Un informe reciente que analiza el efecto de las treguas entre criminales en Latinoamérica resulta a la vez prometedor y desalentador; aunque tenemos las herramientas para llevar cierta paz al hampa, son difíciles de aceptar para la mayoría de los gobiernos y pueden derivar en más violencia más adelante.
El estudio de José Miguel Cruz, de la Florida International University, y de Angélica Durán-Martínez, de la Universidad de Massachusetts Lowell, toma como estudios de caso la tregua de pandillas de 2012 en El Salvador, y la desmovilización de los paramilitares de 2003, en Medellín, Colombia.
Tanto en Medellín como en El Salvador, el índice de homicidios cayó luego de la implementación de las treguas. Los autores tratan de responder porqué estos dos pactos criminales tuvieron tanto éxito en la reducción de la violencia, cuando intentos previos había fallado. Cruz y Durán-Martínez sostienen que ambas treguas contenían dos características claves que permitieron la reducción de la violencia.
Ambas tuvieron al estado “como administrador” y los grupos criminales participantes habían “logrado cohesión y liderazgo organizacionales que facilita el control territorial y la fiabilidad estratégica”. En esencia, las treguas en Medellín y El Salvador tuvieron éxito, al menos en el corto plazo, porque el estado participaba directamente en el proceso de negociaciones, y los grupos criminales en cuestión se habían hecho tan poderosos que habían establecido casi un monopolio sobre la violencia.
Para sustentar su argumento, los autores recapitulan la historia de los pactos infructuosos en Medellín durante la década de 1990. Mejor conocida ahora como destino turístico de moda, en aquella época Medellín era la capital mundial del crimen con una pasmosa tasa de homicidios de 381 por 100.000. Los intentos de reducir la violencia fallaron, señalan los autores, debido a la plétora de grupos criminales generadores de violencia y a la falta de coordinación entre los organismos estatales que mediaran en los acuerdos.
Hacia finales de la década, sin embargo, los grupos paramilitares habían consolidado su control del crimen en la ciudad obligando a replegarse a las guerrillas izquierdistas y cooptando a las pandillas de menor tamaño. Luego de una sangrienta guerra entre facciones de los paramilitares por el control de la ciudad, para 2003 la organización dirigida por Diego Fernando Murillo, alias “Don Berna”, había establecido su predominio criminal.
Los autores atribuyen la caída de 81 por ciento en los homicidios de Medellín entre 2002 y 2007 a la desmovilización de las estructuras paramilitares de Don Berna en 2003. El proceso de desmovilización fue respaldado por los gobiernos nacional y local, que otorgaron incentivos creíbles (como concesiones judiciales) a los paramilitares a cambio de la reducción de la violencia. Entre tanto, la hegemonía de Don Berna le permitió regular la violencia y castigar a cualquier transgresor.
Las circunstancias que rodearon la tregua criminal de 2012 en El Salvador fueron muy diferentes a las de Medellín poco después del inicio del nuevo siglo. Los grupos criminales salvadoreños eran pandillas callejeras que solo mantenían la menos convincente de las fachadas políticas, pues no participaron activamente en el conflicto civil que había durado décadas, como lo hicieron los paramilitares en Colombia.
Pese a eso, los autores encontraron las mismas condiciones en la tregua de El Salvador, que redujo la violencia de manera tan dramática en Medellín. Aunque con seguridad Barrio 18 y MS13 no eran las únicas pandillas con operaciones en El Salvador, los autores señalan que lograron un estatus de “organizaciones nacionales”. Y la aprobación para las negociaciones, según declaró el director del Ministerio de Seguridad, llegó directamente del presidente, aunque últimamente él haya intentado distanciarse de la tregua.
A comienzos de 2012, las pandillas accedieron a reducir la violencia a cambio del traslado de 30 cabecillas de una cárcel de máxima seguridad a instalaciones carcelarias estándares. Rápidamente comenzaron a bajar los índices de homicidios, y para finales del año los indicadores de violencia en todo el país habían descendido casi en 50 por ciento.
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Cruz y Durán-Martínez, al igual que otros antes que ellos, señalan la destitución del ministro de seguridad David Munguía Payés en mayo de 2013 como el punto crítico que señaló el comienzo del fin de la tregua. Munguía Payés fue el arquitecto de la tregua, y su retiro rompió la continuidad de la política del gobierno hacia el proceso de negociación. Su reemplazo, Ricardo Perdomo, estaba decididamente opuesto a la tregua, y poco después de que él tomara el timón comenzaron a aumentar las muertes violentas.
Desde entonces El Salvador ha caído en un vórtice de violencia del cual tiene que salir; en 2015 el país registró la tasa de homicidios más alta del mundo para un país sin guerra declarada, superando las 100 muertes por 100.000 habitantes.
Análisis de InSight Crime
Los hallazgos del estudio dejan en claro la lógica de sinsalida a la que se enfrentan los gobiernos al considerar si negociar treguas con grupos criminales. También explican porqué las treguas criminales siguen siendo un tema conflictivo en la política latinoamericana, pese a su potencial de ejercer un impacto enorme en las tasas de homicidios.
Las treguas plantean una paradoja porque, como lo sostiene el estudio, para que den lugar a una reducción de la violencia, los grupos criminales deben poseer cierto grado de cohesión y disciplina. Esta evolución criminal puede causar una serie de problemas inherentes, incluyendo un eventual retorno a una mayor violencia.
Si esa cohesión no existe ya, las autoridades resultan en la posición incómoda de ayudar a las pandillas a lograrla con el fin de facilitar las negociaciones. Y eso es exactamente lo que hizo el gobierno de El Salvador, según Luis Enrique Amaya, consultor internacional e investigador sobre temas de seguridad.
“Una de las cosas más importantes que hizo David Munguía Payés fue crear un liderazgo reconocible dentro de las pandillas para poder dialogar con esos líderes”, dijo Amaya. “Munguía Payés sabía que si no se construía y legitimaba el liderazgo [entre las pandillas], el diálogo con los representantes habría sido muy difícil. Y el diálogo con la base habría sido imposible”.

Ayudar al fortalecimiento de las pandillas con el fin de implementar una tregua conlleva riesgos obvios. Además de acelerar la evolución de las pandillas hacia organizaciones criminales más sofisticadas, puede infundirles un sentido recién descubierto de conciencia política.
“El gobierno transitaba esa delgada línea de tratar de usar la cohesión de las pandillas, pero al mismo tiempo no sabía cómo impedir” que se fortalecieran, comentó el coautor del estudio José Miguel Cruz a InSight Crime. “Y las pandillas usaron esto para fortalecer su posición”.
Sin una planificación anticipada y bien planeada, las consecuencias de tratar con grupos más sofisticados y educados políticamente pueden ser desastrosas. De hecho, algunos sostienen que el traumático grado de violencia que aqueja actualmente a El Salvador es resultado directo de la fallida tregua.
“En realidad necesitamos algún plan para anticipar los daños colaterales”, señaló Cruz. “Y el daño colateral es este proceso de fortalecimiento criminal. Así que se necesita tener dispuesto cierto plan o mecanismo para desarmar y desmovilizar a estos grupos. Sin eso, básicamente, a largo plazo simplemente se los hace más fuertes”.
Esto no quiere decir que la mayor cohesión entre las pandillas provocara la actual crisis de seguridad en El Salvador. En realidad, se cree que la fragmentación de las pandillas luego del rompimiento de la tregua fue un factor importante de la actual violencia. Pero los malos términos en los que el gobierno terminó la tregua, comentó Amaya a Univisión en 2015, dejaron resentimiento en las pandillas e intensificaron la agresión entre ellas y con las fuerzas de seguridad. El resultado: un verdadero conflicto de baja intensidad que no da señales de amainar.
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Los grandes riesgos que acarrean las treguas ayudan a explicar, en parte, la reticencia de los gobiernos a involucrarse directamente en el proceso de negociación. Pero la posibilidad de resultados no buscados no es lo único que mantiene a raya a los políticos.
Las treguas criminales en sí son problemáticas en términos políticos. Aun cuando los niveles de violencia bajaran en el culmen de la tregua en El Salvador, despertaba mucho rechazo entre el público general. Aunque era evidente la reducción de los homicidios a raíz de la tregua, las pandillas seguían desangrando a la población local mediante la extorsión.
“La contraprestación para el pueblo salvadoreño no era clara”, dijo Cruz a InSight Crime. “Los homicidios bajaron, pero la gente seguía sintiéndose insegura, y aún se sentía amenazada por las pandillas”.
En términos generales, la gente veía la tregua como algo que ayudaba a los mismos grupos criminales que los extorsionaban sin piedad. Como resultado de eso, se hizo más difícil para los delegados del gobierno mostrar un respaldo abierto hacia la tregua, y su fin supuso prácticamente una conclusión inevitable.
Las treguas criminales son difíciles actos de malabarismo. Cumplir las condiciones para la reducción de la violencia que esbozan Cruz y Durán-Martínez, y planear una estrategia de salida sensata puede dejar a los políticos en una posición precaria. Están en una posición mucho más sólida ante un público escéptico cuando adoptan una estrategia dura sobre el crimen. Esto permite explicar porqué la estrategia de las “ventanas rotas” del exalcalde de la ciudad de Nueva York Rudy Giuliani ha ganado tantos seguidores en El Salvador.
El gobierno salvadoreño sigue adelante con una nueva versión de “Mano Dura, la política de línea dura que intentó con escaso provecho antes de la tregua. Solo el tiempo dirá si esta versión será más efectiva en una reducción sostenible de la violencia que las fallidas políticas agresivas del pasado.