El 3 de abril de 2014, una docena de agentes de policía vestidos de civil irrumpieron por la puerta del apartamento de Norbert Reinhart en la ciudad de Medellín blandiendo una orden de captura por homicidio. Más de tres años ha pasado, y Reinhart no es ni hombre libre ni criminal convicto; es uno de las decenas de miles de reclusos que hay en las cárceles colombianas atrapados en el limbo legal de la detención preventiva.

En Colombia, como en gran parte de Latinoamérica, el abuso del mecanismo de detención preventiva ha provocado una crisis de sobrepoblación: las cárceles colombianas operan al 154 por ciento de su capacidad, y se mantiene en custodia cerca de una tercera parte de los presos en espera de un juicio. Las autoridades se ven a gatas para mantener el control de estas decenas de miles de presos, un gran número de los cuales son inocentes o solo son culpables de delitos menores. A diario los presos padecen prolongado sufrimiento físico y mental, así como la exposición a convictos veteranos y redes del crimen organizado.

En julio de 2017, entró en vigor una reforma legal diseñada para aliviar el hacinamiento con la implementación de nuevos límites de tiempo al uso de la detención preventiva. Pero como lo descubriría Norbert Reinhart, la brecha entre la ley y su aplicación en Colombia puede limitar su impacto.

Para Reinhart, ciudadano canadiense de 65 años de edad, residente por más de veinte años en Colombia, la horrorosa experiencia comenzó en las celdas de retención de la Seccional de Investigación Criminal (SIJIN) de Colombia. Dos días después de su arresto, fue esposado y escoltado a la sala de audiencias para la formulación del pliego de cargos, la legalización de su captura y las audiencias de medidas de aseguramiento, que se esfumaron en una nebulosa de cinco horas.

En las audiencias, Reinhart oyó que se le acusaba de haber pagado a un sicario perteneciente a los paramilitares para asesinar a uno de sus socios de negocios en una empresa minera —acusaciones que niega enérgicamente— y que se le mantendría en custodia a la espera de su juicio.

La orientación dada a los fiscales establece que la reclusión debe ser siempre el último recurso como medida de aseguramiento previa al juicio, pero en realidad, suele ser la primera instancia. En el caso de Reinhart, el fiscal argumentó que las circunstancias cumplían las tres condiciones para mostrar proporcionalidad para dichas medidas: se consideró que tenía riesgo de fuga por ser ciudadano extranjero, riesgo para las víctimas o la comunidad, pues se trataba de un caso de homicidio con participación del crimen organizado, y riesgo de interferencia en el caso, pues se lo había encontrado en posesión de expedientes de la investigación relacionados con el caso al momento de su detención.

Sin embargo, el proceso, según alega Reinhart, ya estaba juzgado desde el inicio y él tuvo poca oportunidad de refutar las medidas de seguridad o las acusaciones en las que se fundamentaban.

“Esa decisión ya estaba tomada”, le comentó a InSight Crime en una visita a la prisión El Pedregal en las afueras de Medellín.

Temiendo que se lo aislara del mundo exterior al ingresar al sistema penitenciario real, Reinhart sobornó a los guardias de la SIJIN para que le permitieran ser ubicado en las celdas de retención durante 30 días y así tener tiempo para encontrar a un abogado y, así creía, garantizar su liberación.

“Pensé que podría resolver esto en 30 días, pensé que era así de obvio: que yo era inocente y que esto era un error”, añadió.

Pasados veinte días, y al darse cuenta de la gravedad de su situación, fue sacado de las celdas de la SIJIN y llevado a los lúgubres bloques de concreto de El Pedregal en las montañas de Medellín.

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Al llegar, Reinhart fue llevado a un área de recepción que consistía de tres celdas diminutas y un pequeño espacio abierto. Esa sección estaba atiborrada de pared a pared con otros presos, quienes dormían en cualquier espacio que pudieran encontrar, en lo que tuvieran consigo que pudiera servir como cama. Reinhart tenía una delgada colchoneta de camping que le había llevado la esposa de su socio a las celdas de la SIJIN, pero lo obligaron a dormir varias noches en el piso, mojado por el desbordamiento de los orinales.

Reinhart solo estuvo allí durante una semana, lo que lo convirtió en uno de los afortunados. Sabe de otros reclusos que han pasado casi un año y medio en esa sección esperando que se les asigne una celda.

Por su edad, a Reinhart se lo asignó al Patio F —pabellón reservado para presos vulnerables, como personas con discapacidad, miembros de comunidades en riesgo, como comunidad LGBT y funcionarios públicos—. Ese fue otro golpe de suerte, pues en los patios comunes abundan la violencia y el crimen, y se encuentran bajo el control brutal de capos conocidos en el sistema carcelario colombiano como “caciques”.

“Es un infierno puro” en los otros pabellones, dijo. “Todos los días me siento agradecido, porque allá no duraría tres días”.

Sin embargo, aunque Reinhart se ha librado del violento régimen de los caciques, las condiciones en el Patio F no son mejores que en el resto de la estructura de concreto que se va desmoronando en El Pedregal, y cree que los tres años que ha pasado allí ya le han hecho mella.

“Es un medio en que, necesariamente, su salud física y mental tienen que deteriorarse, lo deja mentalmente debilitado”, dijo.

La orientación dada a los fiscales establece que la reclusión debe ser siempre el último recurso como medida de aseguramiento previa al juicio, pero en realidad, suele ser la primera instancia.

En la ley colombiana, se supone que los presos en espera de juicio deben mantenerse separados de los condenados para protegerlos de la victimización o el reclutamiento por criminales curtidos. Pero en El Pedregal, como en la mayoría de las cárceles colombianas, esto nunca se da, y cada pabellón es una mezcla —entre los compañeros de celda que tiene Reinhart actualmente hay un sicario pagando una sentencia—.

“Los que ya han sido condenados normalmente están mucho más implicados en casos de extorsiones y tienen un comportamiento amenazador”, observó. “Su lógica es algo como: yo estoy condenado, no tengo nada que perder. Te mataré”.

Muchos de quienes entran a la cárcel, inocentes o culpables, terminarán con problemas de drogas. Reinhart estima que el 30 a 40 por ciento de quienes están en su pabellón consumen drogas, pero esta proporción se eleva a un pasmoso 80 a 90 por ciento en los pabellones comunes, lo que genera un gran número de adictos. Como resultado de eso, las deudas por drogas son la principal causa de violencia.

“Hay tanta necesidad, pero tanta pobreza”, reflexiona Reinhart.

Las drogas ofrecen una de las únicas vías de escape del tedio de la vida en prisión. Pero uno de los otros altos en la rutina —la asistencia a las interminables audiencias en juzgados— es menos un alivio y más otro suplicio, comenta Reinhart. El arduo proceso de transporte y procedimientos se complica con periodos de ocho a diez horas apiñados en las pequeñas celdas de retención del juzgado con otros más de 40 reclusos y sin un lugar dónde sentarse.

Sin embargo, añade Reinhart, estos viajes tienen un lado bueno.

“Los únicos rayos de sol que he visto en tres años es cuando camino de la puerta al autobús”, recuerda.

Presunto inocente, tratado como culpable

Aun después de instalarse en El Pedregal, Reinhart seguía creyendo que saldría de la cárcel en cuestión de seis meses. Pero a medida que su caso avanzaba comenzó a entender la realidad del sistema de justicia en Colombia: su paso de tortuga, las demoras interminables, maniobras raras y en ocasiones una interpretación desconcertante de las leyes.

Para cuando su juicio había iniciado, casi 22 meses después de su arresto, la detención preventiva de Reinhart había ejercido un yugo asfixiante no solo en su vida, sino también en la de su joven hija.

Justamente el día en que cumplía 18 años, Molly Reinhart recibió un mensaje de correo electrónico donde se le informaba que su padre estaba preso. Al comienzo, se quedó en Canadá, confiando en su certeza de que el caso se resolvería rápidamente. Pero, para el día de Año Nuevo de 2015, se encontraba en un avión hacia Colombia.

Desde su llegada al país, Molly ha centrado su energía en planear la defensa de su padre.

“Lo más difícil es no saber cuánto tiempo durará”, confiesa. “No he logrado hacer planes en los últimos tres años y medio”.

Sin un final a la vista, su familia, amigos y su vida en Canadá se han desvanecido en el pasado.

“Mi madre es la única persona que ha dicho, ‘Debes volver’. Pero no es así de simple. No puedo irme y ya”, dice.

Con las dilaciones del juicio, Reinhart, su hija y su abogado interpusieron un gran número de mociones para intentar garantizar su liberación durante el juicio, todas las cuales fueron rechazadas. Pero, con la nueva ley que entrará en vigor, creyeron que finalmente tenían un argumento irrefutable.

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La ley 1786 cambia la condición anteriormente vaga de que los acusados solo podían ser retenidos por un “plazo razonable” con límites de tiempo específicos. Los abogados defensores pueden solicitar la libertad amparados en uno de dos tipos de límites de tiempo. El primero establece un límite de un año para todo el proceso, con la posibilidad de que los fiscales soliciten su prórroga a dos para ciertos tipos de casos, como los que involucran acusaciones múltiples o crimen organizado. El otro fija límites para cada fase del juicio: 60 días a partir de la formulación de cargos hasta la presentación de la acusación escrita, 120 días a partir de la acusación hasta el inicio del juicio oral, y 150 días para el juicio en sí, y la posibilidad de duplicar cada plazo para los casos especiales.

En la audiencia del 19 de julio, el abogado de Reinhart expuso un caso sencillo. Como el suyo es un caso de crimen organizado, el límite de 150 días para el juicio se duplica a 300. Lleva detenido 530 días, aunque esto se reduce a 480 días después de descontar los retrasos por los que Reinhart y sus asesores legales aceptan la responsabilidad. Sea como sea que se mire, sostuvo la defensa, los plazos precluyeron hace mucho tiempo.

El fiscal respondió con un bombardeo de argumentos: la ley no debe aplicarse de manera retroactiva, no se supone su aplicación automática, Reinhart lleva mucho tiempo planeando esto, retrasos y más retrasos hasta que pueda salir y escapar a Canadá.

Los dos abogados aprovechan los argumentos en torno a la detención preventiva y la ley para frenar su uso.

“Es posible que algunas personas que hayan cometido delitos queden libres, pero ahora mismo hay muchos inocentes pagando sentencias injustamente”, sostuvo la defensa.

“¡Los legisladores no pueden querer el caos de una liberación masiva!”, contraatacó el fiscal. “El estado debe asumir responsabilidad por sus acciones”.

El fallo del juez fue que Reinhart permanecería en prisión. Declaró que la ley no puede aplicarse de manera retroactiva, alegando que en lugar de eso la cuenta comenzó cuando la ley entró en vigor, un fallo que parece contradecir las mismas interpretaciones de la ley hecha por la Fiscalía General de la República y, como sostiene la defensa de Reinhart, de la ley constitucional. Para el juez, la ley 1786 no se aplica al caso y Reinhart no lleva en prisión un tiempo desmesurado.

Apelarán, pero entretanto, el juicio continúa. Se espera que el juicio concluya en agosto, lo que significa que un tiempo antes del fin de año Reinhart finalmente tendrá oportunidad de presentar su defensa… más de tres años y medio después de su arresto. Los argumentos sobre su culpa o inocencia casi seguramente se extenderán hasta 2018. Pero por el momento, él, y decenas de miles de otros presuntos inocentes en Colombia, siguen viviendo como condenados.

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4 respuestas a “Sentencia sin condena: un relato sobre la prisión preventiva en Colombia”