadie. A medida que pasaban los minutos, más personas se acercaron y confrontaron a los guerrilleros, pidiéndoles que dejaran en paz a Mar y su familia.

Los hombres del ELN cedieron. Pero hasta hoy Mar todavía no entiende por qué. Tal vez porque había muchos testigos, tal vez porque no querían enemistarse con la comunidad que pedía que los liberaran.

Pero aunque le perdonaron la vida, le advirtieron que debía quedarse en el pueblo para responder al grupo en caso de que volvieran a buscarla. Mar y su familia se convirtieron en prisioneros en su propia casa y su calvario apenas comenzaba.

Mar no fue la única mujer en ser señalada por los grupos armados en Tibú de ser informante. Entre 2020 y 2021, más de una decena de mujeres fueron asesinadas, otras desaparecidas, y muchas más amenazadas y desplazadas, luego de que las guerrillas que operan en el departamento descubrieran un plan de las fuerzas de seguridad para instrumentalizar mujeres e infiltrarlas en sus filas.

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La táctica empleada por las autoridades puso a muchas mujeres, en su mayoría vulnerables, en la mira de las guerrillas. Sin embargo, desde el primer momento, las fuerzas de seguridad han negado su responsabilidad en el reclutamiento de las mujeres y todas las instituciones que las debían proteger y brindar apoyo ante las amenazas de las guerrillas les han fallado.

PARTE I

Aprender a vivir en una zona de conflicto

Mar es una mujer venezolana que llegó a Tibú en 2015 junto con Jaime, buscando escapar del colapso económico de su país. Para subsistir en Colombia, ambos encontraron empleo rápidamente. Él comenzó a trabajar como jornalero en algunas fincas del sector, mientras Mar se dedicaba a distintas actividades: limpiaba las casas de sus vecinos, cuidaba niñas y niños, entre otras.

Con el paso de los meses, consiguieron adaptarse a la vida en Tibú. Comenzaron a conocer a sus vecinos y lograron hacer amigos. También se dieron cuenta de que el día a día en Tibú estaba marcado por la omnipresencia de los grupos armados.

Tibú ha sido uno de los municipios más afectados por el conflicto armado en Colombia. Desde la década de los 70, se ha registrado la presencia de grupos armados en el territorio. Inicialmente, la guerrilla marxista-leninista de las Fuerzas Armadas Revolucionarias de Colombia (FARC), luego el ELN y el Ejército de Liberación popular (EPL). Y finalmente, más adelante, el Bloque Catatumbo del grupo paramilitar conocido como las Autodefensas Unidas de Colombia (AUC). 

La firma del acuerdo de paz con las FARC, en 2016, generó la esperanza de que el Estado podría romper los ciclos de violencia en el Catatumbo. Sin embargo, la región vio el fortalecimiento del ELN y el avance del Frente 33, un grupo disidente de las FARC. Hoy estas estructuras funcionan como un gobierno paralelo que se encarga de patrullar las calles del municipio, imponer toques de queda, y castigar a los consumidores de drogas, a quienes roban o a los que faltan el respeto al grupo. Las milicias —redes clandestinas de colaboradores de la guerrilla — se encargan de la vigilancia de los cascos urbanos y de todo lo que ocurre alrededor. Además, las guerrillas regulan las relaciones de la comunidad, especialmente de las mujeres con la fuerza pública, con quien está prohibido interactuar.

“Trata uno de mantenerse más alejado de las personas [vinculadas con los grupos] por el bien de uno. Allá, todo el mundo se conoce y toda la gente sabe quién es quién”, contó Mar.

A pesar de vivir bajo la sombra de los grupos armados, Mar y Jaime se esforzaron para que su vida transcurriera con cierta normalidad. Intentaban no molestar a nadie, no meterse en problemas, especialmente con los actores armados.

“Nosotros poco salíamos y si salíamos era a Cúcuta a hacer nuestras diligencias y volvíamos otra vez”.

Pero en octubre de 2020 todo cambió para Mar.

Una mañana, después de recoger su moto del taller, Rafael, el mecánico que había estado atendiendo a Mar y a Jaime en los últimos meses, la abordó para ofrecerle dinero. A cambio, debía brindarle información sobre miembros de las disidencias de las FARC o del ELN. La oferta tomó por sorpresa a Mar, que se sintió incómoda y asustada ante la oferta de Rafael, y sin responderle nada, salió del taller con prisa.  

Rafael en realidad no era un mecánico, presuntamente trabajaba con las fuerzas de seguridad y su tarea era identificar mujeres y reclutarlas para que brindaran información sobre las guerrillas a las fuerzas de inteligencia de la Policía y del Ejército.

De camino a su casa, Mar decidió, junto a Jaime, no volver a llevar su moto donde el supuesto mecánico, para evitar rumores en el pueblo, porque sabían que compartir información sobre los grupos era un mal negocio y que de alguna manera los grupos se podían enterar.

“En Tibú nadie tiene secretos. Las milicias saben todo”, explicó.

Rafael no se rindió y volvió a insistir. Dos meses después, en diciembre, se presentó en la casa de Mar con un sobre lleno de dinero y le ofreció un salario fijo si comenzaba a compartirle información sobre ciertos guerrilleros que operaban en la zona.

“Él sacó su teléfono y empezó a mostrarme fotos”, relató Mar. Eran fotos de los cabecillas del ELN y de las disidencias. Rafael le dijo que solo “tenía que llamarlo” si veía a alguno de estos guerrilleros.

Mar rechazó nuevamente la oferta de Rafael y a pesar de necesitar el dinero no estaba dispuesta a correr un riesgo tan grande con las guerrillas. A Rafael esta negativa no le entró en gracia y, antes de irse, lanzó una amenaza a Mar. Le dijo que todo lo que él estaba compartiendo no lo podía comentar con nadie, y si lo hacía, él la iba a acusar con las autoridades de ser colaboradora de las guerrillas.

“Él sacó su teléfono y empezó a mostrarme fotos”. Eran fotos de los cabecillas del ELN y de las disidencias.

Mar estaba en shock, al igual que su esposo, y, temerosos de que sus vecinos pudieran comentar algo, decidieron irse del pueblo unos días, para evitar a Rafael y no generar rumores. Pero las precauciones fueron inútiles, recuerda Mar con amargura. El daño ya estaba hecho.

Trabajos de alto riesgo

El intento de Rafael de reclutar a Mar fue parte de un plan mucho más amplio de las fuerzas de seguridad —policía y ejército— para reclutar mujeres de Tibú para obtener información sobre los movimientos de los comandantes guerrilleros.

Todo comenzó en agosto de 2020, cuando la fuerza pública conformó un grupo de siete mujeres para que infiltraran las guerrillas de la zona. A cambio de esto, les habrían prometido un salario y un contrato laboral a largo plazo con el gobierno. Las mujeres que reclutaron tenían un perfil particular, de acuerdo con fuentes de cooperación internacional, funcionarios locales y mujeres habitantes de Tibú, que hablaron con InSight Crime bajo condición de anonimato dada la sensibilidad del tema.

Eran mujeres jóvenes, sin empleo, sin familiares en la zona o con niños pequeños y con un prototipo de estética particular, comentaron a InSight Crime miembros de la cooperación internacional que llevan años trabajando con la población civil en Catatumbo. Ambos han recibido testimonios de estos casos, pero pidieron no ser citados por no tener la autorización para hablar sobre los mismos.

Además, las mujeres de este grupo inicial eran migrantes venezolanas que habían cruzado la frontera con el objetivo de escapar de la pobreza, la inseguridad y la inestabilidad política, por lo que eran más vulnerables ante las ofertas hechas por las fuerzas de seguridad.  

A simple vista, el trabajo era sencillo: debían recolectar información sobre los movimientos de los guerrilleros en el pueblo y transmitirla a las fuerzas de inteligencia. Para algunas mujeres, entablar relaciones con miembros de los grupos fue la puerta de entrada y para otras fue buscar empleo en los lugares que frecuentaban los guerrilleros, como billares o bares en las zonas veredales del municipio.

Para diciembre de 2020, el grupo inicial de siete mujeres reclutadas por la fuerza pública ya había logrado infiltrarse en las guerrillas y estaban cumpliendo con su parte del trato, le explicaron a InSight Crime los miembros de la cooperación internacional.

Y en paralelo, los miembros de las fuerzas de seguridad, tanto ejército como policía, siguieron reclutando más mujeres, casi todas con el mismo perfil. Les pedían tener los ojos y los oídos abiertos e informarles si veían algo relacionado con las guerrillas.

Personas cercanas a los casos de las informantes dentro de la fuerza pública, cuya identidad omitimos por motivos de seguridad, confirmaron que el objetivo principal de infiltrar mujeres en las filas del ELN y de las disidencias era obtener información sobre tráfico de drogas, ubicaciones de los comandantes y números de celular para llevar a cabo operaciones exitosas en contra de objetivos de alto valor.

Esta no es la primera vez que el Ejército colombiano usa mujeres civiles como informantes. Según la Comisión de la Verdad, durante el largo conflicto armado que ha azotado a Colombia, la fuerza pública ha instrumentalizado mujeres, muchas de ellas madres cabeza de familia, migrantes, y trabajadoras sexuales para que sean informantes. 

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Esta ha sido una táctica de guerra utilizada no solo por la fuerza pública, sino también por grupos armados ilegales. Bajo las dinámicas de roles de género tradicionales en Colombia, dentro de las estructuras armadas se tiene la concepción de que las mujeres generan menos sospechas que los hombres y pueden pasar desapercibidas con mayor facilidad, lo que las hace valiosas para tareas de inteligencia.

Pero en Tibú las cosas se salieron de control. Diversas fuentes que hablaron con InSight Crime entre 2021 y 2023 coincidieron en que el grupo de siete mujeres fue descubierto por los grupos armados. Además, el monitoreo de InSight Crime da cuenta de que los máximos líderes de ambas guerrillas –parte de los objetivos de las fuerzas de seguridad al usar a estas mujeres– siguen en libertad.

Una persona que conoció los casos de primera mano, relató a InSight Crime que, en diciembre de 2020, un miembro de la guerrilla encontró mensajes de texto entre una de las mujeres y un miembro de la fuerza pública y así descubrió la infiltración. La mujer, que tenía una relación afectiva con el guerrillero, logró alertar a las demás mujeres del peligro inminente que corrían, pero fue demasiado tarde para ella. Hasta hoy se desconoce su paradero y se presume que fue asesinada.

Los miembros de cooperación le dijeron a InSight Crime que supuestamente el grupo de siete mujeres tenía instrucciones precisas de qué hacer en caso de ser descubiertas. Podían recurrir a la Iglesia Católica, pero no a las autoridades. Las mismas fuentes nos confirmaron que si bien algunas mujeres de este grupo lograron huir con la ayuda de la iglesia, otras fueron asesinadas por los guerrilleros o continúan desaparecidas.

“El ELN y la disidencia las asesinan al sentirse, digamos, infiltrados”, afirmó una de las fuentes de cooperación.

Además de los miembros de cooperación internacional, algunos funcionarios locales, y personas cercanas a las fuerzas de seguridad, aseguran que al menos una de las mujeres sí buscó a las autoridades que la habían reclutado y avisó sobre la filtración de la información, pero desapareció poco después y todavía se desconoce su paradero, y quién estuvo detrás de su desaparición. “Ellos [las fuerzas de seguridad] también son asesinos, porque ellos sabían que las ponían en peligro”, comentó una lideresa social de la zona a InSight Crime.

Las guerrillas decidieron que quien tenía que pagar las consecuencias era la población de Tibú. InSight Crime ha recopilado testimonios que apuntan a la desaparición forzada de al menos cinco mujeres que colaboraban con la fuerza pública en la zona del Catatumbo desde inicios de 2021.

Pero la violencia no se detuvo ahí. Al darse cuenta de la infiltración, tanto el ELN como las disidencias iniciaron una campaña de asesinatos de mujeres sobre las cuales recaía alguna sospecha de ser informantes, lo que desató una ola de violencia basada en género cuyas secuelas son palpables hasta hoy.

“El ELN y la disidencia las asesinan al sentirse infiltrados”.


FUENTE DE COOPERACIÓN INTERNACIONAL

Fotos de las mujeres que fueron acusadas de dar información a la fuerza pública aparecieron en videos que rondaron como cadenas de WhatsApp en Tibú, en los que las tildaban de “putas”, entre otros calificativos despectivos, que buscaban justificar la violencia en su contra.

 “Se decía que ellas se lo buscaron. Ella se lo buscó y por eso le pasó lo que le pasó”, recordó Mar mientras hablaba de las mujeres asesinadas en Tibú.

Los videos también tenían un propósito adicional: recordarles a las mujeres de Tibú que los que deciden con quién pueden o no pueden relacionarse son los grupos armados y que quienes incumplan sus reglas serán castigadas.

Secuestrada en su propio hogar

Para enero de 2021, un mes después de que la guerrilla encontrara la lista de informantes, el ELN había señalado a Mar de pertenecer a este grupo de mujeres. Después de la primera agresión, ella y su familia permanecieron encerrados por cinco días. Sabían que estaban siendo vigilados por la guerrilla.

Mar explicó que no entendía cómo el grupo se había enterado de las visitas que había recibido de Rafael en los meses anteriores, ella y su familia habían tomado muchas precauciones para evitar la situación en la que se encontraban.

Al quinto día de estar prisionera en su propia casa, miembros de la guerrilla volvieron a aparecer en su puerta. El comandante del ELN le dijo a Mar que su nombre y dirección habían aparecido en una lista de contactos de mujeres informantes del ejército y la policía y que Rafael, su supuesto mecánico, era en realidad un agente infiltrado que había sido descubierto.

La torturaron por horas. Le preguntaron por otras mujeres y amenazaron con hacerle daño a su familia, todo con el fin de que confesara.

“Él estuvo [en mi casa] casi dos horas. Algunas de las preguntas que me hacía las repetía para ver si me equivocaba en algo o si le estaba diciendo mentiras”. A Jaime también lo torturaron.  Al escuchar los gritos, los vecinos volvieron para enfrentar al grupo. “El comandante dijo que como tal no me había matado a nadie de mi familia en ese momento porque los vecinos daban testimonio de que éramos buenas personas, éramos una familia tranquila y trabajadora”.

Por segunda vez le perdonaron la vida, pero esta vez el ELN le dio 30 minutos para salir de Tibú. Mar y su familia tuvieron que dejar todo atrás. En cuestión de minutos, salieron del municipio, acosados por el miedo, dejando todo lo que ella y su esposo habían construido en los últimos cinco años y huyeron a Cúcuta, la capital de Norte de Santander, esperando encontrar ayuda en alguna de las instituciones del Estado.

Como Mar, muchas otras mujeres de Tibú también estaban huyendo del municipio en los primeros meses de 2021, asustadas por las amenazas de los grupos armados. Quienes aparecían en los videos y quienes recibían las visitas de las guerrillas en sus casas salían silenciosamente del municipio con la ayuda de lideresas de la zona y llegaban a la capital, en la mayoría de los casos sin recursos para subsistir o sin apoyo para resguardarse.

Otras mujeres abandonaron Tibú con sus propios recursos o con la ayuda de organizaciones sociales. Sin embargo, la asesoría o el apoyo de estas organizaciones es limitado y no suple el deber del Estado de proteger a sus ciudadanas.

En Cúcuta, Mar decidió denunciar ante las autoridades los hechos que acababa de vivir.

Recurrió a distintas instituciones para denunciar la actuación de la fuerza pública y la guerrilla, pero no obtuvo respuesta. La Defensoría del Pueblo, la Personería de Cúcuta y otras secretarías municipales le cerraron la puerta. Ninguna oficina activó las rutas de protección preestablecidas o brindó atención integral a ella y a su familia. Tampoco tuvo acceso a las ayudas humanitarias que podía solicitar por su condición de desplazada, pues nadie tomó su declaración y no fue reconocida como víctima del conflicto.  

Al preguntar por casos similares al de Mar, varios funcionarios expresaron a InSight Crime los grandes retos que tienen en Cúcuta para atender a las víctimas del conflicto, migrantes o solicitantes de asilo. Citaron sus presupuestos limitados y la necesidad de denuncias formales y engorrosos trámites burocráticos.   

Para Mar, la situación en Cúcuta no era fácil, así que, un tiempo después y sin garantías de seguridad, ella y su familia decidieron volver a Tibú.

“Esperamos que pasaran los meses y volvimos a ir a Tibú a recoger nuestras cosas, porque en Cúcuta no teníamos nada”, narró Mar.

Una vez en Tibú, en su mente estaban presentes todas las amenazas que había recibido, pero en el fondo, quería pensar que podía pasar desapercibida y que el ELN la dejaría a ella y a su familia en paz.

Sus deseos estaban muy lejos de la realidad.

Los grupos armados tienen informantes vigilando quién entra y sale del pueblo. Además, en la vía que comunica a Cúcuta y Tibú hay retenes clandestinos instalados por las disidencias de las FARC y el ELN. Por eso, cuando Mar y Jaime volvieron a su casa para buscar algunas de sus pertenencias, en cuestión de minutos miembros del ELN llegaron para confrontarlos.

“Cometimos ese grave error”, contó Mar. “Aparecieron otra vez las mismas personas que nos habían amenazado, nos preguntaron qué estábamos haciendo ahí y qué buscábamos”.

Los integrantes del ELN no tuvieron piedad. “Nos apuntaron con una pistola. A mi esposo lo golpearon muy fuerte, a mí también me golpearon. Yo pensé que me iba a morir ahí mismo”.

Nuevamente sus vecinos aparecieron. Mar y su familia sabían que no los dejarían con vida si volvían a desobedecer las advertencias del ELN, así que no tuvieron más remedio que salir de Tibú sin nada de lo que habían ido a buscar.

“Nos dijeron que si nos volvían a ver nuevamente, nos matarían”, agregó.

Se instalaron en Cúcuta, derrotados y viviendo de la solidaridad de su familia. El consuelo que creían tener en ese momento era que, fuera de Tibú, el ELN no los iba a molestar.

Sin embargo, en eso también se equivocaron. Estando en Cúcuta, comenzaron a recibir llamadas y amenazas por mensajes de texto, e incluso Jaime recibió una citación a una reunión y el ELN amenazó con declararlo objetivo militar si no se presentaba.

“El ELN lo estaba señalando como colaborador, como informante de la policía”, dijo Mar.

Mar y Jaime decidieron ignorar la citación del grupo, principalmente porque después de todo lo que habían vivido, sabían que si él volvía a Tibú, el ELN lo iba a asesinar.

Pero desobedecer las órdenes del ELN trajo consecuencias.

“Nos dijeron que si nos volvían a ver nuevamente, nos matarían”.


MAR

Incluso en Cúcuta, comenzaron a sentirse perseguidos y vigilados.  

El trauma de los sucesos vividos en Tibú comenzó a pasarle factura a Mar. Se sentía sola y sin apoyo. Ninguna de las autoridades la había contactado, a pesar de haber radicado las denuncias en varias instituciones desde su primera estadía en la capital del departamento.

Sin encontrar más opciones y cansados de vivir con miedo, Mar y su familia decidieron volver a Venezuela. Se instalaron en una municipalidad cerca de la frontera con Colombia, esperando poder rehacer su vida.

Sin salida

Aunque Mar y su familia se sintieron contentos de volver a su país, la alegría duró poco.

Los tentáculos de las guerrillas colombianas se extienden más allá de la frontera desde hace años. Venezuela se ha convertido en una base de operaciones del ELN y facciones de las disidencias de las FARC que operan con la complicidad del régimen del presidente Nicolás Maduro.

La tranquilidad que Mar y su familia buscaban fue interrumpida bruscamente cuando miembros del ELN la reconocieron. Mar cree que su foto había sido difundida entre las filas del grupo junto con un mensaje donde la declaraban objetivo militar.

“Hombres armados, encapuchados, me secuestraron, me golpearon, me amenazaron. Me decían que a ellos les habían dicho que yo era objetivo militar, que estaban comprobando la identidad mía y si era la persona que ellos creían que yo era, pues me iban a matar”, relató Mar.

En un punto, comenzó a pensar que todo era su culpa. Estaba tan acostumbrada a escuchar en Tibú que cuando una mujer era asesinada o torturada por los grupos armados era porque “se lo había buscado”, que comenzó a creer que ese era su caso.

Mar pasó dos días secuestrada cerca de las trochas —o pasos informales— que conectan a Venezuela con el Área Metropolitana de Cúcuta, sin poder avisar a su familia y presa de un miedo que ni ella puede describir hoy, casi tres años después de ese suceso.

Recogiendo fuerzas y con la ayuda de más personas secuestradas, Mar logró, milagrosamente, escapar. Luego se reencontró con su familia en Venezuela y se trasladó nuevamente donde sus familiares a Cúcuta, pero estaba derrotada.

“Hombres armados, encapuchados, me secuestraron, me golpearon, me amenazaron”, relató Mar.

Era alrededor de mayo de 2022, y Mar llevaba más de un año luchando con las amenazas y la presión del ELN. Había sido torturada en múltiples ocasiones, había tenido que huir de su casa y perder todo lo que había conseguido con esfuerzo y dedicación. En ese momento, al verse nuevamente entre la espada y la pared, decidió jugar su última carta.

Entre las mujeres de Tibú que habían salido del municipio corría el rumor de que el ahora ex secretario de víctimas de Norte de Santander, Cristian Andrés Llanos, era un funcionario de confianza y que había logrado ayudar a otras mujeres que habían sido reclutadas por las fuerzas de seguridad o amenazadas por la guerrilla. Así pues, se dispuso a ir en busca de ayuda una última vez.

Se enciende una luz

Andrés recuerda que Mar estuvo esperándolo por horas fuera de su despacho y que, a pesar de que en la oficina tenían trabajadores sociales y psicólogos disponibles para atenderla, ella se negó a hablar con alguien que no fuera él.

“Cuando la vi, ella me dice ‘¿Usted es Andrés? Porque necesito hablar con usted solo, única y exclusivamente con usted’”, recordó Andrés. 

Entraron a su oficina para conversar en privado y Mar le contó con detalles su situación: las ofertas del supuesto mecánico, las falsas acusaciones, las torturas a las que la sometió el ELN, el secuestro y los desplazamientos de los que ella y su familia habían sido víctimas en varias ocasiones.

La historia de Mar le recordó a Andrés la de otras 18 mujeres que habían pasado por su oficina entre 2021 y 2022. Las mujeres denunciaban que habían sido reclutadas por miembros de las fuerzas de seguridad que les pedían infiltrarse en los grupos criminales que operaban en Tibú o que les dieran información sobre lo que vieran en el pueblo. Luego, habían sido amenazadas por los grupos y desplazadas.

“Estaban huyendo porque habían matado a unas mujeres que estaban acusadas de ser informantes e infiltrarse en los grupos armados y que ya estaban en un listado y tenían que salir del departamento”, dijo Andrés. Sin embargo, cuando Andrés les explicaba el protocolo de atención y que debían dejar una declaración por escrito, las mujeres entraban en pánico y decidían no declarar.

Andrés explicó que, en ocasiones anteriores, él ya había escalado el tema a otras instancias, pero que ante las autoridades competentes, no tener ningún soporte, invalidaba las denuncias.

Al escuchar la historia de Mar, Andrés le informó que la única forma en que él podía ayudarle era activando el protocolo de la Secretaría de Víctimas. Parte de ese protocolo era rendir una declaración de los hechos y acudir luego a la Personería, ya que era un caso de alta complejidad.

A diferencia de las demás mujeres, Mar accedió a dejar una declaración por escrito, y hasta el momento, es la única que lo ha hecho.

Con la declaración, Andrés activó las rutas de atención necesarias: notificó a la Secretaría de Gobierno del departamento, a la Policía, a la Defensoría del Pueblo, a la Personería y a la Fiscalía seccional de Norte de Santander.

Sin embargo, no hubo respuesta.

“Nosotros le damos traslado a toda la institucionalidad y el Estado falla. No brinda respuestas, no da garantías, no da protección. Yo me voy oficina por oficina a hablar con casi todos. Les digo ‘venga, ¿ustedes no han leído noticias? Miren la cantidad de feminicidios. Tenemos una mujer viva, sobreviviente, que se escapó, hay que activar las rutas.’  Las respuestas eran muy dilatorias”, recordó Andrés con frustración.

A veces la falta de respuesta de las instituciones es explicada por la falta de recursos para atender el volumen de solicitudes que reciben o por la burocracia interna de cada una de las instituciones. Pero los eventos que se desarrollaron después de que Andrés ingresara la declaración de Mar al sistema dejan entrever que en el caso de Mar algo más oscuro podría estar sucediendo.  

¿Quién paga los platos rotos?

La presión sobre Mar y su familia aumentó luego de que hiciera su denuncia. Comenzó a notar que cuando salía de su casa era perseguida, y tras semanas de esperar la respuesta de las instituciones, no pudo más.

Para octubre de 2022, Mar y su familia se habían desplazado nuevamente, huyendo de Norte de Santander a un municipio en el interior del país con la ayuda de Andrés, quien para ese momento ya había renunciado como secretario de Víctimas del departamento, pero continuó trabajando como asesor de protección y derechos humanos en una fundación de víctimas de violencia. 

Pero no pasó mucho tiempo antes de que se sintieran vigilados y perseguidos nuevamente.

“Un día, de repente, mi esposo estaba sacándome una cita médica en el hospital cuando hombres en moto empezaron a perseguirlo”, contó Mar. “Nosotros no sentíamos seguridad en ningún lado. Ya siendo declarados objetivo militar teníamos la certeza que aunque nos escondiéramos nos iban a conseguir”.

De nuevo, Mar decidió actuar. Fue hasta la Personería del municipio donde estaba viviendo para realizar una denuncia sobre la situación, y explicar que alguien la estaba persiguiendo a ella y a su familia, además de relatar, de nuevo, cómo había sido víctima de violencia a manos del ELN en Norte de Santander.

Habló de Rafael, del ofrecimiento de pasar información de los grupos armados al Ejército, las amenazas y las torturas del ELN, la responsabilidad del Estado en todo lo que ella y su familia habían vivido.

Mar esperaba que el Estado no volviera a fallarle, narrar una y otra vez su relato no era sencillo y menos revivir las escenas dolorosas por las que había pasado. Pero al otro lado de la mesa, ella recuerda que solo encontró un silencio demoledor y una mirada helada.

La funcionaria que tomó su declaración le explicó en voz baja que había cosas que era mejor no decir y le sugirió modificar algunas partes de su relato. ¿Para qué llamar la atención? ¿Para qué denunciar lo que había hecho Rafael? Ya no podían cambiar nada de esos hechos.  

Mar se levantó indignada y preocupada.

Lo que Mar no sabía es que en el municipio donde se había refugiado con su familia no hay presencia registrada del ELN, y es poco probable que el grupo la haya perseguido hasta allá.

“Al ELN las que se fueron [de Tibú] no les interesa. Pero a la fuerza pública sí. Los mayores riesgos son de la fuerza pública, porque fue una estrategia grande,” le dijo a InSight Crime uno de los miembros de la cooperación internacional.

Esto coincide con testimonios de exintegrantes de la fuerza pública y habitantes de Tibú que conversaron con InSight Crime bajo condición de anonimato. Todos afirmaron que, para evitar generar interés y que el tema escalara, miembros de las fuerzas de seguridad intentaron intimidar a las mujeres, diciéndoles que las denunciarían como colaboradoras de la guerrilla, o a cualquier habitante de Tibú que quisiera denunciar el reclutamiento.

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Paralelamente, la situación para Andrés también se ensombrecía.

Andrés le contó a InSight Crime que, desde junio de 2022, un par de meses después de que tomara la declaración de Mar y notificara a todas las instituciones que debían brindarle protección, comenzó a recibir amenazas telefónicas y por mensaje de texto.

“Ya hijo de puta. Siga insistiendo con el tema de las viejas de Tibú y lo vamos a matar. Usted está tocando a gente muy poderosa que está dispuesta a matarlo y picarlo”, decía uno de los mensajes.

La situación escaló rápidamente. En julio de 2022, dos hombres armados entraron hasta su casa en lo que parecía ser un robo común y corriente, pero Andrés sospecha que estaban buscando los documentos específicos del caso de Mar.

“Lo único caro que tenía en mi casa eran tres televisores. No hay caja fuerte con plata y al final, los ladrones no se llevaron ni los televisores”, dijo Andrés. “Intentaron ingresar por la posible información sensible que yo tenía”.

Desde ese momento y hasta noviembre, Andrés recibió más de cinco amenazas a través de mensajes de texto, a su teléfono personal y también a su número oficial. Si bien presentó denuncias ante la Fiscalía General y también pidió apoyo a la Unidad Nacional de Protección, nunca obtuvo respuesta. Ahora las respuestas dilatorias las estaba viviendo Andrés en carne propia.

Andrés afirma que incluso su esquema de seguridad fue infiltrado. Las intimidaciones le relataban hechos personales o hacían referencias a las rutinas que él llevaba a cabo, cosas que solo su esquema de seguridad y sus allegados podían conocer. Andrés también denunció esta infiltración, pero las investigaciones han sido superficiales y no han dado resultados concretos. La situación no solo lo estaba afectando a él, también a su núcleo familiar. 

Sin embargo, cuando a finales de 2022 recibe nuevamente una llamada de Mar pidiendo ayuda, le ayudó a salir del país silenciosamente junto a su familia. Pero esta acción le trajo problemas. Días después de atender el llamado de Mar, Andrés y su familia nuevamente fueron amenazados de muerte. 

Además, en enero de 2023, hombres sin identificar irrumpieron en la casa de la coordinadora regional de la Unidad Nacional de Protección, Erika Yañez, y robaron un computador con la información de cientos de personas protegidas y sus familiares, entre ellos, la de Mar y su familia.

Entendiendo que el panorama en Colombia se estaba complicando igualmente para él, Andrés decidió salir del país rumbo a Europa y pedir asilo político junto a su familia. Sin embargo, su proceso se ha visto dilatado y teme tener que retornar a Colombia, donde no tiene garantías de seguridad. 

El acoso es permanente

Mar salvó su vida y la de su familia. Comenzó un proceso de asilo en un país extranjero y mientras tanto trata de sanar las heridas que le dejaron dos años de violencia y desplazamiento. Como ella, otras mujeres de Tibú han huido del país para rehacer sus vidas.

Al mismo tiempo, los grupos armados continúan acusando a las mujeres y lideresas del pueblo de ser informantes, y las amenazas y la impunidad persisten.

InSight Crime conversó con habitantes de Tibú que pidieron anonimato y estos explicaban que, en la actualidad, incluso venderles alimentos a los policías puede terminar en una citación a rendir cuentas frente a cualquiera de los dos grupos armados que operan en el municipio.

Desde 2021, en el municipio no hay presencia de la Fiscalía, la institución encargada de investigar los crímenes ocurridos en el municipio. Además, varios funcionarios han recibido amenazas de los grupos armados y no han podido desarrollar sus labores.

Las rutas de atención no funcionan para las mujeres en Tibú o en Norte de Santander. En algunos casos, la misma presión de los grupos armados sobre los funcionarios los limita a cumplir con su deber. En otros, la capacidad de las instituciones está a tope y no pueden apoyar a las víctimas. Incluso, en el último año, las organizaciones humanitarias, que muchas veces son las primeras en atender a mujeres violentadas, han visto su acceso y capacidad de acción restringida por orden de las guerrillas, según le comentaron a InSight Crime miembros de varias de estas organizaciones.

Además, las lideresas que en su momento apoyaron a muchas mujeres a huir de Tibú en medio de la ola de violencia fueron amenazadas por las guerrillas y su perfil en el territorio disminuyó drásticamente, ya que los grupos también fueron tras sus familias.

La Policía de Norte de Santander afirmó a InSight Crime que, bajo sus políticas, no reclutan informantes. InSight Crime solicitó comentarios a la Defensoría del Pueblo, la Dirección de Investigación Criminal de la Policía Nacional, la Policía Metropolitana de Cúcuta, el Ejército de Colombia, la Fiscalía General de la Nación, la Personería de Cúcuta y la Unidad Nacional de Protección, pero al momento de la publicación ninguna de las entidades había contestado.

Y a pesar de todo, este capítulo de la vida de Mar no ha terminado. Meses después de su salida del país, presuntos funcionarios de la Unidad Nacional de Protección la han contactado a través de canales no oficiales. En los mensajes le piden que se presente a las oficinas de la institución de Cúcuta, al parecer para brindarle medidas de protección cuando ya no son pertinentes. También han tratado de localizarla a través de familiares de forma muy insistente y las preguntas no pasan de querer averiguar dónde se encuentra.

Aunque hoy en día se siente protegida lejos de Tibú y cuenta con asesorías para mantenerse a salvo, pensar en la violencia que vivió y tener la certeza de que en Tibú nada ha cambiado ensombrece su proceso.

Desde la distancia quiso contar su historia, tratando de que así sea años más tarde, las instituciones reconozcan su responsabilidad en la peor ola de violencia de género que ha visto Tibú en su historia reciente.

*Los nombres de los protagonistas fueron cambiados para proteger su identidad  

Créditos de la investigación:

Escrito por: Alicia Flórez y Lara Loaiza

Editado por: James Bargent, María Fernanda Ramírez, Mike LaSusa

Verificación de datos: James Bargent, María Fernanda Ramírez, Paulina Ríos Maya

Dirección creativa: Elisa Roldán Restrepo

Diagramación: Lara Loaiza, María Isabel Gaviria

Gráficos: María Isabel Gaviria, Ana Isabel Rico