A medida que el número anual de homicidios cae por primera vez desde 2007, y las masacres a gran escla parecen desaparecer de los titulares, el analista Alejandro Hope argumenta que lo peor podría haber quedado atrás en México.

Octubre trajo sopresas positivas. Una en particular: el número de averiguaciones previas por homicidio doloso fue el más bajo de los últimos 24 meses. El total mensual fue de 1540, una cifra casi 20% menor que la de octubre de 2011.  Tomando el periodo enero-octubre, la disminución es de 8% con respecto a los mismos meses del año pasado. Ya es casi un hecho que 2012 va a ser el primero año desde 2007 con una reducción en el número anual de homicidios. Con algo de suerte, el total del año podría ser inferior no sólo al de 2011, sino también al de 2010.

No es la única buena nueva. En 20 de 32 entidades, este año ha traído menos homicidios que el pasado: Chihuahua, por ejemplo, registró una caída de 32% en el periodo enero-octubre (en comparación con los mismos meses de 2011). En Nuevo León, la disminución ha sido de casi una cuarta parte, en Sinaloa de 23%. A nivel municipal, hay mejorías aún más dramáticas: Ciudad Juárez, por ejemplo, tuvo en octubre menos homicidios (33) que la ciudad de Chicago (36) en Estados Unidos.

La percepción parece ir mejorando igualmente. El índice de percepción sobre la seguridad pública, producido por INEGI, ha mantenido registros por encima de 100 durante siete meses consecutivos (Nota: en el índice, un número más alto indica una menor percepción de inseguridad). Eso no sucedía desde que INEGI inició la publicación del instrumento en abril de 2009.

Hay otro dato reciente que me intriga: parecieramos estar en una sequía de masacres. Desde la matazón de Cadereyta en mayo pasado, no se ha registrado un sólo incidente con 20 o más víctimas (salvo por un enfrentamiento nunca confirmado en Luvianos, Estado de México y el descubrimiento de unas fosas en Acapulco, las cuales parecen haber acumulado cadáveres durante varios meses). Considerando las muy documentadas rupturas en al menos dos grandes organizaciones criminales (el Golfo y los Zetas), esto me parece un fenómeno notable.

Asimismo, tengo la impresión (que no la certeza) de que la violencia extrema ha cedido: en El Blog del Narco (tal vez no la mejor de las fuentes, pero bueno…) sólo pude ubicar tres casos de decapitación o desmembramiento en los primeros veinte días de noviembre. Hace un año, se contaba casi un caso por día.

Todo esto me lleva a una pregunta: ¿terminó la crisis de seguridad? Noten que es interrogante, no afirmación. Y noten también que no quiero sugerir con esto que el país se ha vuelto seguro (claramente no lo es) o que no haya regiones donde se siguen pasando las de Caín (Guerrero, Coahuila, etc.). Sin embargo, creo que se vale preguntar si cambió la naturaleza del problema.

La crisis de seguridad detonada en 2008 tuvo tres características centrales:

  1. El crecimiento aceleradísimo de los niveles de violencia: en el peor momento de la crisis, hacia mediados de 2010, los homicidios se incrementaban a una tasa anual cercana a 50%. A ese ritmo, el número se duplicaba cada 17 meses. Esa trayectoria es equivalente a la de un país en guerra civil.
  2. La expansión geográfica: de un problema concentrado en algunas regiones fronterizas o costeras, se pasó a un fenómeno que, sin alcanzar nunca dimensiones nacionales, cubría una parte considerable del territorio. A finales de 2009, casi 30% de los homicidios dolosos estaban concentrados en Ciudad Juárez. Un año después, había más homicidios en términos absolutos en esa ciudad, pero ya sólo representaban 15% del total nacional.
  3. La escalada de brutalidad: los grupos criminales pasaron de decapitaciones individuales a mutilaciones colectivas, de incidentes con ocho víctimas a masacres de 280 personas.  El pico del horror probablemente se alcanzó en abril de 2011, con el descubrimiento de dos fosas gigantes, una en Durango y otra en Tamaulipas, con más de 200 víctimas cada una.

Ninguna de esas condiciones perdura actualmente (al menos no en el mismo grado que hace dos años). Los homicidios dejaron de crecer hacia mediados de 2010 y, en el último año, han disminuido ligeramente. La violencia criminal sigue diseminada en buena parte del territorio, pero la expansión ya no se da al mismo ritmo: los conflictos de Veracruz no se han trasladado a Puebla, los de Guerrero no se han pasado a Oaxaca. Persisten actos de violencia extrema, pero ya no en el mismo número ni con el mismo impacto: no ha habido nada reciente que supere o se aproxime a San Fernando o al Casino Royale.

Reitero entonces la pregunta: ¿seguimos en una crisis de seguridad? Yo afirmo que no: el delito y la violencia siguen (y seguirán por un buen rato) en niveles inaceptables, pero ya no se puede argumentar tan fácilmente que la situación se está saliendo de control. Una metáfora económica puede servir para ilustrar el punto: después de un episodio hiperinflacionario, una sociedad puede estar devastada, pero empieza a tener mejores perspectivas en la medida en que la evolución de los precios se vuelve predecible. La experiencia de 2008 a 2011 puede haber sido nuestra hiperinflación: salimos de ella con una sociedad muy golpeada, pero ya sin la sensación de que cualquier horror es posible (eso, valga la aclaración, no se aplica a todo el país por igual. En la Laguna o en Acapulco, por ejemplo, perdura la crisis).

De ser correcta, la teoría tendría tres implicaciones:

  1. Tal vez sea necesario matizar el análisis sobre la política de seguridad de la actual administración. Buena parte de los juicios sobre la “estrategia de Calderón” están construídos sobre la experiencia de 2008 a 2010. Los últimos dos años han sido objeto de menor atención  (por razones obvias de disponibilidad de datos) ¿Qué cambió? ¿La política o el entorno? ¿Hubo un proceso de aprendizaje en las instituciones? ¿Algo empezó a funcionar finalmente? No tengo muy buenas respuestas, pero me parece urgente plantear esas preguntas.
  2. La agenda tiene que ser flexible. La reducción de la violencia debe volverse un objetivo primario de la política de seguridad, pero no puede ser el único. En espacios donde la violencia ha disminuído significativamente (Tijuana, Ciudad Juárez, etc.), la modernización institucional, el acceso a la justicia y las tareas de prevención deben volverse asuntos prioritarios. Lo mismo debería suceder en otras regiones, conforme se extienda el proceso de pacificación. Sería trágico que, una vez restablecido cierto módico de orden público, el país se instale en la complacencia y se abandonen los esfuerzos (incipientes) de reforma de las instituciones de seguridad y justicia.
  3. La línea base para evaluar a la siguiente administración ha cambiado. El nuevo equipo gobernante no va a asumir la responsabilidad pública en el pico de la crisis, sino cuando empiezan a surgir señales de mejoría. Será importante recordar ese dato cuando se realicen contrastes en el futuro.

Ahora, podríamos simple y sencillamente estar en una pausa de una espiral ascendente, convirtiendo a todo lo anterior en una elucubración sin sentido. Pero para ser pausa, me parece que ya es un poquito larga.

PD: va la aclaración de rigor cada vez que hablo de cifras de incidencia delictiva. Todos los datos sobre el número de homicidios provienen del Secretariado Ejecutivo del Sistema Nacional de Seguridad Pública. Están construídos con reportes que realizan las procuradurías de los estados. Son, con casi total certeza, una subestimación, pero probablemente los sesgos son más o menos sistemáticos: en consecuencia, pueden servir como indicador de tendencia, aún ai existen dudas fundadas sobre los datos puntuales.

Publcado con el permiso de *Alejandro Hope, de Plata o Plomo, un blog sobre la política y la economía del crimen publicado por Animal Político. Lea el original aquíHope es también miembro de la Junta Directiva de InSight Crime.